Valgan las líneas que siguen para resumir algunos postulados científicos que pretenden devolverle a la ciencia parte del alma que ha perdido en su aventura occidental.
La física cuántica y la teoría de la relatividad han roto bastantes de las nociones confortables y sólidas de la ciencia del siglo XIX, tanto en el universo de lo pequeño como el universo de lo grande.
El péndulo de Foucault ha demostrado en lo «grande» ese principio de interdependencia y de «ilusión», puesto que observamos su movimiento (en realidad no se mueve para nada) reflejo de la rotación de la tierra (quien es la que efectivamente se mueve). Es un poco lo del Sol que recorre nuestro cielo de Este a Oeste cuando en realidad es la Tierra que gira en el otro sentido.
Esta idea de «movimiento ilusorio» es la que define el principio de la relatividad del movimiento físico que fue considerada por Galileo por primera vez (que sepamos) y más tarde desarrollada por Einstein «El movimiento no existe en sí puesto que depende siempre del movimiento del otro». El movimiento solo tiene realidad en relación al paisaje que pasa (ventanas en un tren) y deja de existir si cerramos las ventanas.
Filosóficamente podemos decir que el Alma (Energía) se manifiesta siempre y cuando haya transformación de la existencia, movimiento orientado de lo existente. En ese sentido, la educación a la manera clásica es una reveladora del alma puesto que transforma la personalidad, orienta su movimiento en el sentido de la «revelación del alma».
El tiempo y el espacio también han perdido su realidad absoluta puesto que tan solo se pueden definir relativamente de acuerdo al movimiento del observador y a la intensidad del campo gravitacional en donde se encuentra.
El tiempo transcurrido por dos observadores que se separan y se vuelven a encontrar en el mismo lugar podrá ser diferente si la diferencia de velocidad con la que se han desplazado es importante.
Se sabe que un segundo en las cercanías de un agujero negro puede traducirse por la «eternidad» (debido a la gravedad).
Lo que sí podemos decir sin lugar a dudas es que todo se mueve, todo se transforma, todo se encuentre animado, lleno de «Anima Mundi», todo tiene una historia y participa de un ballet cósmico.
Y en el mundo subatómico ocurre lo mismo. Todo es pasajero, todo se transforma, todo puede dejar de ser para adquirir otro ser que al mismo tiempo se mueve hacia otro estado, otra existencia: un protón se transforma en neutrón (por emisión de un positrón y de un neutrino), el plomo puede transformarse en oro, la materia puede convertirse en pura energía… Así pues, lo único que verdaderamente existe es el movimiento, el verbo o Alma que todo anima.
Lo real puede representarse de diferentes maneras y a través de caminos diferentes: uno propio al mundo interior, el otro propio al exterior, y los dos pueden aproximarnos a la verdad. El mundo de los fenómenos se encuentra inevitablemente observado a través del filtro de la conciencia y como la realidad depende de esa relación, lo real es también un problema o «estado de conciencia». En ese sentido, otras disciplinas como la filosofía, la mitología, la metafísica tienen derecho legítimo comparable o superior al de la ciencia y deben dialogar con ella.
Y así está ocurriendo en bastantes campos: muchos científicos de alto nivel han comenzado a utilizar la orientación propuesta por otras disciplinas filosóficas para poder salir de los numerosos callejones sin salida a los que lleva la investigación científica, en particular cuando se trabaja en lo infinitamente pequeño o lo infinitamente grande puesto que con ello nos aproximamos de las fronteras entre lo visible y lo invisible, o entre lo Uno y el Todo.
En el campo de la Cosmología, por ejemplo, bastantes científicos postulan por un «pensamiento», una «idea – conciencia» como origen del universo. Ello supone una Inteligencia con finalidad, capaz de darle «Vida – Alma» a su proyecto y con el tiempo, la aparición, «Forma», de un Universo infinito, poblado de infinitos seres, y entre ellos, de seres con propia conciencia (nosotros los humanos por lo menos).
En honor a la verdad tenemos que decir que el mundo científico sigue siendo muy conservador y que el materialismo, fundamentado en el «principio del azar» mantiene su predominancia, pero también es verdad que los disidentes de alto nivel son cada vez más numerosos.
Lo importante es que la ciencia también introduce en sus preocupaciones la cuestión del espíritu, de la conciencia, de la vida como parte integrante de la existencia, de lo material y visible por nuestros sentidos.
Está claro que la religión con la que la ciencia puede dialogar no es la religión dogmática que hemos heredado en Occidente a partir de la tres religiones del libro: «La religión del futuro será una religión cósmica. Tendrá que trascender la idea de un Dios personal y evitar el dogma y la teología. Deberá interesarse tanto a lo natural como a lo espiritual, tendrá que fundamentarse en el sentido religioso nacido de la experiencia de todas las cosas, naturales y espirituales, consideradas como un conjunto sensato ». (Einstein)
La ciencia puede existir sin espiritualidad. La espiritualidad puede existir sin la ciencia. Pero el hombre, para descubrirse completamente necesita las dos.
Como ya hemos dicho, algunos científicos se preguntan si existe un principio organizador, un principio que sea el origen de la vida y el gran animador de la misma.
Este principio inteligente, creador y organizador habría definido las condiciones indispensables para que la Vida se manifieste, para que evolucione, y todo ello a través un escenario grandioso y magníficamente armonioso. Con este principio se resuelve en gran problema del sentido de la existencia y con ello la ciencia moderna se acercaría a las más antiguas tradiciones filosóficas de la humanidad.
El universo visible tal y como existe es el resultado de una quincena de constantes físicas y de unas condiciones iniciales muy particulares.
Copérnico destrona definitivamente la plaza central que la Tierra había ocupado en el cielo cristiano (los pitagóricos ya lo habían hecho muy anteriormente así como los egipcios y los babilonios). Hoy sabemos que nuestro Sol es una estrella de dimensiones humildes y que se encuentra en las afueras de una galaxia modesta compuesta de cien mil millones de estrellas. La Vía Láctea, nuestra galaxia, tampoco es demasiado extraordinaria y comparte el universo visible con otras cientos de miles de millones de galaxias. El hombre no es sino un grano de arena en una playa cósmica que se extiende al horizonte infinito. El radio del universo se podría tener unos quince mil millones de años luz y si consideramos un calendario en donde esa dimensión contara por un año, el hombre habría nacido el 31 de diciembre, a las 23.59 horas.
Esta reducción del hombre a lo insignificante conduce al pesimismo y al grito de angustia del filósofo Pascal: «El silencio eterno de los espacios infinitos me comprime el corazón». La misma tendencia reaparece tres siglos más tarde con el biólogo francés Jacques Monod: «El hombre se encuentra perdido en la indiferencia del universo de donde a surgido por azar». Y en nuestros días el cientificismo al ultranza se manifiesta con el físico americano Steven Weinberg quien añade: «Más comprendemos el universo, más nos aparece desprovisto de sentido».
Afortunadamente no todo el mundo piensa de la misma manera y otras corrientes intelectuales y científicas mucho más optimistas también se hacen eco de la inmensidad cósmica sin caer en ninguna angustia existencial, sino todo lo contrario.
El hombre no ha surgido por azar en un universo indiferente. Los dos se encuentran en relación estrecha y simbiótica: «Si el universo es tan grande y formidable es precisamente para permitir nuestra presencia» dice el astrofísico Trinh Xuan Thuan.
La cosmología moderna indica que la existencia del ser humano, o de toda otra forma de inteligencia (conciencia) parece inscrita en las propiedades de cada átomo, estrella y galaxia del universo, así como en cada una de las leyes físicas que rigen el cosmos. Si las propiedades y las leyes del universo hubieran sido un poco diferentes ninguno de nosotros estaría aquí para discutir de ese problema. El universo ha tenido que contar desde el principio, y de forma germinal, con las condiciones necesarias para la emergencia, en algún momento de su evolución, de ese observador inteligente que somos nosotros.
En palabra del físico Freeman Dyson: «El universo sabía de alguna forma que el hombre iba a llegar».
Efectivamente, este paradigma implica que existe un plan en el universo o si se quiere, que el universo tiene una raíz mental, un pensamiento consciente que establece las reglas de la manifestación.
Sin entrar en detalles matemáticos complejos podemos decir que los astrofísicos saben hoy en día jugar al Creador utilizando potentes ordenadores y complejas ecuaciones para construir modelos reducidos del universo, suerte de «universos-juguete». Basta con recordar que la evolución de nuestro universo, o de cualquier otro sistema físico, se determina por las llamadas «condiciones iniciales» y por una quincena de números conocidos como las «constantes físicas».
Por ejemplo, la curva trazada por una bala en el espacio antes de caer a tierra se puede describir con toda precisión. Cualquier físico o matemático establecerían la ecuación que define esa trayectoria en base a la ley de la gravedad y a las condiciones iniciales existentes: posición de la bala en el punto de tiro, velocidad del lanzamiento…
La ley de la gravedad enunciada por Newton depende de un número llamado la «constante gravitacional». Lo mismo ocurre con otras constantes que controlan la intensidad de las fuerzas nucleares fuerte y débil o la fuerza electromagnética. Otras constantes intervienen en la velocidad de la luz, la constante de Planck determina el tamaño de los átomos. Luego vienen los números que caracterizan la masa de las partículas elementales, la del protón, la del electrón. Esas constantes, como su nombre indica, no varían ni en el espacio ni en el tiempo. No se puede explicar por qué esas constantes tienen los valores que tienen pero se puede decir que los valores que tienen son los únicos posibles, y ninguno otro, para que la vida (ánima) se manifieste primero, y algo más tarde la conciencia.
Esas constantes son las responsables de todo lo que se manifiesta en el universo y de la forma en que se manifiesta puesto que son ellas las que determinan no solamente la masa y el tamaño de las galaxias, de las estrellas y de nuestra tierra, sino también la forma y todas las características físicas de todos los seres vivos: la altura de los árboles, la forma de las hojas y de los pétalos de rosa, el peso y la forma de las hormigas, de las jirafas y de los hombres y, probablemente, la emergencia de la conciencia.
En cuanto a las condiciones iniciales del universo, se trata entre otras de la cantidad de materia que contiene o del índice de expansión inicial. Los astrofísicos se han dado cuenta, gracias a una multitud de universos-juguetes, que por poco que se cambiara una cualquiera de esas constantes o las condiciones iniciales el universo nunca habría podido manifestar la vida y aún menos la conciencia.
Un cambio ínfimo de una de esas constantes hubiera provocado la esterilidad del universo. Por ejemplo, la densidad inicial de la materia del universo, en base a la gravedad influencia la expansión o el hundimiento del mismo: demasiado elevada, el universo se hubiera hundido sobre sí mismo al cabo de algunos años de existencia; demasiado débil, las estrellas nunca se habrían podido formar y sin estrellas la vida nunca se habría manifestado, y sin la vida.
Y todavía más: el equilibrio de la densidad indispensable para que el universo sea lo que es ha tenido que hacerse con una precisión del orden de 10-60, precisión comparable a la que tendría que tener un arquero que quisiera clavar una flecha en una diana de un centímetro cuadrado que se encontrara colocada en los confines del universo, a una distancia de quince mil millones de años luz.
Y lo mismo ocurre con las otras constantes: todas tienen que encontrarse calibradas con una precisión inimaginable pues de otra forma ni la vida ni la conciencia habrían podido existir.
Así pues, el hombre (o toda otra conciencia en el universo) puede recuperar su valor dentro de la inmensidad del mismo. No en razón al lugar físico que ocupa en el cosmos sino por los designios de este universo o por los de su demiurgo, su creador. El hombre no tiene por qué temer la inmensidad de los espacios infinitos, puesto que es precisamente esa inmensidad que ha permitido su existencia. La inmensidad y la longevidad del universo son necesarias, también indispensables, para que la vida recorra todos los escalones de la complejidad que llevan al hombre o a cualquier otra forma de inteligencia.
El mensaje de Paul Claudel responde al grito de angustia de Pascal y testimonia de esa reconciliación del hombre con el cosmos: «El silencio eterno de los espacios infinitos ya no me atemoriza. Ahora me paseo a través de ellos con una confianza primordial. Nuestra morada no se encuentra en un rincón perdido de un desierto árido e impracticable sino en el jardín del Edén, jardín en donde todo es fraternal y familiar».
Desde siempre el hombre no ha cesado de interrogarse sobre el lugar que ocupaba en el universo. Con el advenimiento de la ciencia moderna y la pérdida de interés por las mitologías antiguas, nos hemos ocupado de medir el universo y de realizar el inventario de su contenido material pero al mismo tiempo, la eterna pregunta se ha formulado cada vez con mayor precisión: ¿Por qué es tan grande el universo observable y por qué comporta un número tan extraordinario de galaxias (cifrado como centenares de miles de millones)? En ese marco extraordinario, ¿la aparición de la vida y del hombre es el resultado del puro azar? En otras palabras, ¿nuestra existencia es accidental, insignificante, absurda?
Antes de la llegada de la cosmología relativista (aplicación de la teoría de la relatividad general – A. Einstein, 1915), esas preguntas eran exclusivamente de orden filosófico o teológico. Con el tiempo, toda una serie de ideas, de teorías y observaciones han conducido los cosmólogos a ciertas reflexiones que iban a centrarse en los años 70 en torno al llamado «principio antrópico». Este principio no ha cesado de levantar los espíritus y los ánimos de la comunidad científica y ha hecho el objetivo de numerosas controversias y de críticas no resueltas hasta ahora.
Resumiendo mucho, podemos abordar directamente la formulación del principio antrópico tal y como la ha dado el astrofísico británico Brandon Carter quien ha propuesto dos versiones del mismo principio.
Según su «forma débil» (Weak Anthropic Principle), la presencia de observadores en el universo, es decir nosotros mismos, exige una serie de condiciones predeterminadas en cuanto a la posición temporal que ocupan los mismos dentro del cosmos y también en cuanto a algunas variables cosmológicas como son la densidad o el tamaño del universo.
Si se considera la «forma fuerte» (Strong Anthropic Principle) esas exigencias se generalizan en todos los campos y cada una de ellas es indispensable e incambiable pues cada una de ellas determina nuestra presencia. En otras palabras, la aparición de seres complejos y evolucionados exige unas condiciones únicas y exclusivas desde los comienzos del Big-Bang. Esto lo ilustra Freeman Dyson con estos términos: «Cuando miramos el universo y identificamos los múltiples accidentes de la física y de la astronomía que han trabajado de mutuo concierto en nuestro provecho, todo parece haber pasado como si el universo debía, de alguna manera, saber que nosotros íbamos a nacer».
A partir de las variantes del principio antrópico surgen diversas interpretaciones entre las que destacamos aquellas que tienen un marcado carácter teológico o finalista y en donde la aparición de los seres vivos y de la conciencia forma parte de un plan premeditado, de un pensamiento que se expresa a través la evolución de la vida.
Esas tendencias científicas responden a la esperanza formulada por Teilhard de Chardin en esta frase: «La verdadera física es la que llegará, algún día, a integrar el hombre total en una representación coherente del mundo».
Gracias al principio antrópico nos colocamos en las antípodas de la filosofía existencialista de Sartre, puesto que este último calificaba el universo, en la Nausée, de «larva húmida» y de «suciedad asquerosa».
Así pues, el universo parece calibrado de forma extremadamente precisa y con la intención de manifestar en su momento la vida, y algo más tarde, un observador capaz de apreciar su extraordinaria armonía.
Pese a todo lo dicho, no podemos pedirle a la ciencia que demuestre la existencia del «Dios» que ha pensado el universo para que algún día surjan de su seno criaturas a su imagen. Sin embargo, gracias al principio antrópico, la ciencia recupera gran parte del alma que ha perdido en su aventura occidental, y al mismo tiempo se orienta siguiendo uno de los mejores sentidos humanos, el «sentido común».
Efectivamente, muchos siglos después de los pitagóricos se vuelve a hablar de leyes físicas y de formulación matemática como expresiones de lo divino, o al menos del principio pensante del universo.
Los físicos no hablan de dios pero le dan a las leyes físicas unos atributos que recuerdan curiosamente las características que los antiguos textos sagrados otorgan a la divinidad. De esos atributos podemos destacar los siguientes:
Fernando F.Fígares
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