Humanismo

¿Destino o casualidad?

Como solemos hacer en estas charlas que nos reúnen y que nos ayudan por unos momentos, tratamos temas que si bien son filosóficos, no por ello son difíciles y extraños a la preocupación humana. Como hacemos siempre, quiero dar una razón de por qué he elegido este tema. “Destino o casualidad” se nos presenta a primera vista como una contradicción, una dualidad: el destino en una punta del camino y la casualidad en la otra. Y hoy por hoy, estamos muy acostumbrados a hablar más de casualidad que de destino y a dejarnos llevar más por las casualidades que por las cosas fijas y estables. Voy a hacer un “homenaje” a la moda de nuestros días, trayendo el tema de la casualidad a nuestra charla de hoy.

Creo que el afán de confort, esta necesidad que se nos ha ido creando e introduciendo –desde fuera naturalmente– para vivir cada vez mejor, más cómodamente; esta raíz del “menor esfuerzo” que se ha ido adueñando de nosotros poco a poco, nos ha ganado también –además de en los planos físicos– en todos los planos humanos. Nos referimos a esas comodidades que nos van relajando paulatinamente por dentro, y que nos llevan a aceptar la casualidad como cosa muy natural. Y creo que este afán de casualidad que nos gobierna es uno de los tantísimos de la “ley del menor esfuerzo”.

¿Qué entendemos por casualidad de manera general? Un azar, un juego, una suerte indefinida. Incluso tiene el regusto de aquello que es variable, inesperado: de aquello que no sabemos cómo puede llegar y cómo puede desaparecer. La casualidad es algo así como la ruleta rusa en el gran aburrimiento de la vida que hoy nos domina. Son estas cosas que como no sabemos ni por donde vienen, si vienen o no vienen, y cuánto van a durar entre nosotros, nos mantiene entretenidos por un momento.

Si la quisiésemos considerar más profundamente veríamos que la casualidad no deja de ser este juego de reunir este conjunto de circunstancias que no se pueden prever ni evitar, y que, en el fondo, revela que desconocemos las raíces, las causas que están provocando estas circunstancias. Esto que para nosotros es imprevisible, es sencillamente algo de desconocemos.

La casualidad es –si lo pudiésemos definir de una manera más corriente– el accidente hecho realidad perpetuamente ante nuestros ojos. Una vida accidentada, todo lo que no se puede prever, predecir, anticipar, se presenta ante nosotros como un accidente que es mejor o peor bienvenido, según cómo se nos presente y cómo nos afecte.

Sin embargo, quiero presentar a la casualidad de otra manera: como ignorancia. Como filósofos, como buscadores de la verdad, tras mucho hurgar en este tema de la casualidad, vemos que hay tan solo ignorancia. Es no saber por qué suceden las cosas, cómo se van a suceder los acontecimientos, por qué se reúnen los hechos de una determinada manera y no de otra.

Es simple y pura ignorancia. Es nuestra inteligencia que se empequeñece y oscurece, que es incapaz de ver qué es lo que pasará en el futuro.

A esta oscuridad que hace que las cosas se nos presenten como imprevisibles, a esa incapacidad de ver el porvenir, nosotros la llamamos sencillamente “casualidad”. Pero insisto, no es más que ignorancia; si la enfocamos así, es probable que extraigamos de la casualidad mejores enseñanzas, y que aprendamos a vivir con este aspecto de casual que se intenta dar a toda nuestra vida.

Son muchas las cosas que ignoramos. Cuando hablamos de casualidad, lo primero que ignoramos es esta otra palabra, este otro concepto que suena tan parecido pero que es sin embargo muy diferente: casualidad es ignorancia de la causalidad. Cuanto más aceptamos lo imprevisible es señal de que más desconocemos todas aquellas cosas que se producen por causas definidas. Por tanto, preferimos hablar de causalidad y no de casualidad.

Casualidad es otra forma de ignorancia; es la falta de observación de la naturaleza. Hoy, que tanto se protesta ecológicamente por esa naturaleza que se muere día a día, hoy que se grita porque se hunde el mundo a nuestro alrededor, porque se caen las cosas; porque mueren los peces y los pájaros… Nosotros que queremos defender la naturaleza, no tenemos sin embargo la capacidad para observarla ni para extraer la primera y más sencilla de las conclusiones: no hay nada casual en la Naturaleza, ni siquiera la caída de una hoja agitada por el viento. Esta es también otra forma de ignorancia; es estar en el mundo y no saber mirar el mundo, es estar entre las cosas y no quererlas apreciar.

Y es más, dentro de las formas de ignorancia, podríamos hablar incluso de la casualidad como una suerte de pereza moral y psicológica, que nos lleva a no preocuparnos absolutamente por nada. Si hay misterios, pues que los haya… Y se prefiere considerar que son por casualidad.

Así, existe verdaderamente una molicie interior, un dejarse llevar no precisamente por la casualidad, sino por una de las tantas leyes de la Naturaleza, que en este caso es la ley del plano inclinado, de la caída que nos va a llevar paulatinamente, y cada vez con mayor velocidad hacia abajo.

Si planteamos la casualidad como ignorancia, y si aceptamos que en realidad no existe y es tan solo un defecto nuestro que no nos permite ver las cosas como son, por lógica consecuencia habría que aceptar el destino como única posibilidad real. Y habrá que dedicar a esta idea de destino algunas palabras y aclaraciones para entendernos también con este otro aspecto, al que últimamente tenemos tanta aprensión.

Muchas definiciones se han dado acerca de lo que es el destino. Vamos a escoger algunas que puedan sernos útiles, para intentar extraer alguna conclusión.

En general, los pueblos clásicos, los sabios de la antigüedad –y aun otros más recientes–, aceptaban como destino una serie ordenada de causas que estando encadenadas de tal manera unas con otras, producen necesariamente unos efectos. A cada causa corresponde un efecto y las causas se unen entre sí, llevando a resultados que son los propios de esas causas.

Esto que explicamos a través de una causa y un efecto, a través de un hecho que produce un resultado, es lo que ahora se ha puesto tan de moda en terminología sánscrita, cuando se habla de Karma. Esto es lo que los antiguos orientales, desde hace muchísimo tiempo, interpretaron también como destino. Es la unión y la relación de todos los hechos, de todos los seres según causas y efectos. Una relación de cadenas, de eslabones, en que unos están perfectamente encajados con otros.

Entre otras definiciones, nos encontramos con que algunos nos hablan de este encadenamiento de hecho de una manera fatal: los acontecimientos se enlazan de una forma tan rígida e inexorable, que no se puede escapar de ellos. En este caso, se nos presenta al destino como un ente maldito y diabólico, como una ley desconocida, cruel e inflexible, donde los resultados no pueden modificarse jamás y donde al ser humano solo le resta permanecer pasivo esperando lo que le llegue.

Se nos habla también del destino, como de una ley que proviene de la naturaleza de las cosas. Todas las cosas tienen una naturaleza propia, y actúan de acuerdo con esta. Por ejemplo, los seres humanos tenemos una naturaleza que nos lleva a actuar de una determinada forma, y que permite reconocer la manera de actuar de un ser humano de la de un animal, la de este con una planta, y la de aquella con una piedra.

Si todos los seres tienen una naturaleza propia y actúan según la misma, provocan también unas consecuencias adecuadas a su naturaleza. Esta ley que rige la forma de ser de todas las cosas es también el destino.

Asimismo se puede hablar de esto, como de las razón de ser de todas las cosas. Y algunos filósofos preguntaron: Si no hubiese una finalidad, una conclusión, un encadenamiento de causas y efectos que se dirigen hacia algún lugar, ¿qué sentido tendrían las cosas? ¿hacia dónde camina el mundo? ¿hacia dónde se dirige?

Estas son más o menos algunas de las muchas definiciones que podemos manejar sobre este asunto. Pero ocurre que, ante estas definiciones, se nos presentan dificultades que quiero también mencionar, pues llegan a hacernos odiar este término; y en lugar de captarlo en el valor humano y metafísico que contiene, lo rechacemos de nuestro horizonte y acabemos por aceptar cada vez más aquello de la casualidad.

Normalmente se piensa que destino es fatalidad, y no se lo concibe como algo que puede ser también glorioso, victorioso, bello; como algo que puede ser armónico y agradable. Es, generalmente, algo de lo cual no se puede escapar; es una soga al cuello, una cadena en las manos, algo que nos pesa en los pies. O si lo queremos en otros términos: destino es inexorabilidad, algo prefijado, escrito, inamovible.

Por esto, como seres humanos con esa inquietud que nos lleva a buscar a nuestros propios horizontes, queremos huir de esa inexorabilidad, y más que nunca queremos sentirnos libres; esa inexorabilidad nos duele pesadamente porque no la entendemos.

Si se piensa en destino, también se piensa en predestinación. No sé por qué extraña razón, al destino que se le podría concebir como una dirección, se le supone un camino donde todas las cosas están premarcadas, y donde el hombre no puede elegir absolutamente nada. La predestinación es la que hará que seamos de una forma o de otra sin posibilidad de cambio. Es la que hará que seamos buenos, pobres o ricos, felices o infelices, sanos o enfermos, inteligentes o tontos…

Ante estos conceptos de fatalidad, inexorabilidad, predeterminación, surge en el ser humano una necesidad de defensa, de imponer su libertad interior, de imponer su albedrío, y mira al destino como algo terrible e incomprensible.

¡Cuántas veces nos hemos comparado al destino con lo infinito, con lo lejano, con lo suprarracional, y suprasensible, con aquello que está más allá de todas las posibilidades humanas! ¡Cuántas veces no hemos comparado al destino con Dios, como si ambos fuesen parte de una misma inexorabilidad que, más que llevarnos a un fin de evolución, intentasen aplastarnos bajo gran cantidad de fórmulas ante las cuales el ser humano no puede reaccionar!

Ante todo esto, debemos ofrecer una salida, una posibilidad, un camino; intentar borrar esos falsos conceptos que no nos permiten entender claramente la casualidad como Ignorancia, y el destino como camino de vida.

En primer lugar preguntémonos algo: supongamos que en nuestro universo, en nuestra tierra, conviven muchos seres diferentes de todo tipo. Hemos mencionado anteriormente piedras, plantas, animales, hombres. Si levantamos un poco los ojos, en la mañana, veremos el sol; en la noche, las estrellas y la luna. Lo sentimos como mundos pero los notamos diferentes a nosotros. Sin embargo, hay algo que captamos en todos estos seres por distintos que sean: en todos hay vida. Una piedra “vive”; hoy ya no se habla de piedras muertas e inertes, pues ya se sabe que ante las contracciones por el frío y el calor se resquebrajan, expresando así su forma de vida.

Hoy se sabe que una planta que se abre y crece, vive; y está hablando de su particular forma de vivir. Todo goza de vida. Todos los seres y objetos que hay a nuestro alrededor, no solo viven sino que caminan hacia alguna parte. Todo se mueve, todo va a hacia algún sitio, todo circula. No hay nada que esté quieto, ni siquiera nosotros. Cuando intentamos permanecer inmóviles en un lugar, dentro de nosotros hay un torrente que continúa moviéndose. No hay nada en nosotros que permanezca estático, ni nada en la naturaleza que lo sea.

Así es que, observando nuestro mundo, notamos una serie de factores de identidad muy llamativos: esta vida que corre a través de todas las cosas, este impulso que lleva a todas las cosas hacia algún lugar. ¿Por qué no llamamos entonces destino a esta similitud que une a todas las cosas? ¿Por qué no llamar destino a esta vida que compartimos todos? ¿Por qué no llamar destino a esta corriente que nos arrastra a todos, aunque no sepamos muchas veces hacia dónde?

De esta forma, entenderíamos al destino como una ley que rige a todos los seres vivientes, si bien respetando las particularidades y las características de cada uno de ellos. Por esto, una piedra no corre como un río; por eso una estrella no se mueve. Pero todos vivimos y todos nos movemos. Esta podría ser una primera manera de entender el destino.

Tal vez mis palabras suenen –como es natural y propio dentro de una doctrina filosófica humanista y espiritualista– un poco subjetivas e idealistas. Sin embargo, me permito observar que aun los más materialistas de los pensadores, hablan de destino y no de casualidad. Aun aquellos que cifran todas sus esperanzas en la materia y en la evolución de la materia, creen en el destino y no en la casualidad.

Vemos por qué. Estos pensadores nos hablan del ambiente social, de las circunstancias que rodean al ser humano, de los factores que lo determinan, de todas aquellas cosas que lo presionan, lo modifican o lo llevan a ser de una forma u otra. E incluso se analizan estos factores, estas circunstancias, tratándose de extraer leyes de todo ello. Esta es una forma de hablar del destino, no de la casualidad.

Si estos pensadores creyesen en la casualidad, no tratarían de elaborar absolutamente ninguna doctrina; ni tampoco intentarían modificar nada de lo que encuentran malo, pues ¿cómo modificar aquello que es casual?

Así entonces, vemos que el destino como un orden de la naturaleza material o espiritual, o ambas a la vez; es algo que es propio a toda concepción de vida, a toda concepción humana. Vamos a tratar que esta concepción de destino no esté reñida con la de libertad, modificando nuestro concepto sobre esta última.

Generalmente creemos que el destino nos despoja de libertad, negándonos toda posibilidad de hacer nada por nosotros mismos. Pero conviene preguntarse: la casualidad, ¿nos da libertad? Ninguna. Si no sabemos lo que va a ocurrir, ni como sucederá, ¿dónde está nuestra libertad? Nuestra libertad consiste únicamente en sentarnos a esperar lo que ha de venir.

De modo que, aun dentro de la línea del destino, o dentro de la línea de la personalidad, la libertad humana, si no se genera, sin no se hace crecer, no existe.

Así pues, vamos a concebir al destino como una conjunción, una conjugación armónica, donde colaboran de la misma manera lo necesario, lo que debe ser, con la libertad; concibámoslo como lo rígido y lo elástico, lo que nos obliga y lo que nos libera.

Vamos a ver cómo dentro del destino, caben perfectamente ambas cosas. Tomemos unos ejemplos clásicos, que nos servirán para entender mejor cómo conjugar necesidad y libertad. Platón no los relata de la siguiente forma:

Supongamos unos seres humanos que están navegando en un barco. Este barco es dirigido por su capitán y lleva un rumbo; el capitán conoce el rumbo del barco; los pasajeros circulan por el barco; caminan, van y vienen, suben y bajan; se detienen, hablan entre ellos, comen, descansan… Aparentemente tienen plena libertad en ese barco, pueden moverse por donde gusten, pero hay una sola cosa que no pueden hacer: variar el destino del barco, puesto que el capitán conduce el barco hacia un puerto.

Así, Platón trata de explicarnos la mezcla de necesidad y libertad, la mezcla de obligación y libertad que existe en el destino. La parte obligada es el rumbo del barco; la parte de libertad es la posibilidad que tenemos nosotros de circular por el barco como mejor nos parezca.

Dejando a Platón, y trasladándonos a Oriente –tan rico en ejemplos–, vamos a encontrar también una fórmula mediante la cual tratan de explicarnos exactamente lo mismo. Los orientales nos dicen que tratemos de imaginarnos el camino de la vida como un amplio sendero que, sin embargo, tiene a los costados una murallas altas que son imposibles de pasar. Estas murallas tienen una particularidad muy especial: son elásticas. Y cuando los seres humanos transitan este camino, llevados a veces por su propia ignorancia, se desvían del centro y se acercan peligrosamente hacia los costados; las murallas, con su elasticidad, rebotan a estos seres y los devuelven al centro del camino.

Así entonces, para los orientales, la cuestión es muy simple: hay un camino, uno solo; esta es la parte obligatoria de recorrer. Y hay muchas maneras de recorrer el camino, siendo esta la parte de libertad. El que quiere caminar rápidamente, lo hace; el que quiere caminar lentamente, va a su ritmo. El que quiere por un momento detenerse y sentarse en un recodo del camino, se sienta. El que prefiere ir de rodillas, va de rodillas; el que quiere ir riendo, ríe y el que lo quiere recorrer llorando, pues llora.

La cuestión es que todos tenemos que pasar por este camino. Nuestra libertad consiste en la forma que escogemos para recorrerlo. De modo que hay siempre algo que nos obliga, que es tal vez eso que hace mover el mundo; y hay algo que queda en nuestras manos: nuestra posibilidad de elegir nuestra fórmula de andar, de caminar.

Y ahora sería bueno que nos preguntásemos –porque generalmente es lo que nos interesa más- si hablamos de destino: ¿Cuál es el destino del Hombre? ¿Cuál es la parte de obligatoriedad y de libertad en el destino del ser humano?

A lo largo de la historia, vamos a encontrar distintas maneras de enfocar esta cuestión. Hubo épocas en que, llevados los seres humanos por unas creencias muy cerradas y rígidas, recalcaron excesivamente el concepto de obligatoriedad, de necesidad. Nada se puede tocar, nada se puede cambiar, todo está absolutamente escrito. Y estos hombres los encontramos a veces desesperados, hastiados, sin ninguna esperanza de futuro.

Hoy se ha exagerado la otra parte, el concepto de libertad. Sin embargo, vemos que tampoco se ha podido cumplir el destino del ser humano. Hoy vemos todo tipo de personas; podemos encontrarnos con seres que arrastran, con otros que caminan; con inteligentes y tontos; con depravados y santos. Pero lo cierto es que, dentro de esa excesiva libertad, tampoco se ha encontrado un camino. Generalmente, nadie sabe lo que quiere, ni a dónde va, ni de dónde viene, ni por qué hace las cosas que hace. Eso sí, es totalmente libre de no saber nada de lo que no sabe.

Así pues, tal vez debamos preguntarnos qué es el s humano, para poder entender su destino. Ser Hombre, es ser algo más que una piedra; es ser algo más que una planta y aún algo más que un animal. Bien sé que se define al ser humano por su capacidad de pensar, de hablar, de escribir, de construir ciudades o levantar civilizaciones. Pero, indudablemente, en este tema que hoy nos preocupa, interesa definir al ser humano por otra condición que hace mucho tiempo que se ha dejado de mencionar. Quiero definirlo por la posibilidad que tiene, más allá de las piedras, de las plantas y de los animales, de concebir a Dios. De entenderlo de alguna forma, de pensarlo de alguna forma. No hay piedra ni planta ni animal que lo haga y en cambio un ser humano sí es capaz de hacerlo.

Pero vayamos más lejos aún. Nosotros los humanos, no solo concebimos a Dios, sino que hasta aspiramos a llegar a esta categoría. Los filósofos nos explican que los seres humanos cuando amamos algo, lo amamos porque nos falta. Y cuando nos atrevemos a decir que amamos a Dios, lo amamos porque nos falta. Porque carecemos de esa divinidad, y porque ansiamos llegar a ser grandes; anhelamos parecernos a esa divinidad. Esto sí es propio del ser humano y forma parte del destino del Hombre.

El ser humano concibe lo que es crecer, evolucionar; concibe lo que es ir hacia delante; concibe llegar a asemejarse a aquello que puso encima de todo y concibió como máxima perfección. Sin embargo, por paradoja de este destino histórico que hoy vivimos, el ser humano se avergüenza de esta condición de hombre y en lugar de cumplir con su destino, cumple mejor con su parte de piedra, con su parte de vegetal y su parte de animal, olvidándose de su parte humana.

No hay nada en la naturaleza que se avergüence de ser lo que es. No hay nada en la naturaleza que no siga con orgullo su propio camino. Solo el hombre baja la cabeza cuando se le recuerda su condición humana superior. A veces le gusta observar cómo brota una pequeña planta dentro de estos bosques de fantasías que creamos los humanos y que son las macetas que nos brindan la ilusión de un poco de verde dentro del cemento de la ciudad. La plantita crece y surge tranquila. Ella no se cuestiona sobre su libertad, crece…

A veces gusta mirar cómo corren los ríos hacia el mar. El río no se pregunta dónde está la desembocadura, no se avergüenza de su destino. El destino del río y de la planta son muy simples, pero el río y la planta lo aceptan y lo viven. Es el ser humano el que no sabe adónde va. Por eso, no cumple su destino.

¿Hacia dónde va el hombre? Difícil sería contestarlo, por una razón muy simple: para saber hacia dónde se encamina debería saber de dónde viene y eso tampoco lo sabe. El ser humano es ciego. Transita, sí, por el sendero de la vida, pero no sabe muy bien hacia dónde le dirigen sus propios pasos.

Y si es que nos asusta pensar en el destino, hoy se me ocurre agradecer la imagen que nos daban los orientales, del camino bien delimitado y parapetado. Si no tuviésemos los límites bien demarcados, nos saldríamos completamente de la historia, dado que no sabemos dónde estamos ubicados. He ahí nuestra gran ceguera, nuestra gran incapacidad de descubrir por qué somos, cómo somos, hacia dónde vamos…

Por esto, pienso una y otra vez, en la necesidad de crear un Hombre Nuevo. Solemos imaginarlo totalmente diferente de nosotros. Sin embargo, no es así. El Hombre Nuevo tiene algo del ayer, lo mejor del ayer. El Hombre Nuevo tiene algo de hoy, tiene esa raíz que nos mantiene fijos en la tierra. Pero el Hombre Nuevo tiene, fundamentalmente, algo del mañana.

Para mí, el Hombre Nuevo es el que aprendió a ver el destino, el que más allá de la oscuridad y de la ignorancia propia de la casualidad, ha penetrado –como si fuesen dos focos luminosos– y ha logrado ver más allá de todo lo que hoy le traba. El Hombre Nuevo se reconoce en el destino y lo acepta con alegría, con esa libertad especial que caracteriza a este ser del que hablamos.

Decía un viejo filósofo, un estoico al que no puedo dejar de admirar: “Libertad es obedecer voluntariamente a la ley”. Y no concibo a nadie más libre, que aquel que realmente obedece la ley porque quiere hacerlo.

No concibo ningún Hombre Nuevo que sea más libre que este con el que soñamos, que se va haciendo libre justamente en la medida en que aprende a concebir su propio destino y se libera en la medida en que crea el medio para cumplir con su propio destino.

Hace falta, indudablemente, abrir un poco los ojos, levantarse de este agobio en el que estamos sumidos. Creo que todos nosotros estamos cansados de hombres acorralados, agachados, temerosos, que temen a la casualidad tanto como al destino, porque no saben lo que es ni lo uno ni lo otro.

Creo que todos estamos pidiendo que nazca –incluso en nosotros– este Hombre Nuevo, capaz de levantarse y observar que en el mundo hay orden, y que este no es un castigo. Deseamos este Hombre Nuevo, que se levante y vea que en el mundo hay una finalidad para las cosas; y que esta finalidad es aquella a la cual cuesta tanto llegar.

Indudablemente, la meta hacia la cual nos dirigimos está lejos, muy lejos… allá en el infinito. Pero nosotros, tenemos libertad para comenzar a andar por este camino y llegar al infinito; está en nosotros comenzar a transitar por este festino que nos espera, para que evolucionemos sobre él, por él, a través de él, hacia él.

Se nos dice que destino es una oportunidad. Y creo que, efectivamente, lo es. Hay que dar al ser humano una oportunidad, para que cada partícula de su ser se realice adecuadamente.

¿Cómo ser hombre en base a esta oportunidad? Logrando por ejemplo, que nuestro cuerpo viva como un cuerpo, pues a veces somos capaces de dar más a una piedra que a nuestro cuerpo físico. Este siempre está enfermo: o por exceso, o por defecto. Siempre exageramos, dándole más o menos de lo que necesita. O lo amamos por encima de cualquier otra cosa, o lo denigramos como la última basura desconociendo sus posibilidades.

Así pues, es necesario dar una oportunidad al cuerpo que es nuestro medio de expresión, nuestro vehículo. Es necesario dar una oportunidad a nuestros sentimientos, no avergonzarnos de ellos, ni pensar que los pensamientos son algo que debilita al ser humano, haciéndolo endeble y frágil. Los malos sentimientos, aquellos que son endebles y pobres son los que debilitan al ser humano. Más los sentimientos altos, puros y nobles, lo ennoblecen y lo levantan. Estos son los que deberíamos aprender a cultivar dentro de nosotros.

Hay que dar una oportunidad a nuestros sentimientos. Oportunidades de existir, de manifestarse; oportunidad de comunicar estos sentimientos a los otros seres humanos que están esperando por ellos. Brindar una oportunidad a nuestra mente, a nuestras ideas; no debemos tener tan solo un archivador, donde vamos colocando como buenamente podemos, aquellas cosas que logramos aprender. Nosotros no somos un archivador: somos seres pensantes.

Aprendemos a manejar nuestro pensamiento, nuestra capacidad de captar las cosas, analizarlas, hacerlas nuestras, vivirlas si las consideramos dignas y rechazarlas si no lo son. Demos una oportunidad a ese desconocido mundo del espíritu, a ese “pobre ser” –como lo llaman los filósofos–; a ese que es el único que en realidad vale de nosotros y al que tenemos adormecido por simple vergüenza, por incapacidad de aceptar el destino.

Reconozcamos en un mundo que habla de casualidad, que nosotros creemos en una raíz profunda a la que, por ponerle un nombre, llamamos espíritu y a la que por poner una característica, queremos concebir como la causa primera de todo lo que somos. También a ese espíritu hay que darle una oportunidad.

Hoy hay alimentos, vestidos y diversiones para todo. Todo tiene cómo satisfacerse, menos el espíritu; él no come, no se abriga, no crece… No hay ninguna oportunidad para él. Incluso cuando se trata de volcar este espíritu en la religión, nos encontramos con mil y un escollos que nos alejan del verdadero camino y nos enfrentan con problemas que no son los que queremos afrontar.

Muchas veces, cuando volvemos los ojos hacia esa fe que teníamos cuando niños y nos hacía felices, no queremos saber de problemas sociales; queremos saber una vez más qué es nuestro destino como seres humanos, qué es aquel Dios hacia el cual aspiramos; cuál es nuestro principio y fin como seres humanos.

Por esto hablamos del Hombre Nuevo, y de un destino que hay que aprender a concebir con un fin dinámico. Solo los grandes sabios pueden pensar en un destino fijo, inexorable, estático. Para nosotros, los ciegos que caminamos, el destino es dinámico; está compuesto de nuestros sueños. Pero para poderlos cumplir, tenemos que ponernos de pie.

Para cumplir con nuestro destino, tenemos que aceptar que este camino que estamos recorriendo nos lleva hacia alguna parte. No importa cuán lejos esté la meta, pero hay que comenzar a caminar. Esto es lo que hoy nos corresponde hacer a nosotros.

Pensamos que tanto la inexorabilidad rígida como la casualidad, están totalmente fuera de los límites humanos. La inexorabilidad rígida se le escapa porque se le presenta como omnipotente, como inamovible. La casualidad se le escapa porque es imprevisible.

Tenemos entonces que ensanchar los límites humanos, hay que ampliar el panorama y buscar algo más, borrando la ciega ignorancia que nos impide prever aquello que va a venir y también aquella otra ignorancia ciega que nos impide desarrollar esa libertad interior para caminar.

Debemos empezar a comprender, evitando lo que pueda evitarse. Todo eso, es borrar la ignorancia. Hay que comenzar a liberarse por dentro, a desechar esa pesadez de lo que no se sabe. Y entonces, como decían los estoicos, seguir con orgullo el destino de las estrellas, porque aprendimos a ser libres y porque queremos seguirlas.

Si somos sinceros y nos hacemos la pregunta: ¿quién de nosotros se acepta como algo que apareció en el mundo porque sí? ¿a quién le agrada ser un chispazo que vino de la nada y se dirige hacia la nada? Nadie quiere ser casualidad…

¿A quién de nosotros no le agrada conocer su destino y cumplirlo como ser humano? ¿Quién no querría conocer aquello para lo cual sirve, aquello en lo que se podría desenvolver con sus mejores potencialidades? Y ¿cómo hacerlo? A todos nosotros nos gusta el destino, a ninguno de nosotros nos gusta ser una casualidad. Hemos puesto demasiada ilusión en esta chispa de vida que late en nuestro interior, para dejar que esta se apague como un viento que nadie dirige, y que no va a ninguna parte.

Este humilde grito de esperanza que hoy quiero lanzar desde esta “Nueva Acrópolis”, este grito hacia el destino, hacia la meta final que nos espera como seres humanos, es una llamada. Es la llamada de alguien que busca, como todos los que estamos aquí reunidos. Pero este grito, esta llamada, no es una casualidad. Pido que se entienda esta llamada como una de las tantas que el destino puede hacer a lo largo de la vida. Y si hoy se ha valido de mi palabra, es porque el destino también indica, que a veces, los seres humanos podemos servir de instrumentos y si es poco lo que pensamos, podemos en cambio repetir aquello que pensaron los que bien sabían dirigir sus ojos hacia la verdad, hacia el infinito, hacia los grandes misterios…

¿Casualidad? ¡No! ¿Destino que nos ha reunido hoy para tratar este tema? Seguramente sí. ¿Seguiremos juntos por el destino? Claro que sí… Es el mismo que nos ha reunido por estos instantes, el mismo que nos lleva hasta el final…

Por eso nos llamamos seres humanos y nos reconocemos; por eso nos miramos a los ojos echando abajo la casualidad y nos hemos levantado como seres humanos sobre nuestro propio destino para cumplirlo hasta el final.

 

Créditos de las imágenes: eberhard

JC del Río

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