Título original |
In the Bedroom |
Año |
2001 |
Duración |
120 min. |
Director |
Todd Field |
Guión |
Robert Festinger & Todd Field (Historia: Andre Dubus) |
Música |
Thomas Newman |
Fotografía |
Antonio Calvache |
Reparto |
Sissy Spacek, Tom Wilkinson, Marisa Tomei, Nick Stahl, William Mapother, William Wise, Celia Weston, Karen Allen |
Productora |
Miramax / Greenstreet Films / Good Machine Production |
Si hiciésemos una reflexión filosófica sobre las causas del dolor, tendríamos que recordar las enseñanzas de Sidharta Gautama el Buda y cómo este decía que el apego a las cosas materiales y perecederas, al desaparecer estas, produce un dolor que no puede ser superado hasta que la conciencia despierta y se acerca a los valores verdaderamente atemporales e imperecederos, los valores del espíritu. Aunque esto pueda parecer muy ajeno al desarrollo de la película, yo no pude dejar de hacer esta reflexión al ver a la pareja protagonista sufrir la pérdida de su único hijo a manos de un violento asesino, y cómo este hecho brutal destruía sus vidas para siempre.
De hecho, los dramáticos personajes protagonizados por Sissy Spacek y Tom Wilkinson, que recibió el Oscar este año por esta dura interpretación, no hacen gala en ningún momento de creencia religiosa o filosófica alguna que les consuele de su sufrimiento. A penas unas pocas palabras en boca del sacerdote que oficia el funeral de su hijo, y un emotivo recital de cantos espirituales armenios que sólo parece decirnos que podemos encontrar refugio en la belleza, pero es una belleza que no va más allá de lo meramente humano.
Y si no encontramos refugio en lo divino ¿dónde lo vamos a encontrar? ¿En la sociedad? ¿En la justicia? Esa es la fe de los protagonistas, su fe en el sistema, en la sociedad, en la justicia. Y la sociedad y la justicia les defrauda y les traiciona dejando libre a la persona que mató a su hijo, el ser mezquino y egoísta al que ahora van a encontrar cualquier día en cualquier esquina, para revivir una y otra vez un dolor que jamás podrán dejar atrás.
A pesar de la maestría narrativa de la que hace gala el debutante Todd Fiel en la dirección, a la película le falta algo que no pueden suplir ni los sutiles silencios de los actores, ni el inquietante telón de fondo de los paisajes de Maine que se extiende más allá de las ventanas. Field se limita en su película a una fría exposición de los hechos, rigurosamente descriptiva y carente de cualquier tipo de reflexión o búsqueda de respuestas sobre las causas de los mismos. Es como si el realizador temiese el compromiso de aventurarse en una crítica contra la sociedad actual o contra sus valores ambiguos y vacíos de contenido. Y esa ausencia de compromiso es lo que hace de esta película algo verdaderamente atroz y dramático, porque no deja lugar alguno a la esperanza, no ofrece posibilidad alguna a la justicia o a la redención. Sólo nos permite experimentar el vacío y la desesperación de unas pobres gentes, arrastradas por la impotencia, que no tienen más salida para su dolor que la fría venganza. Un vacío y una desesperación que nos hace preguntarnos si nosotros mismos no actuaríamos de igual forma.
Que nadie tiene derecho a tomarse la justicia por su mano es una de las máximas más repetidas en nuestra sociedad contemporánea. Pero qué sucede cuando uno deja de creer en esa sociedad, cuando uno no reconoce como válidos los valores que defiende, cuando el desconcierto domina en la gente y la violencia campea a sus anchas, permitiendo que cualquiera entre con un arma en la mano en un colegio y desencadene una matanza irracional. ¿Quién se compromete a dar respuestas?
A veces creo que vivimos sobre una bomba de relojería que va a hacer explosión en cualquier momento. Pero mientras tanto, preferimos mirar hacia otro lado y disfrutar de nuestra inconsciente felicidad burguesa, rogando a un Dios en el que no creemos, que la vida no nos golpee con la brutalidad con la que vemos, desde la segura ventana de nuestro televisor, que golpea a otros. Y con un poco de suerte, estaremos muertos antes de que la bomba explote. Yo por mi parte, prefiero acercarme humildemente a los valores atemporales e imperecederos de los que hablaba el Buda, y pensar conscientemente que a mí también me puede tocar, y que debo de estar preparado por si tengo que recibir al dolor en mi vida.
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