Son las seis de la tarde y todavía hay mucho sol sobre la ciudad de Guatemala. Más allá, en la lejanía, el verdor casi negro de la selva, y aún más lejos, montañas cubiertas de vegetación.
En nuestra discreta casa de dos pisos, una de las habitaciones principales la ocupa una pequeña colección de diminutos objetos rotos encontrados por azar que no son los que se muestran en los museos oficiales a los turistas. Carecen de valor material y no son impresionantes. Pero sí son testigos, tan válidos como cualquier otro, de las grandes culturas protohistóricas que habitaron la costa del Pacífico y las selvas del Petén.
Esas pequeñas cabecitas de barro, algunas simplemente cocidas al sol, cobran vida entre las manos de Alejandro, arqueólogo y filólogo profesional que trabaja para varias universidades de Hispanoamérica. Sus vitales ojos azules escrutan cada pieza y descubren características escondidas; representaciones de dioses, de muchos de los cuales ignoramos hasta el nombre, surgen a su locuaz conjuro y se nos presentan, a veces imbricados los unos en los otros.
Yo soy un apasionado de la arqueología, aunque el área americana no sea de mi especialidad, le escucho y le sigo durante horas. Nuestros jóvenes acompañantes se han ido retirando a sus tareas.
Quedamos solos frente a unas estanterías que se vienen abajo, sobrecargadas de libros. La especial estrella de Alejandro le ha hecho encontrar algunos ejemplares en alemán y en francés que son muy raros en Europa. De improviso se detiene, me mira a los ojos y me pregunta:
–¿Vd. cree que aún puedan vivir animales prehistóricos?
Le sé un bromista de mucho cuidado e intento sonreír… pero hay algo como de angustia en su mirada que me impide hacerlo. Me lleva silenciosamente hasta una pequeña mesa escritorio con cajones. Se sienta frente a mí y encendemos un par de cigarrillos. Hay cierta tensión en el ambiente.
Le miento:
–No me gustan los enigmas.
Abre uno de los cajones y tras breve búsqueda saca una cabecita de barro cocido y me la alcanza diciendo:
–Por ser zona volcánica y de aluvión, la estratigrafía no es precisa…; fue encontrada a más de 40 metros de profundidad, a nivel olmeca formativo… ¿Vd. qué diría que representa?
En mi mano, el pequeño objeto de barro casi petrificado gira bajo la luz de la lámpara de mesa. Es, evidentemente, la réplica del cuello y cabeza de un tiranosaurio. Allí está su formidable dentadura, que aparece entre los pliegues de la piel contraída, en las comisuras de la boca, de una manera feroz. Está algo desgastada, pero no lo suficiente como para que la verticalidad del cuello y la horizontalidad de la cabeza den lugar a dudas. No es un lagarto, sino un animal que andaba erecto sobre sus patas traseras.
–Alejandro –le interrogo seriamente–, ¿dónde está la broma?
–No hay broma, señor… Fue extraído a más de 40 metros de profundidad y el estudio microscópico del barro es típicamente olmeca, de hace unos 4.000 años… y no es el único… pero aquí lo toman por una invención fantástica. Estúdielo cuidadosamente… después hablamos.
Cuando levanto la vista, ha vuelto su conocida sonrisa y me ofrece un paño rojo para envolverlo. Parece descargado de un gran peso.
Salimos a cenar. Abajo me espera el coche. Los restaurantes están custodiados por guardias armados. La violencia impera, la guerrilla amenaza; es un todos contra todos. Pero estoy muy acostumbrado a la forma en que se vive en los que, como un sarcasmo, llaman «países en vías de desarrollo» y nada de eso me impresiona.
Ya a solas en mi hotel, desenvuelvo el misterioso objeto y paso mucho tiempo observándolo, haciendo comparaciones y pruebas de absorción de humedad. Es, innegablemente, auténtico.
Desde entonces he meditado mucho. Es racionalmente imposible que un saurio, desaparecido de la faz de la Tierra hace 65 millones de años, haya podido convivir con el hombre. Ni aun las más audaces concepciones de las milenarias culturas, como la hindú, que dan al hombre racional la antigüedad de nueve millones de años, alcanzan a hacer coincidir la época de los grandes saurios con la humana. Menos aún la ciencia actual.
Leo y releo toda la información sobre animales prehistóricos, retomando una vieja pasión de mi primera juventud, cuando, por libre, estudiaba Paleontología, visitando museos y coleccionando libros y hasta algún trocito de hueso fósil en la meseta patagónica de Argentina. Allí, especímenes de armadillos gigantes, habían sobrevivido casi hasta la conquista española y los indígenas habitaban en sus carcasas, a manera de cuevas. Desde los seis años de edad había ido de la mano de los controvertidos libros de Florentino Ameghino, soñando con esa fauna ya inexistente. El gran museo de la ciudad de La Plata, a unos 60 km de Buenos Aires, me los había mostrado decenas de veces.
Ahora, cincuenta años más tarde, repaso los relatos fragmentarios de los navegantes de la Antigüedad, desde los griegos hasta los vikingos, que narraban los peligros de los calamares gigantes –que estos últimos llamaban «kraken»– y que, luego de grandes tormentas o maremotos habían enlazado sus naves con sus tentáculos monstruosos.
Recordé que, en las costas de Sudáfrica, hace una docena de años, los pescadores habían sacado vivos especímenes de peces acorazados de las profundidades que se creían extinguidos en el Paleozoico, y volvía a mi memoria una anguila gigante o «serpiente de mar» que vi conservada en una gran batea del Museo Marino de San Francisco. Medía unos quince metros de largo.
Y… el «monstruo del lago Ness», en Escocia, incógnita que aún intriga a los investigadores… ¿Tan sólo una fantasía a pesar de las fotografías obtenidas? ¿Serán fotografías trucadas? Todo puede ser.
En los últimos años se ha considerado con seriedad la hipótesis de los «microclimas», zonas especiales del planeta que, bien por actividad volcánica o por la existencia de condiciones extremas en las grandes profundidades oceánicas, ofrecen la posibilidad de supervivencia, con un mínimo de adaptación, a formas vivas en un hábitat que reproduce el de hace cientos de millones de años en la superficie terrestre.
Esta hipótesis según unos, y teoría según otros, no es tan descabellada como parece a primera vista.
Existen «microclimas» con los cuales convivimos; en lo mental, psicológico y físico.
Muchas tribus aborígenes de Asia, África y América del Sur, en la era de los satélites artificiales, sobreviven inmersas en plena Edad de Piedra; algunos no conocen más que un vocabulario básico, son simples recolectores y cazadores, usan cerbatanas, arco y flechas, lanzas de madera; no saben cultivar y apenas si conocen el fuego.
En otro orden de cosas, es asimismo un «microclima» el que vivimos en cada familia, con sus usos y costumbres, diferenciados de los demás. Y, ¿no es un microclima político un partido; un microclima creyente una religión, una secta? Incluso algunos de estos «microclimas» son contemporáneos nuestros, pero no son coetáneos, ya que, aunque existan en 1988, guardan características, formas, creencias e ideas de hace miles de años. Para quien esté inmerso en alguna de ellas, esto no es perceptible, pero para los ajenos, sí. Hay cientos de millones de hombres, por ejemplo, que no comen cerdo por considerarlo impuro, o que matarían antes a una persona que a una vaca.
No quiero elaborar sobre esto ninguna axiología y ni siquiera abrir opinión; tan solo señalo un hecho que, por ser tan común, escapa a muchos observadores.
Y como, en verdad, me gustan los enigmas, cuando el lector esté frente a estas páginas, una pequeña expedición de prospección, en busca de más trazas, relatos y tradiciones, conformada por jóvenes interesados de varios países de Europa y América estará en la selva del Gran Petén.
Allí hay guerrillas, pestes y alimañas ponzoñosas… pero allí también hay aventura y sed de verdad… motores que, para los filósofos son imprescindibles.
Si regresamos, como nos proponemos, escribiré otro artículo que contenga las novedades que hayamos podido lograr.
¡Deséanos suerte, amigo lector! La necesitaremos.
Jorge Ángel Livraga Rizzi
Créditos de las imágenes: Revista Nueva Acrópolis España
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