Sociedad

Sociedad de confort y teoría del riesgo

Delia Steinberg Guzmán: He elegido el día de hoy para presentar a nuestro conferenciante, el profesor Jorge Ángel Livraga, y he preferido hacer la charla de una manera un poco especial.

Para quienes estamos en Nueva Acrópolis desde hace un tiempo, nos es muy habitual conocer la faceta del profesor Livraga en sus clases; la faceta de aquel que enseña, de aquel que explica, de aquel que responde a nuestras preguntas y a nuestras inquietudes, y he pensado que sería interesante reproducir, aunque fuese en el breve espacio de una hora, esta faceta del profesor contestando preguntas o tratando de resolver las incógnitas que muchas veces como discípulos solemos plantearle.

En el tema de esta tarde, «Sociedad de confort y teoría del riesgo», hemos sintetizado toda una serie de ideas y enfoques que el profesor ha tratado de dar a los problemas del ser humano del mundo actual.

Quiero advertir, antes de comenzar, que lo que he preparado para hoy es una compilación de muchas preguntas que nos hemos hecho, no solo yo, sino estudiantes de Nueva Acrópolis y otras personas que concurren a nuestras charlas.

Dado que el título alude a una sociedad de confort y a una teoría o filosofía del riesgo, creo que, como buenos filósofos, sería prudente comenzar aclarando qué se entiende por sociedad de confort y hasta qué punto esto que hoy llamamos nosotros sociedad de confort es útil para el desarrollo humano.

Jorge Ángel Livraga: Es obvio que la sociedad de confort, o sea, la búsqueda de comodidades, de facilidades físicas y económicas, de buenas relaciones sociales, de orden político, etc., es algo tan viejo como la humanidad. Creo que el ser humano –ya provenga de aquellos que vivían dentro de una caverna y se manejaban con hachas de piedra o, según las tradiciones orientales y las tradiciones más antiguas, sea heredero de viejas civilizaciones, con lo cual sería mucho más antiguo de lo que creemos– siempre ha buscado un confort. Ha buscado estar rodeado de una serie de elementos que le permitan una cierta comodidad, un cierto asentamiento en su vida.

Creo que lo que hoy llamamos sociedad de confort es más bien un conjunto de exageraciones de esas necesidades naturales. Vamos a suponer que tengo una piedra en la mano y cada uno de vosotros también tenéis una. Si pongo ahora mi piedra aquí en el centro, tal vez nadie tropiece porque es una sola piedra; pero si cada uno pone la piedra que tiene en la mano, haremos un verdadero túmulo y nadie podrá pasar. Es decir, las búsquedas individuales de confort, cuando se suman bajo la forma de una sociedad de confort, son tan complejas, tan sólidas que nos aplastan. Esta sociedad de confort ya no utiliza los medios para su propia comodidad, sino que estos están utilizando al ser humano; cada vez más, los medios pesan sobre él, incluso a través de toda una nueva psicología de masas.

Voy a dar un ejemplo. Se lanza una campaña de publicidad con toda una psicología de la televisión en color. Obviamente, la televisión en color es más agradable o mejor que la televisión en blanco y negro, pero llega a haber tal presión del medio –movida lógicamente por aquellos que producen los aparatos de televisión en color– que nos llegan a convencer de que tener un aparato de televisión en color implica un estatus y que sin ese estatus no podemos ir adelante; nos llegan a convencer de que cómo vamos a poder vivir si no tenemos un aparato de televisión en color, nos llegan a convencer de que cómo vamos a poder vivir si no tenemos aire acondicionado… Sin embargo, nuestros abuelos, los grandes filósofos, artistas, políticos, dramaturgos, poetas que tanto admiramos, vivieron sin conocer la televisión ni el aire acondicionado. Ni Cervantes, ni Shakespeare tuvieron esas comodidades; no obstante, hicieron obras que todavía hoy elevan y ponen en pie a multitudes e inspiran la vida de muchos.

Quiero decir con esto que la sociedad de confort nos ha alienado, nos ha convencido de una falsa imprescindibilidad, de una necesidad exagerada de una serie de elementos físicos. Esta convicción ficticia nos está aplastando, nos está quitando la posibilidad individual de independencia; estamos siendo empujados por corrientes de opinión –a veces, de muy oscuros orígenes– que nos van quitando nuestra pequeña ración íntima de libertad. Yo no me refiero ahora a una libertad abstracta, sino a nuestra libertad individual y personal de poder usar lo que uno quiere usar y de poder vivir como uno quiere vivir.

A lo mejor me gusta un coche negro, pero como los coches negros son generalmente oficiales, y todos los que se venden son de color claro, es tanta la presión de esta sociedad de consumo que cuando voy a comprar el coche digo: «Deme ese de color crema». Supongamos, en otro aspecto del confort, que yo prefiero tomar una horchata cuando hace calor, pero a lo mejor en algunos ambientes queda muy mal pedir eso, y entonces uno se encuentra pidiendo un whisky con hielo sin que uno quiera realmente tomarlo; pero bueno, si todo el mundo lo pide, si eso es un estatus, si estamos en un buen ambiente, pues uno no va a pedir una manzanilla o una horchata… Así, se nos van quitando los pequeños trozos de libertad que son los fundamentos de la felicidad de la vida.

D.S.G. Yendo un poco más lejos, usted nos ha planteado algunas paradojas que crea este exceso de confort, nos ha puesto ejemplos –bien concretos, por cierto– de cómo estamos un poco atrapados por estas necesidades, no falsas, pero un poco exorbitantes. Pero, a veces, cabe preguntarse desde el punto de vista humano si el estar confortable, el estar bien, el sentirse cómodo es una cuestión simplemente material. ¿Podemos hablar tan solo de un confort material para los seres humanos?

J.A.L. Yo creo que no. Creo que el confort es una necesidad psicológica; no solamente física, sino psicosomática, o sea, psíquica y física. Pero es necesario diferenciar que hay también –y eso lo querría destacar– un confort que es espiritual; porque a veces por tener un confort físico y psicológico nos quedamos sin un confort espiritual. Un ejemplo típico es que, vamos a suponer, si queremos alquilar un piso para vivir, estamos tan imbuidos en el confort físico, estamos tan imbuidos en un confort, digamos, pedestre, que es normal hoy en día que lo primero en que nos fijemos es si este piso tiene una buena cocina o un buen dormitorio; sin embargo, es probable que también necesitemos un estudio donde poder leer o escuchar música, mas es lo otro lo que nos obnubila. Entonces, en nombre del confort físico perdemos el confort espiritual, la comodidad espiritual, que es mucho más sutil.

De ahí que este tipo de sociedad de confort, basado tan solo en elementos materiales y en las necesidades biológicas del cuerpo, nos va restando posibilidades de satisfacción para el alma, y creo que de alguna manera eso nos produce infelicidad.

D.S.G. Básicamente, usted nos expuso lo que piensa sobre lo que es confort y sobre los peligros o posibilidades que entraña. Pero el título de su charla tiene otra parte muy importante, tal vez menos hablada y menos conocida. Así que yo le pediría que nos explique qué es esto de la filosofía del riesgo, en qué consiste.

J.A.L. Todos los seres humanos que hicieron algo se arriesgaron; eso es evidente. Pensemos en un descubridor de tierras, como Colón o Núñez de Balboa; pensemos en inventores o exploradores, pensemos en caballeros o militares, pensemos en filósofos, en científicos, incluso en ciertas personas normales: todos los que han hecho algo han tenido que arriesgarse de alguna manera. Un viejo refrán de nuestros abuelos decía: «El que no arriesga, no gana». Hoy muchos dicen: «Sí, pero tampoco pierde». Pero una vida en la que no ganemos ni perdamos nada, ¿vale realmente la pena ser vivida? Todos necesitamos arriesgarnos para tener algo más. La teoría de vivir –más que teoría sería una hipótesis– nada más que en las cómodas circunstancias donde estamos nos va limitando terriblemente. Nosotros siempre necesitamos poder encarar empresas nuevas, elaborar una psicología de riesgo, ir hacia la aventura, ir siempre un poquito más allá. Eso es belleza, eso es expansión.

Si vemos un árbol en un paisaje, iremos más allá de ese árbol para ver qué otros horizontes podemos encontrar. Si tenemos una idea y puede ser plasmada, trataremos de plasmarla para ver en la práctica qué resultados da. Si creemos que una persona es interesante, atrevámonos a hablar con ella para ver si realmente es interesante; si no lo es, poco hemos perdido, y si lo es, podemos ganar una amistad, podemos abrir un conducto de comunicación con alguien que nos enseñe o que pueda aprender de nosotros.

Esta filosofía del riesgo o esta actitud del riesgo –que identifico mucho con nuestra propia actitud acropolitana– es una actitud de militancia interior, de tratar siempre de esforzarse en lo que estamos haciendo, de ver siempre un poquito más de lo que la comodidad nos aconseja. A lo mejor, la comodidad nos aconseja hacer algo a tamaño diez; pues se trataría de proponernos hacer once. El tratar de sobreexigirnos crea un riesgo, pero ese riesgo levanta en nosotros arquetipos de creación, ilumina nuevos horizontes, abre nuevos contactos y nos va renovando como de una manera alquímica, haciendo nacer dentro de nosotros un nuevo tipo de hombre, un nuevo tipo de mujer, es decir, una persona nueva capaz de encarar problemas y dar nuevas soluciones, capaz de escribir el poema que alguna vez soñó, capaz de componer la música que alguna vez creyó que podía componer, capaz de estrechar la mano de alguien que antes le intimidaba, capaz de recorrer un camino que parecía muy fatigoso, capaz de establecer contactos con gentes que antes creía que no los podía establecer, sin fijarse en la edad y en la condición; ser capaces de poder hacer algo siempre, en todo momento de nuestra vida.

Porque también querría señalar que en este materialismo circundante en el cual está inmersa esta sociedad de confort hay una serie de pautas que van limitando al ser humano, incluso en cuanto a su edad. Es común escuchar: «¿Será posible que Fulano de tal, que tiene cuarenta, cincuenta o sesenta años, se le ocurra hoy aprender inglés, aprender violín o aprender a esculpir?». Pero, ¿es que acaso aquello que en nosotros quiere aprender tiene edad?, ¿es que la edad es tan solo cuestión de canas?, ¿es que un hombre no puede tener cincuenta o sesenta años y querer aprender a tocar el violín?

Esa manera de encarar la vida de forma fresca es la forma filosófica de acción que proponemos. Es superar, dentro de nuestras posibilidades, de nuestras limitaciones físicas y psíquicas, lo que la gente piensa, superar las corrientes de opinión que pueda haber. Si se dice que a todo joven tiene que gustarle el fútbol o los toros –vamos a suponer–, y hay un joven que no le gusta ni lo uno ni lo otro, pues que no se sienta marginado, que no se sienta un monstruo de la naturaleza, pues seguro que le gusta alguna otra forma de expresión ya sea artística, deportiva o filosófica. Ese joven no se tiene que sentir marginado, debe tener esa capacidad de riesgo y de acción como para poder hacer aquello que esté en su corazón hacer.

Por eso es necesario reafirmar la necesidad de un neoindividualismo que no desprecie a la sociedad, que no desprecie al conjunto humano, a los demás individualismos, que también son válidos, pero que nos permita hacer lo que queramos hacer, en respeto y armonía con los demás. Pero, ¡cuidado!, pues en esto hay límites, es lógico. Querer destrozar una de estas estatuas no es un querer, eso es un instinto maligno. Estoy hablando de las cosas nobles y buenas, y que si se quiere hacer algo y con ello no se daña a nadie, no se rompe nada, ni se molesta a nadie, no es cuestión de que por un conformismo con el mundo circundante uno se esté inmolando constantemente. Porque la forma de envejecer no es que pasen los años; la forma de envejecer, queridos amigos, es la autoinmolación de los sueños, es la autoinmolación de las esperanzas; así se puede llegar a viejo siendo muy joven.

Necesitamos no inmolar nuestras esperanzas y nuestros sueños, sino tratar de realizarlos en el aquí y en el ahora, en toda nuestra posibilidad, no ofendiendo ni lastimando a nadie; pero no solamente respetando la libertad de los demás, sino también la propia, la que cada uno de nosotros tiene por naturaleza.

D.S.G. Después de su doble exposición sobre sociedad de confort y sobre filosofía del riesgo, cabe otra pregunta. Generalmente, consideramos estos dos aspectos como si fuesen opuestos y hasta llegamos a imaginar que confort excesivo y riesgo, filosóficamente hablando, son irreconciliables. ¿Son estos dos elementos realmente opuestos tal como parecen o hay una posibilidad de congeniar una dosis de confort y una dosis de riesgo?

J.A.L. Yo creo que sí, que es posible congeniar una dosis de confort y una dosis de riesgo. Tal como está formulada la pregunta se obtiene la respuesta, o sea, una dosis de confort y una dosis de riesgo. Pero es obvio que si solamente nos dedicamos al confort no va a haber riesgo, y si solamente nos dedicamos al riesgo no va a haber confort. Si solamente nos dedicamos al confort y nos quedamos sin riesgo, vamos a perder espiritualidad, creatividad y potencia interior, eso es obvio. Y si nos dedicamos únicamente al riesgo y nada al confort, tendremos una vida demasiado dura y ascética que muchos de nosotros no estamos preparados para sobrellevar.

Sería algo artificial en muchos de nosotros, una especie de vocación monástica mal entendida de la cual uno suele arrepentirse luego. Creo que hemos de tener discernimiento para poder distinguir aquello que es imprescindible en cuanto al confort y aquello que es imprescindible en cuanto al riesgo.

Ahora, es obvio que cada uno de nosotros tiene una medida de confort y de riesgo; puede que lo que tal vez sea confortable para mí no lo sea para vosotros, y lo que tal vez sea arriesgado para mí, no lo sea para todos vosotros. De ahí que en estas cosas es bueno no dogmatizar demasiado, sino dejarlas así libremente, y que planeen sobre la cabeza de todos para que cada cual coja de ellas la mejor visión y la mejor forma. También el Sol nos ilumina a todos, pero cada uno de nosotros recibimos de él aquello que necesitamos o que queremos ver. De ahí que hace falta un sano equilibrio entre el confort del cuerpo y el confort del alma. Todos necesitamos estar bien abrigados, necesitamos estar alimentados, tener medicinas cuando estamos enfermos, pero también todos necesitamos vida espiritual, un poco de mística, libros, música, en suma, el confort del alma. Efectivamente, el confort y el riesgo pueden convivir, siempre y cuando se administren por dosis.

D.S.G. No es muy difícil entender lo que usted plantea como teoría del riesgo porque todos, de alguna manera, nos hemos visto impelidos a arriesgarnos por algo que queremos. Pero ¿no cree usted que ese arriesgarse, ese lanzarse hacia «un poco más» entraña en el ser humano un sentido de inestabilidad? En ese constante caminar, en esa constante actitud de marcha, de movimiento, ¿no cabe el sentirse inseguro?

J.A.L. Sí cabe, obviamente, un sentido de inseguridad, pero yo creo, amigos, que el sentido de la inseguridad es un acicate y es un incentivo para seguir la marcha en nuestro camino.

Hay cosas que hacemos todos los días, por ejemplo, caminar; pero tal vez no nos hayamos puesto a estudiar –salvo para los que alguna vez estudiamos anatomía o medicina– cómo camina un hombre. Pues camina muy sencillamente: primero avanza una pierna y entra en un desequilibrio hacia adelante hasta que la apoya; luego, avanza la otra, crea otro desequilibrio hacia adelante hasta que la apoya; es decir, el hombre va caminando en base a desequilibrios. Si yo estuviese equilibrado no podría dar pasos. Para poder avanzar, para poder caminar tengo que desestabilizar el cuerpo, ir pasando por ciclos de desequilibrios y equilibrios, desequilibrios y equilibrios; pero ese desequilibrar el cuerpo hace que él mismo pueda caminar.

Creo que espiritualmente nos pasa lo mismo. Necesitamos de vez en cuando desequilibrarnos, o sea, arriesgarnos a algo, echarnos hacia adelante hasta lograr un punto de apoyo y luego otro y luego otro, naturalmente. Creo que ese desequilibrio es natural y va creando en nosotros el sentido de una marcha y nos va acostumbrando al desequilibrio, va creando un «equilibrio del desequilibrio», así como cuando vamos en bicicleta, sabemos perfectamente que tenemos que inclinarla cuando llega una curva, porque hay leyes del movimiento y de la inercia que hacen que esa bicicleta al inclinarla pueda dar la curva y no caernos. Son cosas que hacemos ya automáticamente, pero que si las observamos vamos a extraer cierto conocimiento de eso. Creo que el filósofo, observando la naturaleza, puede aprender muchas cosas más allá de los libros: viendo cómo funciona su propio cuerpo, viendo cómo se mueve toda la Naturaleza.

La Tierra misma se mueve y gira porque no está equilibrada. Uno de los misterios de la geometría de los cuerpos es la relación entre el diámetro y la circunferencia; existe una relación entre las líneas axiales y la esfera que nos permite saber de qué manera los cuerpos se mueven en el espacio; estos se mueven en el espacio porque no están en perfecto equilibrio. Nuestro organismo está constantemente asimilando y desasimilando elementos, y ese desequilibrio permite que viva. La vida es un constante desequilibrio; claro, es un desequilibrio que está equilibrado dentro de un gran plan de equilibrio.

Por ello, tendríamos que profundizar en la relación entre un desequilibrio y un equilibrio mayor dentro de un gran ciclo que abarcase todos los desequilibrios. Creo que el hombre puede vivir perfectamente con ese sentido del riesgo sin tener una mayor angustia; tal vez, con un poco de angustia, porque si no tenemos un poco de angustia de vez en cuando, si no tenemos un poco de alegría, un poco de satisfacción y otro poco de insatisfacción, ¿cómo vamos a seguir viviendo? No somos de piedra, no somos de madera; necesitamos tener a veces una insatisfacción para que nazca en nosotros cierta fuerza para hacer cosas nuevas, y necesitamos también tener un poco de satisfacción para afirmarnos en lo que hemos hecho.

D.S.G. ¿Podríamos, entonces, entender la filosofía del riesgo como un medio, y la armonía final precisamente como un fin; es decir, que el riesgo es tan solo una forma de caminar para llegar a algo?

J.A.L. El riesgo es una forma, es un método, porque, después de todo, ¿qué es lo que se arriesga?

D.S.G. A eso se refiere la siguiente pregunta. Humanamente, porque el problema de los seres humanos es cuando nos lanzamos a arriesgarnos, ¿qué es lo que podemos perder? Es tal vez una pregunta que han tratado todos los filósofos y que sería interesante refrescar. ¿Qué podemos humanamente arriesgar?

J.A.L. ¿Qué podemos arriesgar? Obviamente, no podemos arriesgar lo que no tenemos; arriesgamos lo que tenemos. Pero no arriesguemos tampoco todo lo que tenemos; hay que tener inteligencia en estas cuestiones, en este método. Perdonad que vuelva sobre un ejemplo anterior, pero creo que nos será útil a todos: si yo muevo la pierna, mi desequilibrio me lleva a un equilibrio, pero si yo la moviese muy rápido me estrellaría contra la señorita que tengo aquí enfrente, o sea, he de tener cuidado. Es un viejo adagio preguntarnos hasta dónde podemos estirar nuestra pierna o nuestro brazo. Y ahí está la inteligencia y el discernimiento: si yo sé el largo de mi brazo, sabré qué puedo hacer con él.

Cada uno tendría que empezar a conocerse a sí mismo y averiguar qué capacidad de riesgo tiene, y creo que la capacidad de riesgo se puede ejercitar, como el caminar. A un niño pequeño, cuando comienza a caminar, generalmente hay que prestarle ayuda y llevarlo de la mano. Ese niño pequeño no se levanta un día de la cuna y empieza a caminar, sino que empieza a vacilar. Se coge de los muebles, se agarra a nuestras manos, porque él todavía no puede medir exactamente ese desequilibrio que le permite caminar.

Lo mismo tenemos que hacer nosotros en estas cosas, hacer pequeños intentos. De ahí que yo creo que, si bien la filosofía es ingénita, una escuela de filosofía es útil; porque en la escuela de filosofía, al resumir una serie de experiencias de los grandes filósofos de la antigüedad que nos han precedido, aprendemos una serie de normas que nos indican dónde está el peligro. Como el niño pequeño que del brazo de la madre o del brazo del abuelo puede caminar mejor, así también nosotros, del brazo de Platón o del brazo de Sócrates o de Cristo o de Buda, podemos andar mejor; porque podemos apoyarnos en ellos, porque nos iluminan en muchas cosas, porque a veces con una sola frase nos soluciona problemas que teníamos dentro, nos aclara muchas cosas. De ahí que sea necesario el esfuerzo propio y también el saber en qué nos podemos apoyar para poder seguir esa marcha.

D.S.G. Siguiendo con este tema del mundo del riesgo, que es tremendamente apasionante, a veces nos encontramos con seres que arriesgan no solo lo que uno buenamente pueda observar, sino que notamos que arriesgan mucho, muchísimo. Nos asombran hasta tal punto que nos preguntamos si esa actitud del riesgo es un real heroísmo, si estamos francamente ante un ser excepcional o si es un escapismo psicológico al no poder encontrarse cómodo dentro de su mundo o al no gustar de nada de lo que le rodea y lanzarse a algo diferente para no atender así a los reclamos normales de todos los días.

J.A.L. Estoy inclinado a creer, desde nuestro punto de vista acropolitano –que yo llamaría un punto de vista espiritualmente positivo–, que en todo hombre que se arriesga existe una semilla de heroicidad; aun en los que corren riesgos más sencillos, aun en los que caminan por un cable en un circo para ganarse la vida. Esa gente podría trabajar en otra cosa con mucho menos riesgo, pero ¿por qué trabaja en ese circo?, ¿por qué está haciendo eso? De alguna forma, puede ser un escapismo psicológico o la búsqueda de autodestrucción que todos podemos tener y que es natural, pero más allá de eso existe, sin embargo, una búsqueda de nuestra propia porción de gloria. Todos necesitamos un poco de gloria.

Creo que sería interesante, sobre todo hoy, recrear en la juventud el culto a los héroes. Sé que en este momento de desmitificación esto puede parecer raro, pero me arriesgo a que caiga mal, me arriesgo a decir que yo creo en los héroes, me arriesgo a decir que yo me siento inclinado hacia los héroes, que yo creo que una humanidad sin héroes es una humanidad sin altura, sin volumen, sin peso, sin fuerza. Necesitamos actos heroicos, necesitamos imágenes heroicas.

Casualmente, el otro día me encontraba en Granada, y en una conversación que tenía con algunos de mis discípulos me contaba uno de ellos, que le había contado a su vez su abuelo, que un soldado había sido herido de muerte, creo que en la guerra de las Filipinas; desesperado, ya que no tenía ninguna posibilidad de salvación, pidió auxilio a una monja. Esta vino y le preguntó: «Hijo, ¿qué quieres?, ¿quieres un crucifijo?, ¿quieres confesarte?». Y el soldado le dijo: «No, hermana; por favor, me estoy muriendo, quiero un espejo». La monja le alcanzó el espejo y el soldado se lo puso enfrente; se volvió de un lado, luego del otro y se empezó a observar. La monja, muy curiosa, y sus compañeros de enfermedad que se encontraban allí, con un terrible calor cercano a unos cuarenta grados, le preguntaron qué estaba haciendo, mirándose en el espejo, a lo que respondió: «Es que quiero ver cómo muere un soldado español».

Ese joven español en aquellas lejanas tierras de Filipinas murió un día mirándose en el espejo con un poco de gloria y de orgullo interior. ¡Quiso ver cómo moría un soldado! Él tenía una idea heroica de la vida. Más allá de todas las ideologías y de todas las cosas, apreciemos su acto humano en cuanto a la superación de su propio cuerpo, de su propia angustia, de su dolor, de su miedo, de su juventud frustrada, para ver en sí cómo podría llegar a morir un hombre que estaba orgulloso de ser soldado.

Cuánto necesitaríamos todos nosotros hoy, amigos –y perdón que lo diga con tanta franqueza–, tener ese orgullo interior de pedir el día de la muerte un espejo para ver cómo muere un filósofo, para ver cómo muere un español. Cuando alguien tiene eso dentro, cuando le corre ese río por las venas, cuando le corre ese movimiento casi telúrico por dentro de los nervios, el hombre ya no es un hombre común, la mujer ya no es una mujer común; se van convirtiendo, se van transformando en esas pequeñas iluminaciones de tipo heroico.

Yo sé que hoy no está de moda hablar de los héroes, pero es también un poco de nuestra filosofía del riesgo hablar de lo que no está de moda.

D.S.G. ¿Usted cree, en este caso, que el riesgo podría activar en el ser humano ciertas facultades nuevas e insospechadas, no solo en el orden físico, si lo arriesgamos, sino que podría activar tal vez otros factores psicológicos o espirituales de otra índole, tal vez, como decía antes, insospechados para aquel que los va a poner en juego?

J.A.L. Sí. En alguna otra ocasión hemos hablado sobre los ideales del cuerpo y los ideales del alma y vimos de qué manera, a medida que transcurrió la historia y pasó el tiempo, la humanidad fue teniendo experiencias y logros diferentes. Es obvio que hoy tenemos logros técnicos y científicos que no tenían los egipcios o los antiguos hindúes, pero según las tradiciones y los libros, que es lo que podemos tener a mano, parece ser que esas gentes que vivían en el antiguo Egipto o algunos que vivían en la antigua India tenían ciertos poderes, que llamaríamos parapsicológicos y que hoy solamente los encontramos en los sanatorios psiquiátricos en casos muy extraños y aislados. Sin embargo, hubo cofradías, hubo grupos de gente que tenían ciertos poderes de tipo parapsicológico, ciertos poderes de intuición, ciertos poderes de recordar tal vez lo que podrían haber sido en vidas anteriores, o, antes de la muerte, ponerse en contacto con sus parientes fallecidos, el poder de comunicarse telepáticamente con un familiar o un amigo que estuviese a mucha distancia. Creo que eso se debía en gran parte a que esa gente vivía la psicología del riesgo, o sea, no estaba tan metida en el confort como estamos hoy.

Sabéis que la necesidad es la que va creando los instrumentos, es la necesidad la que nos va impulsando a hacer las cosas. Claro, si yo tengo un teléfono y me ocurre que tengo un ser querido que está enfermo y que está en América o en Francia o en cualquier parte, ¿qué hago? Es muy cómodo, voy al teléfono, marco un número y hablo con París –vamos a suponer– y le pregunto a mi discípulo que está enfermo: «Oye, ¿te sientes bien?». Me dice: «Sí, me siento bien». «Bueno, eso era todo. Adiós». Una vez resuelto eso, me quita la necesidad.

Pero el hombre de la antigüedad, que no tenía teléfono, que no podía marcar un número, acumulaba dentro de su conciencia una serie de necesidades, pues también querría saber cómo estaban sus seres queridos, pero para poder verlos tenía que hacer un viaje quizás de meses. Había entonces una concentración, una angustia, un enorme deseo de saber cosas de los seres queridos que le hacían desequilibrar su psique y llegar a contactar con la otra psique para saber cómo estaba su pariente a mil kilómetros de distancia. Hoy hemos perdido, casi todos nosotros, nuestras facultades de tipo parapsicológico. Y las hemos perdido porque gran parte del confort y la vida materialista nos ha quitado la posibilidad de saber eso. Creo que a medida que el hombre se vaya liberando de este sentido materialista y del culto al confort, irá recobrando paulatinamente ciertas facultades de tipo parapsicológico.

Claro, me podéis decir: «¿Y para qué queremos facultades parapsicológicas si tenemos el teléfono?, ¿para qué queremos facultades parapsicológicas si tenemos televisión?». Estáis en una gran verdad, pero os digo que cuando dependemos del teléfono, cuando dependemos de la televisión, se trata de dependencias de algo exterior, y una simple huelga de empleados de la compañía eléctrica me deja a mí sin teléfono y sin televisor; pero no hay huelga del alma que me impida contactar con mi ser querido de una manera telepática.

Por otra parte, también os diré que constatar los poderes que podríamos llamar parapsicológicos o espirituales nos va dando mucha fe en nosotros mismos, nos va dando fe en una cierta inmortalidad, en una cierta importancia espiritual; ya no nos sentimos simples objetos, tenemos la posibilidad de poder sentir o ver a través del espacio y del tiempo. Eso nos va afirmando y conformando una mentalidad de tipo místico que, aunque a lo mejor no vayamos a ninguna iglesia ni nos arrodillemos en ningún templo, nos otorga una seguridad interior de la existencia de Dios y de nuestra misma alma.

De ahí que creo que esos viejos pueblos y algunos grupos humanos poseían en parte estos poderes parapsicológicos porque precisamente la carencia de medios físicos y esta psicología del riesgo, de la expansión y del sobreesfuerzo los llevaba a poseerlos. Creo que todos los poseemos en potencia. Y no creo que los poderes parapsicológicos sean una enfermedad, sino que es una potencia que todos tenemos y que solamente podemos desarrollar en caso de real y verdadera necesidad.

D.S.G. ¿Podríamos desprender de todo lo que nos acaba de decir que la balanza confort-riesgo, por llamarla así, es cíclica? ¿Habría distintos momentos a lo largo de la historia en que pudiese imperar más una visión que la otra? Y en este caso, ¿podría usted ponernos incluso algún ejemplo, históricamente hablando, de alguna civilización que ha hecho del riesgo su filosofía de vida?

J.A.L. Yo creo que todo es cíclico, creo que todo va y viene, y lo difícil es encontrar un término medio. Tomad un péndulo, soltadlo, y vais a ver cómo pasa al otro lado, luego al otro, y así una y otra vez. Es difícil encontrar un justo medio; por eso es tan difícil ser justo. A veces es más fácil ser bueno o ser malo que ser justo. El sentido de la justicia, la verdadera bondad, la justicia espiritual, aquella que le puede dar a cada cual lo que le corresponde en un sentido de bondad y de inegoísmo, es lo más difícil para todos nosotros, pues generalmente oscilamos entre nuestras pasiones, necesidades y temores.

Creo que, a lo largo de la historia de la humanidad, ha habido momentos de mayor materialismo y otros de mayor espiritualidad. Obviamente, en una conversación como esta es muy difícil destacar exactamente cuáles fueron esos momentos y en qué condiciones se dieron. Incluso, ya no estamos en las épocas en que se estudiaba Historia en función de la cuenca del Mediterráneo; hoy sabemos perfectamente que ha habido muchas otras civilizaciones.

Si yo hablase de la Edad Media, tendríais derecho a preguntarme a qué “Edad Media” me refiero, porque puedo hablar de la Edad Media de la cuenca del Mediterráneo, de la del mundo islámico o de la de Chichén Itzá –en América, dentro de los mayas, que también tuvieron su Edad Media hasta que luego se levantaron con las civilizaciones del Mayapán–. Hay, entonces, varias formas de edad media según las civilizaciones. Considero que hubo momentos, dentro de la historia que nosotros conocemos, en que la filosofía del riesgo primó un poco más, o sea, momentos heroicos.

Si hablamos, por ejemplo, de la batalla de las Termópilas, ¿no es ese un momento heroico para aquel grupo de griegos –que no eran exactamente griegos tampoco, pero que vamos a llamarles griegos para que nos entendamos–, para aquellos espartanos, para aquellos trescientos lacedemonios que, con algunos ayudantes, se enfrentaron a casi un millón de persas? ¿No es verdad, acaso, que en Leónidas, en aquel viejo rey estaba el poder heroico del riesgo? Y él, con su riesgo, ¿no salvó de alguna manera la entonces civilización occidental permitiendo luego el nacimiento y la expansión de Alejandro? Pero se necesitó su heroísmo, se necesitó precisamente ese momento de riesgo y de fuerza.

Fijaos en Roma, por ejemplo, en la vieja civilización de Roma. En la época de César y Augusto, Roma es nueva, es joven, es arriesgada. Roma va a todas partes, trata de llevar su civilización y su cultura hasta todos los confines. Su idioma es todavía hoy la base de nuestras lenguas; su derecho es todavía hoy la base de nuestro derecho. Roma trató de llevar todo eso. Pero ¿qué es Roma en la época postconstantina, por ejemplo? Roma pierde su eficacia, pierde su sentido del riesgo, se pone a la defensiva; y entonces sí, para Alarico va a ser muy fácil llegar a ella, precisamente porque Roma se ha puesto a la defensiva y ha perdido su viejo sentido del riesgo, de marchar hacia adelante. Per aspera ad astra, «por lo áspero llegaremos a las estrellas», ya no se repetía esa vieja enseñanza de los estoicos.

Creo que hay momentos en la humanidad en los que prima el riesgo. Y nosotros, en la actualidad, ya desde hace siglos, en esta época postcartesiana, estamos viviendo aplastados por un materialismo que nos va quitando la capacidad de riesgo; poco a poco ese materialismo entra en nosotros y nos masifica. No queremos tener ese riesgo, poco a poco vamos evadiéndolo y nos vamos dejando invadir por sistemas.

Nunca voy a poder olvidar, en las lamentables veces que he tenido que ver accidentes en la ruta de mis viajes, sobre todo en Estados Unidos –cuando estuve allí por un tiempo–, la indiferencia de la gente que ve un accidente, o cuando ve a alguien que se cae al suelo. Lo ven, pero nadie le ayuda; no por maldad, sino porque saben que hay un sistema de ambulancias que le va a venir a buscar. Pero pensad que en ese creer que hay un sistema de ambulancias que va a venir a buscarle se deshumaniza completamente el hombre. Veámoslo fríamente. Salgamos un poco de la alienación. ¡Seamos por un instante seres humanos! Si alguien aquí en esta sala se cae al suelo, ¿qué es lo humano?, ¿qué es lo que nos sale del corazón? Acercarse a ver qué tiene y preguntar si hay un médico en la sala, pues hay que ser inteligentes. Pero ¿qué os parece una sociedad donde alguien se cae al suelo y todo el mundo sigue escuchando la conferencia y simplemente alguien llama a la ambulancia?, porque si alguien cayó al suelo, como hay médicos y hay ambulancias, esa no es nuestra cuestión. ¡Se ha llegado a una deshumanización completa!

De tanto leer en los periódicos desastres, cosas terribles, grandes fracasos, ya no nos importan. Leemos que en alguna parte del mundo se están matando por lo que sea, están sufriendo, y lo leemos tranquilamente mientras tomamos el café con nuestras galletas y comentamos con nuestra familia o con nuestros amigos: «Pues mira, en el país tal parece que entraron en combate de nuevo» o «mira qué terremoto, han muerto mil personas» de una manera completamente impersonal; porque si murió gente, para eso están las organizaciones de socorro internacional que les van a ayudar, y si hay guerra pues está la ONU que le irá a ayudar, o entrará Rusia o entrará Estados Unidos… ¿Cuál es nuestro problema? Nuestro problema es tomarnos nuestro café con leche y galletas.

Todo está pensado, todo está organizado, todo es una inmensa máquina que nos rodea. ¿Para qué preocuparnos?, ¿qué problema hay? Si alguien pide auxilio aquí al lado, nosotros no vamos a ir a socorrerle, ¡que le vaya a socorrer la policía, que para eso se les paga! Nosotros vamos a seguir con nuestra conferencia sobre la sociedad de confort y el riesgo, y cuanto más diremos: «¡Cómo grita! ¡A ver, alguno que llame por teléfono!». A lo mejor lo están estrangulando ahora mismo, pero se dice: «No, cuando llegue la policía, por favor».

Nos hemos acostumbrado de tal manera al automatismo que nos rodea, nos hemos acostumbrado a vivir dentro de una caja de reloj esperando que el cucú aparezca, que hemos perdido la capacidad de reacción, la capacidad de acción humana, de acción por amor. Eso es una gran pérdida que tal vez no nos puedan compensar ni nuestros aparatos eléctricos, ni nuestros aviones, ni nuestras grabadoras. Tal vez por eso, nosotros, que estamos en este momento histórico de una civilización tan rodeados de comodidades y de confort, a veces tenemos angustias y también a veces tenemos necesidad de indicar estas cosas.

Mirad cuando hacen declaraciones los gobiernos, ¿alguno de vosotros es tan inteligente como para entenderlos? No solo en España –porque este es un mal mundial– ya no se dice algo claro, de lo cual uno pueda decir “estoy de acuerdo” o “no estoy de acuerdo”. Pero hoy se dice todo sibilinamente, se dice que a los terroristas se los condena enérgicamente sin por eso restar en nada sus facultades, sus libertades… Pero estamos en un mundo en donde nada es concreto, en donde todo el mundo tiene miedo, nadie dice nada. Se habla de grupos no identificados que asaltan una cárcel, pero los grupos no identificados llevan unas pancartas de diez metros. Y se habla de presuntos asesinos, pero esas personas presuntamente asesinas llevan sobre sus espaldas decenas de muertos, aunque claro, son presuntos asesinos.

Urge entonces una renovación de los valores humanos que permita de nuevo que nos elevemos sobre nosotros mismos y sobre las tinieblas de mentiras e hipocresías del mundo materialista que nos rodea.

¡Urge volver a vivir la filosofía del riesgo!

 

Créditos de las imágenes: Sammie Chaffin

JC del Río

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