Su símbolo más conocido es el “Arca de Noé”, que navega sobre las aguas del diluvio conteniendo y resguardando todos los elementos necesarios para la restauración de un nuevo ciclo de vida en la Tierra. Simboliza así, tanto en la naturaleza material como en la espiritual, ese poder que hace que nada se pierda y todo pueda volver a nacer. De hecho, el arca se representa flotando sobre la superficie de las aguas (que simbolizan la materia primordial) y, al igual que el huevo del mundo (el primer germen de la vida), navega en el espacio como símbolo que representa la esperanza de un nuevo renacimiento.
R.Guénon ha descubierto sutiles analogías entre el Arca de Noé y el Arco Iris, destacando la importancia de su complementariedad, ya que el Arco Iris aparece por encima del Arca de Noé como garantía de la Nueva Alianza, el pacto hecho por Dios con el patriarca hebreo después del diluvio, y cuya señal visible es el arco iris. Se trata por eso de dos símbolos análogos, pero inversos y complementaros: el arco, en la parte superior, es signo del restablecimiento del orden preservado por el arca que, en la parte inferior, lo complementa en forma de nave como una media luna, dando lugar al círculo perfecto de la totalidad. Son dos mitades que simbolizan también el cielo y la tierra, la unidad del todo, un signo de esperanza y de cambio favorable a la evolución de todos los seres creados, cuyas semillas han quedado preservadas a buen recaudo en el arca, y expuesto a la vista de todos por la magnificencia y luminosidad del arco iris como signo de la promesa divina de no volver a inundar la tierra.
En un sentido biológico puede considerarse también el arca como una matriz o un corazón, ambos símbolos de eternidad. No olvidemos que el corazón era la única víscera que los egipcios dejaban en el interior de la momia como centro necesario al cuerpo para volver a encarnar, manteniendo así la rueda de la vida con su eterno y cíclico devenir.
En la mitología sudanesa hay una tradición en la que se cuenta que Nommo, uno de los dioses estelares provenientes de la estrella Sirio que vinieron a ayudar a la Humanidad en sus inicios, envió a los hombres al herrero primitivo que, descendiendo a través del Arco Iris, les trajo el Arca que contenía una pareja de todos los seres vivos, animales, vegetales y minerales, además del conocimiento de todas las técnicas necesarias para que los hombres aprendieran a sobrevivir por sí mismos: cultivar la tierra, construir poblados, etc. También hay relatos similares en las culturas mesopotámicas y babilónicas.
Clemente de Alejandría habla en los Stromata (6,11) de la construcción del arca de Noé: “hecha siguiendo las instrucciones divinas, según significaciones cargadas de sentido.” El arca medía 300 codos de longitud, 50 de anchura y 30 de altura, y terminaba en un solo codo que se afinaba más y más hacia arriba, de donde se deduce su significativa forma de pirámide, símbolo de la llama siempre ascendente de la evolución que, en su ansiedad de cielo, busca sus orígenes para volver a la totalidad de lo Uno.
En la tradición bíblica y cristiana, el arca de Noé es uno de los símbolos más ricos: simboliza el encargo que hizo Dios al patriarca hebreo de construir un espacio cerrado donde pudieran salvaguardarse las semillas de todas las formas de vida, una especie de santuario móvil que garantizara la posterior alianza de Dios con el pueblo elegido como representante de toda la humanidad.
Otro punto importante a tener en cuenta es que en el arca se conservan también todos los conocimientos sagrados. Acatando la orden divina, Noé preservó en el arca la historia de la humanidad con toda su sabiduría antediluviana, es decir, todas las tradiciones y conocimientos de las edades antiguas que constituían la trayectoria hasta entonces de nuestro caminar por este mundo. De ahí que el arca se considere también como un símbolo del “cofre del tesoro”, pues contenía no solo una pareja de todas las criaturas físicas manifestadas desde la creación, o sea, las semillas que deberían fructificar en la era siguiente, sino que también era el contenedor de todo el conjunto de conocimientos acumulados, de toda la sabiduría de la vida que habían ido atesorando los seres humanos hasta el momento de iniciarse el diluvio. Este destruye las formas, pero no el fondo ni la fuerza interior de las cosas creadas, por lo que –luego de su destrucción purificadora y regeneradora– hace posible la reencarnación de la vida en una nueva era para la humanidad.
Créditos de las imágenes: Elias Null
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