Este momento en la vida de Jesucristo es el que ha apresado Leonardo da Vinci en uno de los muros del refectorio de un convento dominicano, adjunto a la iglesia de Santa Maria delle Grazie, con su cúpula lombarda, obra esmerada del joven arquitecto Bramante. Corría el siglo XV en Italia.
Así como podemos admitir que el misterio del gótico nació en Francia alrededor del siglo XII, el misterio del Renacimiento lo hace en Italia del Norte hacia el siglo XV.
Y les llamamos «misterios» pues, si bien se pueden extraer antecedentes inmediatos que los justificarían de una manera lógica, estos no alcanzan a hacerlo de manera plena, y ambos fenómenos parecen explosiones culturales con sus secuencias civilizatorias. Cuesta al historiador aceptar tal concentración de luz espiritual y el tamaño metafísico de sus portadores.
Las respectivas sociedades que los engendran son, a su vez, conmovidas y modificadas profundamente por estas verdaderas «revoluciones espirituales».
Como un témpano de hielo bellamente tallado que guardase en sí las divinas proporciones del mundo clásico, así el Renacimiento rompe la superficie de las aguas de la Historia; emerge, flota en un mundo que le es ajeno, lo deslumbra, lo admira, lo sobrecoge y termina fundiéndose con él.
Contrariamente a la opinión generalizada, el Renacimiento no constituye una mera copia, sino que se inspira fuertemente en la Antigüedad y se desarrolla constreñido por su entorno, víctima de su circunstancia.
Luego de ese acontecer histórico que constituyeron las Cruzadas –la de los niños incluida–, la Iglesia, aunque conmovida por numerosas contradicciones y luchas entre los obispos, está en la cumbre de su poder y esplendor. Dueña de vastos territorios, ejércitos y flotas de guerra propios, tiene además preeminencia sobre muchos Estados soberanos, como comprobamos, ya que logró que don Juan de Austria fuese el Almirante supremo en la batalla de Lepanto, recurriendo a la bibliomancia como ardid para ello.
En el siglo XV recoge sus cosechas: moros y judíos han sido prácticamente extirpados de Europa; ha caído Constantinopla, otrora rival de Roma, y los Papas y obispos son dueños de la vida y de la muerte de todo ser viviente.
Dentro de esta concentración de poder surge el Renacimiento. No hay ocasión ni dinero para hacer arte si no se tiene el apoyo de la Iglesia o de algunos de los poderosos caudillos que se oponen y a la vez coquetean con ella. Arquitectos, pintores y escultores tienen que utilizar una máscara cristiana, según la moda de lo que se entendía entonces por ello, para realizar sus grandes obras. El clasicismo que los inspira se referirá casi siempre a temas bíblicos y solo se permitirán el sarcasmo, especialmente los pintores, de hacer aparecer a los profetas del II milenio a. C. con ropas de florentinos del siglo XVI, o a los soldados que custodian el sepulcro de Cristo con alabardas españolas de fines del XV.
Es en este marco en el que transcurre la existencia de Leonardo da Vinci, desde 1452 hasta su muerte en 1519.
La última cena es una pintura sobre muro, un fresco de 9,10 por 4,20 m. Desgraciadamente, la incontenible inventiva de Leonardo le hace despreciar las técnicas corrientes en la pintura de los frescos y crea otra basada en una capa de barniz previo que le dará más tiempo para meditar sus figuras, ya que, según testigos de la época, pasaba muchas horas silencioso e inmóvil ante la pared, sin dar trazo de carboncillo ni pincelada.
La humedad del lugar hizo que esta pintura extraordinaria presentase deterioros en menos de cien años de su ejecución. Es restaurada por primera vez en 1726, pero sufre numerosos daños entre 1800 y 1815, durante la ocupación francesa, pues junto a ella duerme y cocina la tropa. Varias veces fue, a partir de entonces, retocada, sometida a la aplicación del calor, barnizada, hasta que, en la Segunda Guerra Mundial, una bomba de los aliados acierta de pleno en la gran cámara que preside. Afortunadamente, las autoridades italianas la habían cubierto con una protección adecuada, compuesta por miles de sacos de arena. Aunque cae el techo y se derrumban trozos de otras paredes, la que sostiene La última cena, que también había sido reforzada por fuera, resiste; los daños, aunque irreparables, no son grandes. Desde 1953 hasta nuestros días está siendo restaurada muy cuidadosamente y hoy ya podemos apreciar los colores originales en su casi totalidad.
La obra fue encargada a Leonardo alrededor de 1495 y este tardó más de doce años en terminarla. Los bocetos previos son numerosísimos. Leonardo pretendió que cada uno de los apóstoles, que están sentados a los costados de una larga mesa, reflejase en sus respectivos rostros sus características psicológicas y astrológicas, teniendo al Cristo como figura central; toda la impresionante concepción geométrica nace de su ojo derecho.
Leonardo, como tantos renacentistas, perteneció a escuelas de Filosofía y Arte a la manera clásica, que entonces florecían en Italia, como los neoplatónicos, los neopitagóricos y los herméticos.
La última cena es un pretexto para representar una idea cosmogónica y a la vez humana que perpetuase los conceptos de Ludovico y del propio Leonardo. Este volcó en el fresco lo aprendido en el Tetrabiblos de Ptolomeo, en enseñanzas que hoy están perdidas, en Pitágoras, en los libros herméticos y en autores árabes.
Con el aporte y estudio de los llamados Códices Madrid, el número de libros de la biblioteca de Leonardo ascendía a ciento dieciséis volúmenes, seguramente utilizados, escritos o copiados por el genial artista. De ellos se deduce que fue iniciado en las ciencias ocultas, especialmente en astrología, alquimia y magia práctica. Arnaldo de Vilanova, Raimundo Lulio, Alberto Magno, los Libros Mágicos del templo de Salomón, textos sobre quiromancia, filósofos herméticos como Marsilio Ficino, tratados astrológicos de Guido Bonatti, Miguel Escoto, Cecco d’Ascoli, Regiomontano, Giovanni Sacrobosco, del árabe Abu Mashar y de Claudio Ptolomeo, han sido identificados con toda seguridad.
De sus manuscritos resulta que frecuentaba un Círculo Secreto de la Universidad de Pavía y mantenía correspondencia con varios ocultistas de su época, consultando a astrólogos como Cusano, Marliani, Rosate y otros.
En su Última cena, frente a una mesa sencilla, cubierta por un mantel recientemente desdoblado a juzgar por sus pliegues, se divisan los restos de una comida frugal, al parecer inacabada. Por las tres ventanas del fondo penetra la luz pálida del atardecer, y el entrevisto paisaje sugiere el propio que rodeaba la iglesia-convento de los dominicos.
Leonardo, siguiendo al astrólogo Claudio Ptolomeo, que describe un cielo dividido en doce regiones relacionadas cada tres con un elemento alquímico, coloca a los apóstoles en cuatro grupos de tres, perfectamente definidos. De tal manera se refiere al cuaternario y a la tríada. La luz, que se va amortiguando levemente de derecha a izquierda, nos da el sentido de la interpretación de la obra, coincidente con la famosa escritura «especular» que, según algunos testigos, trazaba con la mano izquierda. (¿Conocía Leonardo lo que solo desde los últimos decenios sabemos sobre escritura etrusca, cuya cultura estaba soterrada bajo sus pies, o debemos dar más crédito a documentos que lo harían el verdadero inventor, en Europa, de los caracteres metálicos independientes de la imprenta, cuya lectura, previa a la impresión, se hace en ese sentido? Tal vez nunca lo sabremos).
Así sobrepone, frente al cuadrilátero mágico, el Macrocosmos celeste del Zodíaco con el Microcosmos terrestre. Los relaciona mediante la perspectiva, aparentemente exagerada para tan humilde mesa, de los casetones del techo y los muros. Así, cada apóstol representa un signo del Zodíaco y su planeta regente, dejando para el Cristo, el «Padre que está en los Cielos», el Sol alrededor del cual giran los planetas (doctrina herética en ese momento), incluyendo al Sol astrológico que relaciona misteriosamente a Santiago el Mayor con el mismo Cristo o «Iluminado», según la raíz griega de esta palabra.
Tres signos-apóstoles corresponden al elemento Fuego: Aries, Leo y Sagitario. Tres, a la Tierra: Tauro, Virgo y Capricornio. Tres, al Aire: Géminis, Libra y Acuario. Tres, al Agua: Cáncer, Escorpio y Piscis. El Cristo central es a la vez lo mencionado y la Gran Obra cósmica-alquímica, y contiene, al manifestarse en la mesa-Tierra, a los doce en sí mismo, como síntesis de la Trinidad del Logos (12 = 1 +2 = 3).
CORRELACIONES:
SIMÓN. Con Aries, cuyas características fisonómicas se han acentuado al aparecer con una frente muy pronunciada, la barba en punta y el perfil en general. En Simón, la tipología astrológica está marcada por Marte en su actitud enérgica, ágil y brusco en sus movimientos. Este carácter impetuoso es confirmado hoy por las investigaciones históricas, ya que este personaje existió y murió en lucha, dirigiendo la guerrilla de una secta hebraica de Palestina, contra el Imperio Romano.
TADEO. Tiene de Tauro la fisonomía de un hombre lento y muy sólido; se le ve «macizo», de cabellera abundante, ya blanquecina, discutiendo fervorosamente con sus compañeros más cercanos. Tiene correspondencia cósmica con Venus.
MATEO. Tiene correspondencia analógica con Géminis, en su rapidez de movimientos sin perder la elegancia del cuerpo. Parece hablar de manera fácil y persuasiva. Sus brazos se extienden en la misma dirección, como gemelos. Lo rige Mercurio, que le da un aspecto juvenil e inteligente.
FELIPE. Es la primera persona de la segunda tríada y está relacionado con el signo de Cáncer, el cuarto signo del Zodíaco, que da paso de la primavera al verano. Se lo muestra ligeramente inclinado y sus manos representan la constelación del Cangrejo. La cabeza es esférica y el rostro tenso, con algunas características lunares, ya que Cáncer es gobernado, en cierta forma, por la Luna, el «planeta» que le corresponde.
SANTIAGO EL MAYOR. Viste ropas con reflejos áureos y tiene toda la majestad y la actitud del León, signo donde tiene su domicilio astrológico el Sol. Por eso su mítica marcha, después de muerto, de este a oeste, hasta la torre arqueológica de los santuarios neolíticos, celtas y romanos de Santiago de Compostela. Hoy sabemos que este lugar de España era visitado por caravanas de peregrinos, que iban hacia la Tumba o el Gran Muerto desde, por lo menos, principios del II milenio a. C. Físicamente, la figura tiene características apolíneas.
TOMÁS. Su cuerpo tiene analogías zodiacales con el signo de Virgo y su planeta regente, Mercurio. El signo que hace con la mano así lo sugiere.
JESUCRISTO. Aparece en el medio del cuadro, en analogía con el Sol, interno y externo, centro del sistema solar; asume características de ecuanimidad, belleza y potencias sobrehumanas. Al estirar sus brazos, configura un triángulo sobre la mesa cuadrilátera, resumiendo en sí los tres aspectos del Logos platónico. La imagen está circunscripta en el centro de un círculo cuyo radio imaginario tiene como punto fijo su ojo derecho (el orificio más espiritual del cuerpo humano). La circunferencia es el símbolo gráfico del Sol. La mano derecha, con la palma hacia arriba, y la izquierda, con la palma hacia abajo, significan la aceptación de su destino si es por Gracia de Dios. Acaba de pronunciar las fatales palabras y su mirada se pierde tristemente en un punto más allá de la mesa, llena de serena resignación y de tristeza por la fragilidad de los hombres.
JUAN. Relacionado con Libra, se ve la inclinación de la luz hacia el invierno. Tiene asimismo características venusinas y su propia cabeza, muy inclinada, nos muestra que un plato de la balanza se ha movido, esta vez hacia el lado izquierdo del observador, como un mal augurio.
JUDAS. Su mano izquierda hace la figura de un escorpión: Escorpio. Su voluntad tiene la agresividad de Marte, la nariz aquilina es como la de un ave rapaz y los ojos entrecerrados evaden las miradas, aunque su actitud general sea desafiante y deje caer disimuladamente la sal en la mesa, símbolo de desgracia. Su mano derecha, en la convulsión de la sorpresa, aprieta demasiado un pequeño bolso y escapan de él varias monedas. Pertenecen al pequeño tesoro recibido por denunciar a Jesús.
PEDRO. Es típico de Sagitario, dominado por Júpiter, señor de los dioses, por lo cual se le hará depositario de las llaves de la Iglesia terrestre y celeste. Leonardo lo coloca casi de pie y de perfil, simulando la constelación en el Zodíaco, en una explosión dinámica. Su mano derecha ha retrocedido como para manejar un arco, aferrando amenazante un cuchillo, mientras su otra mano se cierra sobre el hombro de Juan, «traspasando» a Judas.
ANDRÉS. Regido por Capricornio, encabeza el cuarto grupo que parece iniciar un movimiento de retroceso hacia la oscuridad del ángulo izquierdo. Las tres cabezas están de perfil y corresponden al invierno, donde todo se ve más oscuramente y con profundidad. Su planeta regente es Saturno.
SANTIAGO EL MENOR. Regido por Acuario, trata de alcanzar con su mano extendida el hombro de Pedro, para contener sus iras. Con la otra se sostiene en Andrés, que representa el estupor del pasado que no comprende lo que pasa. Él también está regido por Saturno, según el canon de Leonardo.
BARTOLOMÉ. Es el último personaje. Está regido por Piscis y por una forma de Sagitario. Se ha puesto de pie como para intervenir en lo que amenaza convertirse en una muy agria disputa, pero sus manos demuestran que no está decidido y que no pasará de ser un observador de las escenas.
La distribución gráfica de los nueve números fundamentales que rigen la composición espacial y geométrica demuestra que la cábala no era desconocida por Leonardo, ni tampoco la Enéada pitagórica. El profesor Mario Bussagli señala la dura y larga búsqueda que debe de haber supuesto para Leonardo lograr esta síntesis esotérica de varias disciplinas asociadas. Al respecto, se dice que para el rostro de Jesucristo tardó cerca de diez años haciendo cientos de bocetos. El profesor F. Berdini, nuestra principal fuente, cita el folio 157 r. del códice Windsor Anatomy, donde, desde hace siglos, se reconocen en las doce figuras las regiones astrológicas de la cosmografía de Ptolomeo.
En Anatomía venarum el propio Leonardo cita y relaciona el Macrocosmos con el Microcosmos y habla del Árbol de la Vida, que da forma a todas las cosas.
La sobrehumana capacidad de trabajo de Leonardo hizo que, mientras diseñaba esta obra maestra, realizase muchas otras de gran valía en todos los campos, sin desdeñar el desatascar las tuberías del palacio de su protector. En su jardín, escondido y cerrado bajo varias llaves, tenía Leonardo su laboratorio secreto, donde, según Merejkovski, trabajaba en máquinas de volar a la vez que en misteriosos injertos sobre árboles, para los que ya usaba agujas como las actuales, hipodérmicas a pistón, de cánula hueca.
La última cena de Leonardo tiene sus raíces en la más remota Antigüedad, en el culto a la mesa, sostén del alimento físico y espiritual. Es una obra para todos los tiempos, y tal vez uno de los más grandes resúmenes esotéricos, unido a una belleza sobrecogedora, de nuestra civilización occidental.
Jorge Ángel Livraga
Créditos de las imágenes: LuisEdyl , Revista Nueva Acrópolis
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En la primera triade platónica vemos a Ficino (De amore commentarium un convivium platonis), a Platón (Simposio) y un teólogo cristano. (Puede ser Agustín)
Ficino muestra que en Cristo se perfecciona el deseo de la belleza
En la segunda triade platónica leemos claramente: El amor es el deseo de la belleza que se perfecciona en Dios (el movimiento dialéctico final debe estar semi escondido)
En el tercer trio (no tríade) observamos la concordancia del mensaje cristiano y el pagano: No devolver mal por mal (Platón, Critón)
Es asombroso que más de 500 años después, Leonardo da Vinci continúe siendo una Esfinge enigmática, una caja de sorpresas y tesoros. Ya Prisciliano, un santo y martirizado por la misma Iglesia Católica en sus primeros siglos de vida, explicaba la relación de Cristo con el Sol y de los 12 Apóstoles con los Signos del Zodiaco.
El estudio que hace el autor fisiognómico de los rasgos de cada Apostol-Signo y de las tríadas ("conjunto de tres elementos especialmente vinculados entre sí") es también admirable. Una justa apreciación, penetrante y sin fantasías, no como por ejemplo el Código da Vinci, que independientemente del interés que pueda tener, alucina con burbujas de colores, al identificar al autor del Apocalipsis con Maria Magdalena.
Leonado Dan Vici el artista más enigmático de todos los tiempos... hombre sabio con una inteligencia que rebasa todos los cánones del ser humano y del tiempo y sus obras se han inmortalizado dejando un legado de valor incalculable para la posteridad...