Herodoto menciona la creencia de los egipcios en la reencarnación: Los egipcios son los primeros que han expuesto la doctrina de la inmortalidad del alma y el hecho de que, a la muerte del cuerpo material, esta se encarna en un nuevo cuerpo que está por nacer; pretenden que cuando el alma ha logrado recorrer el ciclo de los animales del mar, de la tierra y del aire, logra entrar al fin en un cuerpo humano, nacido o preparado para ella?[1]
En Egipto, la resurrección se simboliza por la rana, y por la Diosa Hekhet, que vive en el aire y en el agua: Es uno de los símbolos de la inmortalidad y del principio del agua. Los primitivos cristianos tenían en sus iglesias lámparas en forma de rana para denotar que el bautismo de agua conducía a la inmortalidad[2]. La inmortalidad está representada por la llama de la lámpara, que se vuelve cada vez más viva, según las enseñanzas de los egipcios, a través del pasaje por las fuentes de purificación. Ya sean de fuego, de aire o de agua, permiten una resurrección o nuevo nacimiento en un plano superior. Hekhet simboliza la capacidad del alma de renacer gracias a sus propias acciones en niveles superiores de la existencia.
Para Helena Blavatsky, la reencarnación es la doctrina del renacimiento. El símbolo de la reencarnación propiamente dicha es el escarabajo, Kheper, cuyo nombre significa devenir, hacerse, formar o construir de nuevo[3].
La aparición del escarabajo indica la transformación. En este aspecto, el escarabajo es el que otorga la facultad de revestirse de todas las formas que desea el muerto. Muchas veces vemos que una de las formas que desea el muerto es volver a la Tierra, lo que apunta hacia la reencarnación.
Las primeras cuatro fases de las transformaciones a partir de la desencarnación y de la presentación del alma en la Sala de la Balanza para su juicio, se resumen en la capacidad de volver a ser uno en conciencia. Por eso, el corazón siempre está relacionado con Kheper[4], el escarabajo, pues es el que tiene que devenir, es el ego personal de cada uno de nosotros, el que debe tornarse un servidor o un canal de los principios superiores, el que puede y debe convertirse en la morada del Ba.
Los egipcios creían, no solo que las almas podían renacer una segunda vez, sino que podían ser enviadas sobre la Tierra para redimirse de las faltas cometidas en sus precedentes encarnaciones, y también que podían reavivar los recuerdos de sus existencias anteriores.
«Estoy dotado de encarnaciones favorables» (Libro de los Muertos, CIX, 12). Este fragmento se refiere indudablemente a sus vidas anteriores. En la línea 14 el alma habla de sus cortas estadías (el devachan de los hindúes) en el horizonte oriental.
«He acabado con mis cortas estadías y he destruido el efecto de mis faltas» (Textos de las Pirámides, 919). Aquí el alma explica claramente que a través de sus precedentes encarnaciones, sus cortas estadías en la Tierra y las transformaciones que logró en el más allá, pudo purificarse completamente, y que el ciclo de las encarnaciones está clausurado y la actual llegada al horizonte oriental va a ser eterna. Entrará en el principio de la renovación de Re y anulará respecto a sí mismo los ciclos de renacimiento.
En los Misterios de Egipto, Jámblico conserva la enseñanza sobre la doctrina de la reencarnación egipcia[5]:
Dios primeramente ha hecho descender las almas para que luego vuelvan a Él. No hay diferencia entre el retorno y la bajada de las almas, pero en la misma manera que el génesis de todo lo que vemos depende de la esencia intelectual, así, en el orden de las almas, su liberación de la generación está en armonía con su inclinación hacia ella.
Maspero concluye: La inmortalidad de los egipcios era un morir y vivir perpetuo que el alma atravesaba guardando su propia identidad. Estas vicisitudes, el alma no las sufría únicamente después de la vida humana. Antes de nacer a este mundo había nacido y muerto en muchos otros mundos. La vida terrestre no es más que un devenir, Kheper, en el conjunto de los devenires, Kheper, que habían precedido y que seguirían. El alma había tenido una infinita duración antes de su nacimiento (en la Tierra) y tendrá una infinita duración después de su muerte. Si tuviera que resumir su condición de ser en una sola palabra, diría no que es inmortal, sino más bien eterna[6].
El Sol, que es el modelo del itinerario del alma, no pierde nunca su esencia. Simplemente, a través de sus transformaciones, da su energía vital a todo lo que vive en el cosmos en los planos visible e invisible. En cambio, el alma tiene que actualizar su esencia divina, que solo es virtual el día de su nacimiento, porque está más próxima a la sustancia que la porta que a una clara conciencia de su propia luz.
Muchos egiptólogos modernos, incapaces de percibir la metafísica egipcia, amalgamaron los dos ciclos en uno solo, y lo redujeron al simple aspecto material de las apariencias físicas del Sol. No comprendieron que para la mentalidad egipcia, el pensamiento o espíritu y la materia o sustancia no están nunca disociadas, aun en el plano más alto de la manifestación objetiva, porque para poder liberarse de esta dualidad hay que llegar al plano de Atum, es decir, saltar la barrera del arco de Nuth, que es el espejo de la manifestación. Nuth es el límite que marca el comienzo de la manifestación y lo separa del mundo pre-cósmico en su esencia absoluta.
Blavatsky rescata en su obra La Doctrina Secreta una de las claves esenciales de la filosofía esotérica, el concepto del hombre septenario, conformado por tres aspectos atemporales, que componen su ser espiritual superior, y cuatro temporales, concretos, que conforman la personalidad o máscara con la cual se viste el actor o ser durante su vida terrestre.
Según la teoría de la reencarnación, los principios que reencarnan son los superiores, y los cuatro inferiores o temporales se disuelven en los elementos constitutivos (tierra, agua, aire y fuego).
Blavatsky expone las analogías que existen entre la constitución septenaria inspirada en la filosofía hindú y la de los textos funerarios egipcios[7] (Textos de las Pirámides, Textos de los Sarcófagos y Libro de los Muertos).
Los tres principios superiores representan la voluntad-ley, el amor-sabiduría o principio de iluminación y la inteligencia o mente universal, y constituyen el Individuo inmortal o la mónada.
Los cuatro componentes de la personalidad temporal son el cuerpo físico, el vital, el afectivo y el intelectual o mental racional.
Por ego, Blavatsky entiende la conciencia en el hombre del Yo soy Yo. La filosofía esotérica enseña la existencia de dos egos en el hombre, el ego mortal o personal (el corazón Ab en Egipto, el aspecto de la mente sumergida en el plano del deseo-necesidad) y el ego superior, impersonal, individual e imperecedero (la mente-inteligencia, pura, capaz de percepción universal, el Ba egipcio, el Manas hindú)[8].
Pero Blavatsky aclara que no basta con liberar la mente-conciencia del deseo y la pasión, sino que hay que lograr su transfiguración en ego o alma espiritual, llegar a la iluminación de la inteligencia (Ba en Egipto, Manas en la India) por la luz de la sabiduría (Re en Egipto, Buddhi en la India).
La fusión del Ba corresponde a la transformación del ego superior o interno en ego espiritual, lo que provoca la iluminación o liberación, simbolizada por el Akh, cuerpo luminoso o de gloria. Blavatsky menciona entre los símbolos aún existentes en Egipto el Ba, figurado por un ave con cabeza humana que vuela hacia una momia, un cuerpo. El alma, Ba, que se une con su Sahu (el cuerpo glorificado del ego)[9].
Los egiptólogos no nos expresan más que una verdad a medias cuando al especular sobre el significado de ciertas inscripciones, afirman: el alma justificada, una vez llegada a cierto periodo de sus peregrinaciones (simplemente a la muerte del cuerpo físico), debe unirse a su cuerpo, para no separarse más de él. ¿Qué es ese así llamado cuerpo? ¿Puede ser la momia? Ciertamente no, porque el vacío cuerpo momificado jamás puede resucitar. Solo puede ser la vestidura eterna espiritual, el ego que nunca muere, antes al contrario, da inmortalidad a todo cuanto llega a unirse a él. La inteligencia liberada que torna de nuevo a su luminosa envoltura y otra vez se convierte en Daimon, como afirma el profesor Maspero, es el ego espiritual; el ego personal (el corazón, Ab o kama manas), es su rayo directo o alma inferior, lo que aspira a llegar a ser osirificado, es decir, a unirse con su Dios; y aquella parte del mismo que logrará hacerlo nunca más será separada de él, ni siquiera cuando este último ego se encarne una y otra vez, descendiendo periódicamente a la tierra en su peregrinación, en busca de nuevas experiencias y siguiendo los decretos del karma (destino)[10]. Este Dios es la parte superior de la mónada, el Sahu y el Akh, Atma-Buddhi.
Los egipcios creían que cuando el universo sale de su unidad primordial, se hace dual, y esta dualidad se reproduce en todas las dimensiones de la existencia. Para trascender cada plano o realidad, hay que superar las dualidades, obteniendo nuevas síntesis o uniones; y son estas uniones o impactos, que producen los diferentes egos o estados de conciencia del alma, las que les permitirán vivir o experimentar en nuevos planos del universo, cada vez más sutiles. La reintegración a la unidad no es automática, sino que se produce a partir de la capacidad de reunir dualidades cada vez más sutiles.
[1] Doctrina Secreta, Vol. 2. Helena P. Blavatsky. pp. 123.
[2] Glosario Teosófico. Helena P. Blavatsky. Ed. Kier. Pp. 260. Argentina, 1.977.
[3] Ídem. Pp. 646.
[4] El escarabajo puede portar el fénix, la cabeza del carnero y, para indicar la última transformación, el globo alado. Lo que el escarabajo porta es el plano de renacimiento al que va. Por eso algunos textos mencionan siete formas del escarabajo y su última transformación como Ra Harmakis. Blavatsky identifica este Ego eterno que renace como Harmakis u Horus con el Dios Sokar.
[5] Misterios de Egipto, Jámblico. Cap. 8. Trad. de Quillard. Pp. 175. París, 1.941.
[6] Maspero, Et. 1. pp. 23.
[7] La Doctrina Secreta, vol. IV, sección 11 f, Las siete almas de los egiptólogos, pp. 194.
[8] Glosario Teosófico, pp. 183.
[9] Ídem, pp. 646.
[10] Ídem, pp. 197.
Créditos de las imágenes: Jeremy Bezanger
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