Esoterismo

¿Por qué no recordamos nuestras anteriores reencarnaciones?

En Nueva Acrópolis ofrecemos una nueva visión de la Filosofía y del enfoque y contacto humano. Creemos que uno de los fenómenos que más nos aqueja en el momento actual es el de la deshumanización de las comunicaciones. Los seres humanos estamos separados los unos de los otros y tenemos elementos prefabricados con los cuales creemos poder suplir las necesidades que, por otra parte, al ser naturales, crean en nosotros una serie de contradicciones. Hace falta regresar al diálogo, a la conversación, al contacto directo más allá de las teorías abstrusas.

Podemos tocar cualquier tema por exótico que parezca –como puede ser este de la reencarnación– de una manera humanista, directa y sin necesidad de grandes tecnicismos ni tampoco de una lejanía tal que haga que vosotros y yo estemos como en dos dimensiones diferentes. Nosotros creemos que el hombre es filósofo naturalmente; nadie puede recibirse de filósofo; se nace siendo filósofo. Todos somos filósofos; nos preguntamos quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos. Lo que podemos hacer es recabar una serie de datos, de conocimientos que nos permiten canalizar nuestra inquietud, nuestra voluntad de conocimiento y de vivencia.

El tema de hoy, de por qué no recordamos nuestras encarnaciones anteriores, parecería implicar, de una manera casi dogmática, nuestra afirmación de que reencarnamos. Quiero deciros que esto que puede ser una certeza tal vez para mí y para muchos de los que me escuchan, no es, sin embargo, en nuestras sedes de Nueva Acrópolis, en ninguno de los 30 países, un dogma de fe. Lo nuestro es una filosofía y, por lo tanto, lo que hablamos es el fruto de una investigación, de una reflexión profunda, de un buceo en todas las fuentes históricas y no un argumento de fe.

Ante el problema de la vida y de la muerte, todos nos hemos preguntado alguna vez si es la primera vez que estamos en esta tierra, si hemos estado antes y si cabe la posibilidad de que volvamos a estar. Todo esto es fuente de reflexión para nosotros y hemos buscado en los antiguos filósofos, en los grandes pensadores, en aquellos que ejercitaron la búsqueda de la verdad a través de los siglos, cuáles eran sus opiniones, qué pensaban al respecto. Y hemos encontrado que prácticamente todas las religiones antiguas, todas las antiguas posiciones filosóficas, afirman el hecho de que todas las cosas son cíclicas, que la Naturaleza es cíclica, que se revierte sobre sí misma.

Ya mucho antes de la proclamación, tanto de las leyes de Lavoisier sobre la interacción de la energía y la materia, como la del espacio curvo por Einstein y del reencuentro de todas las cosas, los antiguos filósofos y sabios sabían ya y escribían sobre los ciclos en todas las cosas y la gran simbiosis cósmica, es decir, una relación entre las estrellas y los hombres, entre el entorno y el individuo. Esto tan moderno que llamamos ecología, había sido ya no solo descubierto, sino estudiado exhaustivamente por los antiguos pensadores. Podemos ver que, incluso en la arquitectura, tratan todos estos antiguos pueblos que esta no choque con el medio ambiente, sino que haya una suerte de continuidad entre este y la persona que va a habitarlo. Nosotros, de alguna manera, hemos quebrado esa armonía mediante nuestras formas y sistemas actuales de cultura y civilización.

Decía que todos los antiguos pueblos, –los de Mesopotamia, por ejemplo, los babilonios, los hurritas, anteriormente los sumerios, los hititas, etc.–, creían en la reencarnación de las almas. Los egipcios, místicos por naturaleza, también creían –según nos dice el “Libro de la Oculta Morada”– que las almas volvían a la Tierra; decían que, luego de un pasaje terrenal, iban estas almas a otra tierra más elevada que llamaron Amen-Ti, que en egipcio significa la tierra de Amón. Ti, el cuadrado mágico, es la tierra para los egipcios.

Los pueblos americanos, ya sea de Perú o de México –aunque nuestras informaciones son mucho más fragmentadas dada la falta de una literatura conocida– también creían que, de alguna manera, los hombres volvían otra vez, como se refiere en los mitos referentes a los habitantes de la luz del Sol que encontramos entre los aztecas. Los griegos también lo creían y aun los primitivos cristianos; en libros como Pistis-Sofía y Diálogos de Marción y de Eusebio, encontramos referencias a la posibilidad de regresar a la Tierra, y que el propio Jesucristo había sido, en épocas anteriores, uno de los grandes profetas bíblicos.

En Oriente, que es lo más conocido en la actualidad, la reencarnación era afirmada ya a través de los Vedas, a través del Mahabarata, especialmente en su parte central que es el Bhagavad-Gita; en el budismo a través del Evangelio de Asvagosha; en todos estos libros y tratados se habla sobre la reencarnación de las almas. Se nos dice que las almas vuelven a nacer de niños pequeños. Dicen, en Oriente, que somos seres “karmasa“, es decir, que vivimos en base al Karma, a esa famosa ley de causa y efecto y, por tanto, una acción cualquiera será la causa de otras acciones venideras y es efecto de otras anteriores. Para poder llegar a un estado de Dharma, o sea, a un estado de ley, tendríamos que hacer rectas acciones que estuvieran imbricadas directamente en la Naturaleza, de tal suerte que no provocásemos lo que ellos llaman “skandas“, semillas de vida, semillas de acción que nos trajesen nuevamente a la Tierra, lugar que todos los antiguos consideraban de sufrimiento, de purificación. Ninguno de los grandes filósofos antiguos ni de los grandes libros sagrados menciona la reencarnación como una bendición, sino más bien como una maldición que tendríamos los seres humanos. Según ellos, lo ideal es liberarse de la rueda –que en Oriente llaman Samsara–, llegar a no reencarnar más.

Sin embargo, nuestro materialismo, nuestro apego a la parte física y psicológica hace que el fondo del corazón, si lo pensamos seriamente, se estremezca pensando que podamos no seguir vivos después de la muerte, tal cual entendemos hoy el estar vivos, pues el entendimiento del ciclo vital depende de la altura de conciencia de cada uno de nosotros, y eso es íntimamente personal. Algunos creerán estar vivos cuando caminan, otros cuando ríen, otros cuando sueñan, otros cuando aman. Cada cual cree algo diferente y no podemos igualarnos de ninguna manera.

Una de las grandes fallas de nuestro sistema técnico actual de cultura y civilización es el haber querido igualar a todos los hombres, cuando somos completamente diferentes. El que estemos formados por una misma ciencia, el que podamos ser todos hijos de un mismo Dios, no quiere decir que seamos iguales. En esta sala hay cientos de personas que tienen todos rostros diferentes, estamos vestidos de manera diferente, pensamos de manera diferente. Ni afuera ni aquí hay quienes sean iguales, no tenemos réplicas en mundos paralelos; somos únicos y no repetibles. Tal vez el único valor que tengamos los pobres seres humanos, estos pequeñitos que estamos buscando la verdad de alguna manera, es ser únicos y no repetibles, pero el hecho de serlo, nos da una responsabilidad en nuestros actos ante la cual debemos responder. Si son actos individuales, ante nuestra conciencia; si son actos colectivos, ante la conciencia colectiva que llamamos Historia.

¿Por qué no nos acordamos de nuestras encarnaciones pasadas, si es que las hemos tenido? Yo creo, como muchos antiguos filósofos, mis ilustres antecesores, que sí hemos tenido otras encamaciones, que hemos vivido otras veces en este mundo y. que seguiremos viviendo otras veces aún.

Las ansias que tenemos cada uno de nosotros perduran, según las leyes científicas, aun las primitivas de Lavoisier, quien decía “nada se pierde, todo se transforma”. Si yo quiero ser pintor, por ejemplo, y en esta vida no puedo serlo, voy a tener que ser pintor en alguna parte, porque mi deseo no puede desaparecer en el espacio de ninguna manera.

Además, todos hemos nacido con aptitudes para algo. No vayamos al caso extremo de un Mozart que componía a los cinco años, ni al caso extremo de pintores que pintaban perfectamente cuando eran niños que apenas gateaban. Vayamos a los seres normales –por lo menos yo me considero una persona normal–, común y corriente; yo he nacido con aptitudes para unas cosas y con no-aptitudes para otras. Seguramente, mis aptitudes me vienen de experiencias anteriores. Si un hombre se sube a una avioneta e inmediatamente la hace arrancar, levanta y vuela perfectamente, es que alguna vez estuvo en una avioneta o en algo parecido. Muchos de nosotros no hemos encontrado gran dificultad en manejar elementos que, por primera vez, teníamos a mano en esta vida; y nos hemos sentido cómodos en situaciones que no habíamos experimentado en esta vida. ¿Por qué no pensar que esas experiencias las hemos tenido en encarnaciones anteriores? Si en otro planeta o acá, en otra dimensión o en esta son preguntas aún sin respuesta. Pero podríamos responder que es lógico pensar que las experiencias las hemos tenido en el mismo plano de conciencia y en la misma Tierra en donde estamos, pues de lo contrario, habría gran dificultad en el manejo de objetos que serían diferentes a los de otra dimensión.

Uno de los argumentos de los que suelen oponerse a esta teoría de la reencarnación de las almas es la pregunta de cómo es esto posible. En la época del Imperio Romano se calcula que la humanidad tan solo tenía entre 180 y 200 millones de habitantes; en la actualidad, la humanidad supera ampliamente los 3000 millones de habitantes. Debemos ver primero que lo que nosotros conocemos de nuestro pasado, lo llamamos historia; llamamos proto-historia a la parte parcialmente conocida y prehistoria a aquella parte que deducimos de nuestro pasado a través de una serie de objetos y restos. La antigüedad del hombre, hoy ya demostrada por una serie de estudios, es de varios millones de años y, sin embargo, aceptamos como historia prácticamente desde Herodoto para acá; tendríamos apenas unos 25 siglos de conocimiento de lo que es realmente historia; lo demás sería fragmentario. No sabemos cuántos millones de hombres pudo haber en continentes desaparecidos, por ejemplo, en la Atlántida; no sabemos cuántos habitantes pudo haber en otras formas culturales anteriores.

Por otra parte, ya en la Escuela de Crotona, Pitágoras y sus discípulos nos dijeron que el número de almas era fijo, invariable. ¿Cómo hacer coincidir esto con un crecimiento demográfico como el que tenemos ahora? Teniendo en cuenta que los antiguos habitantes del planeta podían gozar de una larga vida en esa especie de Amen-Ti o Devakán, como le llaman los hindúes, y una muy corta vida en la Tierra, mucho más corta que la que tenemos hoy, podemos ver, entonces, que se compensa porque hoy tendríamos muy corta vida en la parte celeste.

Según esta teoría, el gran problema del materialismo no es ni político ni social ni económico; es un problema cósmico con el cual estamos obligados a vivir y del que no nos podemos zafar casi, salvo un esfuerzo verdadero de nuestra conciencia, ya que los ciclos entre encarnación y encarnación se irían acortando cada vez más. Una persona que vivió en la época de Pericles en Grecia, luego pudo haber vivido en la época de Cristóbal Colón en Europa. Luego, empiezan a acortarse esas distancias, vive en la época de Napoleón, luego en la Guerra del 14 y luego en la Guerra del 39.

Este acortamiento del período celeste traería grandes dificultades para todos nosotros. Tal vez, el ver continuamente las cosas hace que no las notemos, que nos parezcan normales; pero si nos fijamos un poco, notaremos que, en un corto espacio de años, unos pocos decenios, los niños han dejado de comportarse como niños. Las personas aquí presentes, que tienen más de 30 o 40 años, sabrán que antes los niños éramos niños; jugábamos, teníamos nuestro mundo de niños y juguetes. Hoy un niño, desde muy pequeño, tiene ya problemas con el sexo, con el dinero, de convivencia con su familia, no acepta el mandato de sus padres, no juega, no quiere oír cuentos; quiere manejar máquinas, tener una vida de adulto. Generalmente, se culpa a la televisión, a los medios técnicos que les ofrecemos a los niños. Pero si los niños tuviesen interés realmente por su mundo de niños, no verían la televisión, así como hay gente que, cuando en el televisor pasan música clásica, se duerme: Es decir, que solamente nos toca aquello que nos interesa.

Uno de los fenómenos más extraordinarios que hemos registrado últimamente, hace menos de dos años, cuando se pasó la serie televisiva Holocausto, en Frankfurt, Alemania Occidental, que trataba del genocidio judío en los campos de concentración nazis, fue que niños de 3 y 4 años cogían ceniceros o cualquier cosa pesada, y los estrellaban contra el televisor. Muchos padres denunciaron este hecho y los médicos se hicieron cargo; miles de niños empezaron a participar activamente en lo que estaban viendo, luchando contra o a favor de las formas que veían en la televisión.

Vemos, entonces, que este fenómeno del acortamiento de la vida celeste está perjudicando la espiritualidad de los hombres, está haciéndonos ahondar, cada vez más, en un materialismo que nos va penetrando desde afuera en las formas sociopolíticas y desde adentro en las formas psicológicas y pseudo metafísicas.

Si las anteriores reencarnaciones están tan cercanas, tendríamos que acordarnos más todavía. Pero heredamos aptitudes, no heredamos memoria.

Voy a tratar de explicar un poco esto. Si yo le digo a una persona de edad media que nos cuente su vida, vais a ver cómo una persona de 30 o 40 años puede resumirla en 2 o 3 horas, porque no recordamos tampoco toda nuestra reencarnación actual; recordamos algunos momentos que nos han hecho impacto. Supongamos, siendo optimistas, que, a alguno de vosotros, le impacta lo que estamos conversando; de lo que ha vivido este mes, recordará esta conferencia, estas palabras y alguna otra cosa más. Si echáis la memoria atrás, hacia nuestra niñez o nuestra juventud, recordamos muy pocas cosas; parecen relámpagos o más bien diapositivas que estamos viendo. No tenemos, de lo que pasó, ni siquiera un recuerdo aproximado.

Lo que tenemos consciente realmente de toda esta encarnación es también muy poco. Sumemos a ello el gran materialismo imperante, la parte religiosa muchas veces contaminada con elementos que son ajenos a la religión misma. Pensemos que casi toda la educación que se da actualmente está basada en elementos materialistas, que estamos completamente abandonados, como animales, en lo referente a la vida y a la muerte,  porque no sabemos realmente qué nos va a pasar.

Es una cuestión de fe, algo bastante impreciso; los que creen en una religión determinada, las formas externas de esta religión ya no les satisfacen. Es muy difícil que una persona medianamente culta, como es el público que me está escuchando, crea que, al morir, va a ir a sentarse a una nube a tocar eternamente una lira o va a ir al infierno donde la van a estar pinchando los diablitos. Pensamos que pueden ser símbolos; pero de ninguna manera realidades.

Actitudes estáticas de un mundo totalmente sobrepasadas hoy ya no nos satisfacen. De ahí que estamos buscando, tratando de investigar cuál es la realidad y de qué manera podemos insertarnos en el río de la vida

Si estamos sumidos en la materia, aferrados a ella, no podemos recordar nada espiritual. De ahí que, para recordar las encarnaciones pasadas y tener conciencia de que hemos vivido y de que vamos a vivir, es decir, una conciencia de inmortalidad que rebase una simple fe, una simple esperanza, deberíamos, ante todo, conocer nuestra propia constitución interna y empezar a liberarnos de estos elementos poco a poco.

Como filósofo no estoy de acuerdo con los métodos violentos ni con los métodos fanáticos de las sectas que hoy existen, las sectas orientalistas que creen que porque uno se sienta en Padmasana –que significa “postura del loto”–, y se repite noventa y nueve veces la palabra Aum, se va a liberar. Si así fuese, yo pondría un gramófono cualquiera, haría repetir noventa y nueve veces la palabra Aum y entraría al Nirvana directamente. Tampoco creo que por un simple sistema alimenticio podamos liberarnos, porque si por el solo hecho de comer algunas verduras, entrásemos al Nirvana, todas las vacas y todos los herbívoros estarían gozando del Nirvana o Moksha, como dicen los tibetanos.

Obviamente, la cosa no está ni en lo que comemos ni en lo que repetimos ni en lo que hablamos; no está en nada externo. Está en algo interno, en una posición interior. Cuando nosotros queremos ver más horizonte, nos elevamos y, a medida que nos elevamos, vemos más horizonte, tenemos más amplitud de mira.

Lo que necesitamos entonces, es elevar nuestro punto de conciencia dentro de nuestra constitución, que es probablemente septenaria, que abarca la parte física, la parte vital, la parte psíquica, la parte mental –ya sea en lo concreto o en lo subjetivo–, la parte intuitiva y, por fin, la parte espiritual.

Hoy estamos descubriendo que nuestros abuelos no eran tan tontos cuando, antes de comer, antes de dormir, hacían una pequeña oración, y en muchos otros aspectos estamos volviendo a ciertas formas de comer que tenían ellos. Hemos descubierto que no hace tanto mal caminar un poquito; hemos descubierto que las relaciones humanas, si no están fundamentadas en el amor –que es la base de la familia–, no son dignas de ser vividas; hemos redescubierto una serie de elementos que son válidos.

Hoy nos encontramos frente a este problema: ¿por qué estamos tan abandonados desde el punto de vista metafísico? ¿Por qué no sabemos ni de dónde venimos ni a dónde vamos? ¿Por qué no recordamos nada de nuestro pasado antes de nuestro nacimiento? ¿Qué es esta especie de castigo de haber aparecido en el mundo como un pobre actor a quien le hubiesen empujado al escenario? Y allí, trastabillando, se encuentra frente a un público, vestido de pobre o de rico, según donde haya nacido; empieza a trabajar, conoce personas, le toma el gusto a estar vivo, a tener un cuerpo físico, y justo cuando le toma el gusto, parece que hubiera un tío diabólico que viene y lo aplasta como a un bicho.

No podemos aceptar una cosa así, no podemos aceptar una estupidez tan grande dado que en el Universo vemos que Dios o lo que sea –llamadle por el nombre que queráis– planeó las cosas y las pensó. Una “Inteligencia” tuvo que haberlas pensado porque, en este momento, esas plantas de jardín están emanando oxígeno para que nosotros respiremos y ellas aspiren el anhídrido que nosotros les lanzamos. Obviamente, está pensado por “alguien” que conoce perfectamente no solo las plantas y los hombres, sino la química y la mecánica de los gases. Ese que pensó todo eso, el que pensó las galaxias, las estrellas, la forma de nuestras manos, el que a un simple pato le dio una suerte de membrana entre sus dedos para poder apoyarse en el agua, el que les dio a las aves la posibilidad de extender las plumas como si fuesen alerones, ese ser supremo tuvo que haberlas diseñado para que armonizasen todas entre sí.

Por eso, aquella persona que cree en un ser superior y que es afecta a cosas elevadas, a lecturas más elevadas, va a notar –se lo garantizo– un fenómeno muy particular: que hoy mismo empieza a participar de una creación diferente. Dentro de sí mismo empieza a nacer una especie de nueva estética, de nueva ética; empieza a ser más armónico, a entender cosas que antes no entendía y empieza, posiblemente, a recordar cosas que antes no recordaba.

Para finalizar, según estos filósofos que afirman la posibilidad de la reencarnación, no recordamos las antiguas encarnaciones porque estamos viviendo demasiado intensamente esta encarnación. Debemos entonces recrear ese hombre nuevo dentro de cada uno de nosotros, no importa la edad ni la condición física. Lo que importa es la posibilidad de llegar a hacer lo que nunca hicimos, de volver a tener coraje y valor, de amar no solo la música, los versos y los amaneceres, sino tener poder de comunicárselo a alguien; la posibilidad de tener el valor de decirle a alguien estas cosas, de poder hablar, de tener amigos del alma, amigos platónicos como se decía en antiguas épocas.

Y en esa posibilidad de recreación, vendrán de nuevo los recuerdos. No quiero engañarlos; no todos los recuerdos son buenos; pero, sea como sea, aquellos que crean tener el valor de recordar, háganlo; tengan presente que no todo tiempo pasado fue mejor, ni todo tiempo futuro será mejor.

En general, el recordar es más bien una carga que una bendición, pero es una bendición en el sentido interior, que permite tener una seguridad sobre la inmortalidad del alma que no la dan los libros ni tampoco la fe exterior; es una bendición que permite vivir de tal manera que se pasa por este mundo como pasan los animales y las plantas; de manera natural y no angustiada; que permite llegar al espíritu de las cosas, a lo que han pensado otros hombres, que permite amar a unas personas de las que se ignora hasta el nombre o a personas a quienes ni conocemos el rostro; es un sentimiento de amor universal que no es debilidad. No estoy hablando del amor de los hippies, de “Paz y amor”; estoy hablando de un amor más fuerte, del que crea, del que levantó Nôtre Dame, el Partenón, el laberinto de Chavín.

Tampoco hablo del amor contemplativo espiritual que queda fijándose en lo que hacen los demás para aplaudir o criticar; hablo de un amor creativo, de una inteligencia luminosa, de una voluntad férrea que nos permita todos los días, en una secuencia inacabable, llegar hasta el fondo de nuestro corazón, conocernos a nosotros mismos –el viejo Nosce te ipsum–, que hace que, conociéndonos a nosotros mismos, conozcamos al Universo, las cosas naturales y la esencia misma de ese ser supremo, Dios o como lo queráis llamar.

Os invito, no solamente a escuchar estas conferencias de una manera teórica, sino a participar en la aventura espiritual que os estamos ofreciendo. Si no queréis hacerlo de esa manera, hacedlo de una manera individual, atreveos a escuchar buena música, a leer buenos libros a ir en contra de la corriente.

No somos tronco ni basura arrastrados por el lodo de una vida; debemos ser botes con remos y timón, debemos tener, en fin, una conducción para ir contra la corriente, porque, señores, el agua va siempre para abajo; la corriente nos está indicando, por oposición, cuál es el punto alto donde debemos llegar. Tengamos nostalgia de montañas, de altura, de aire puro más allá del barro de este mundo; tengamos esa gran vocación espiritual que no se mendigue, sino que se exija a sí misma y que exija a los demás y a la vida porque, amigos, tenemos derecho a conocer nuestra inmortalidad.

Somos Damas y Caballeros, somos seres humanos, tenemos derecho a serlo; no tenemos por qué vivir como los animales que desconocen de dónde vienen y a dónde van, y simplemente llenan la barriga y lamen sus cuerpos. Debemos ser seres humanos en toda la expresión de la palabra.

 

 

Créditos de las imágenes: BlueNote47Liner

JC del Río

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