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¿Podemos creer en los presagios?

Derivado del latín praesagium, esta palabra se refiere al conocimiento de las cosas futuras mediante señales o fenómenos visibles, o invisibles para las personas normales, pero siempre perceptibles y significativas para el que haya desarrollado el don de la profecía. Esta dádiva divina, o simplemente parapsicológica, acompaña la Historia de la Humanidad desde siempre.

El hombre, temeroso de los infortunios y sediento de felicidad, ha recurrido a los adivinos, los magos, los astrólogos, los “mediums”, para desvelar en algo su futuro individual y colectivo.

Aún en los finales del siglo XX, y a pesar del general escepticismo, los presagios y profecías siguen teniendo un enorme peso psicológico.

En mi último viaje a Francia, hace pocos meses pude constatar de qué manera preocupaba la visita del Papa a la ciudad de Lyon. La causa es una profecía de Nostradamus que dice: “El pontífice romano acérquese a la ciudad que riegan dos ríos. Tu sangre será allí escupida. La tuya y de los tuyos, cuando florezca la rosa”. Se da el caso de que la ciudad de Lyon está bañada por dos ríos, el Ródano y el Saona, y que en esta ciudad abundan las rosas. No faltó el que relacionase la mención de la flor, con la que enarbola el símbolo del Partido Socialista.

En los momentos en que escribo, finales del mes de septiembre, el séptimo sucesor del santo cura de la localidad de Ars ha manifestado que la profecía ya se ha cumplido y que Juan Pablo II no corre mayor peligro que el del terrorismo que asola Francia. El padre Thevenard se refiere a Pío VI, muerto de una infección pulmonar que le hacía esputar sangre, en 1799, en Valence, localidad cercana a Lyon y bañada por los dos ríos, y en una casona que tenía un famoso jardín de rosas.

El enigmático sabio francés al que conocemos como “Nostradamus” vivió entre los años 1503 y 1566. Su Centurie Astrologiche y otros escritos, algunos de los cuales hoy se consideran apócrifos, proyectan un conjunto de acontecimientos futuros a través de unos 550 años después de su muerte. Es tan oscura su versión, que los diferentes estudiosos no se han puesto de acuerdo prácticamente sobre nada de lo que dice; y así, unos lo tienen por un verdadero vidente que señala hechos inexorables, y otros, por un alucinado que hace juegos de palabras que, según se miren, pueden relacionarse con una persona u otra, de diferentes épocas. Pero, por lo general, si tomamos sus palabras literalmente y no las oscurecemos aún más con nuestros comentarios, se advierten una serie de descripciones verdaderamente proféticas, aunque de manera puntual y escasa.

Para los que se asombren de que un sacerdote cristiano y católico haga referencias a estas cosas como si creyese en ellas, quiero recordar que toda la historia de la Iglesia de Roma, y otras formas del Cristianismo, están llenas de citas de presagios, y que no pocos papas – como Silvestre II y Gregorio VII – dedicaron sus horas con admirable tesón a las Llamadas Ciencias Ocultas. Una sutil diferencia entre las “profeciu”, que vendrían de Dios, y los “presagios”, que serían inspirados por el diablo, los salvó a ellos y a otros muchos sacerdotes de las hogueras de la Inquisición.

La misma Biblia clasifica nueve formas de adivinación:

1) Meonen, como la nombra Moisés: es la astrología judiciaria o apotelesmática; ésta se practicaba por la inspección y observación de todos los astros y fenómenos de las nubes.

2) Menaschech, es decir, la augural, según la Vulgata y casi todos los intérpretes.

3) Mescasheph, esto es, los maleficios con prácticas o ceremonias ocultas y perniciosas, como indican la Vulgata y los Setenta.

4) Ithoberon, o lo que es lo mismo: los encantadores.

5) Los Oráculos, porque interrogaban a los espíritus Pythones.

6) Indeoni, el sortilegio y la magia.

7) Necromancia, o la evocación e interrogación que se hacía a los difuntos.

8) Rhabdomancia, por las varillas, de la cual habla Oseas, profeta menor.

9) Hepatoscopia, por la inspección o examen del hígado.

El fenómeno de una creencia muy extendida sobre estos asuntos se ha dado en las más altas culturas, desde la egipcia a la china y desde los etruscos a los mayas. Todos creían tener la posibilidad de conocer el futuro, y era tan firme esta creencia que, durante todo el Imperio Romano, más allá de su fragmentación en el Imperio de Occidente y el de Oriente, y aún en el Imperio Bizantino, estaba prohibido bajo pena de muerte hacer adivinaciones sobre el futuro de los emperadores.

Herodoto, el llamado “Padre de la Historia”, narra infinidad de casos, como el de aquel rey de Oriente que, habiéndole predicho los adivinos que moriría a causa de una carreta, prohibió que en su territorio circulase ninguna; murió en una revuelta de palacio, clavado en su trono por una espada… que llevaba en su empuñadura la figura de una carreta.

Estos y otros muchos ejemplos nos llevan a la reflexión que encabeza este artículo: ¿podemos creer en los presagios?

¿Es que el futuro ya está escrito y es inexorable? Y si así fuese, ¿qué verdad habría en el libre albedrío y en la libertad del hombre?

Trataremos de contestar estas preguntas desde el punto de vista filosófico.

Tanto las más antiguas enseñanzas como los actuales descubrimientos y teorías sobre la constitución del Universo nos señalan la existencia de una fuerza metafísica -equiparable a nuestro concepto de voluntad – que rige de manera inteligente todos los fenómenos y les da unas determinadas características a través de las leyes naturales, de manera que se hace evidente una finalidad que rebasa las propias estructuras mecánicas del Cosmos. Existe un camino para todas las cosas y un orden o disciplina preestablecida, pensada, que excluye toda posibilidad de casualidad y la reemplaza por la causalidad o relación armónica entre las causas y los efectos, que a su vez son causas de otros efectos posteriores.

Los grandes avances técnicos de nuestra civilización no se lograron contrariando estas leyes naturales, sino obedeciéndolas y utilizando los elementos según sus características naturales. Es bueno que dejemos esto bien claro. Un avión no levanta a cientos de personas a miles de metros de altura en contra de las leyes físicas de la Naturaleza, sino obedeciéndolas dócilmente y combinándolas entre sí de una manera predeterminada. Los inventores no “inventan” nada; simplemente descubren y aprovechan lo que antes era desconocido, pero no inexistente. Lo único nuevo puede ser la combinación de elementos que ya pre-existían en la Naturaleza de manera inteligente, a los que se les da una finalidad que llamamos “invento”.

La energía existía en el átomo desde el principio de los tiempos; los hombres, con sus investigaciones, aprendieron a liberarla -cosa que, por otra parte, ya se daba en la Naturaleza, sólo que con ritmos distintos, semejantes o iguales, en algún lugar y tiempo de la manifestación universal-. Es el entender y aplicar esta relación espacio-tiempo lo que permite al hombre la posibilidad de dirigir, según la propia senda natural, los fenómenos.

Estas observaciones nos ofrecen una doble posibilidad: la de un ordenamiento cósmico, y la capacidad humana de descubrir las leyes que lo rigen, sirviéndose de ellas en virtud de una voluntad propia que, ultérrimamente, es un aspecto de la voluntad cósmica; pues nada sale de la nada.

El concepto de creación ha sido otra vez concienciado como una revelación.

La constatación de un Universo armónico y en marcha nos da la percepción de un plan universal que tiene, por fuerza, que abarcar todo plan particular.

De esto podríamos deducir lo que los filósofos hindúes llamaron, hace miles de años, Sadhana, el sentido de la vida; y un Dharma, que es la ley que la rige; y el Karma, el conjunto de acciones y reacciones que en su seno se producen.

¿Cómo podríamos, entonces, mover un solo hilo de nuestro destino? Concibiendo lo que Platón llamaba obediencia a la naturaleza de las leyes universales, descubrimos que en esa obediencia también está implícita cierta libertad que ejercitaría en el hombre su capacidad de discernimiento y búsqueda de la verdad. La contradicción aparente entre obediencia y libertad, desde el punto de vista lógico, es una falacia; es decir: algo que tiene aspecto de realidad pero que no es real. El error se debe a que tendemos a trabajar con valores absolutos que no son sino relatividades, por firmes que parezcan en determinado momento. Todos nuestros conceptos de grande y pequeño, nuevo y viejo, cercano y lejano, son meras ilusiones nacidas de nuestro egocentrismo, ya que damos valor a las cosas según nuestro tamaño físico, la duración de nuestra vida o el lugar en el que estamos.

Y puesto que es evidente un camino en la marcha de todos los acontecimientos – cosa que legitimaría los presagios-, no podemos descartar que el hombre sabio, con sus previsiones, pueda, sin contrariar el flujo de la vida, sino navegando hábilmente en él, dar ciertas bordadas que, a menos que alguna fuerza superior desconocida o imprevista las altere, lo conducirán a una u otra orilla del río.

Lo que convierte en inexorables a los verdaderos presagios es nuestra propia falta de conocimiento, el programa inmovilista que nos hacemos de nuestra propia vida y, lo que es más importante, nuestra incapacidad de reacción ante los imprevistos.

Así, nos es imposible variar las cosas que ya están planeadas por el destino y determinadas por nuestro karma individual; pero sí podemos encarar las nuevas circunstancias con mayor o menor habilidad, en la búsqueda de una felicidad básica que nos corresponde a todos.

Sí… podemos creer en los presagios, pero también tenemos que creer en nosotros mismos y en la Gracia de Dios, que sabe, mejor que nadie, qué es lo que realmente conviene a nuestra alma y al destino del mundo.

Desechemos el miedo. Como diría el emperador-filósofo Marco Aurelio: ¿Qué le puede pasar al hombre que no sea propio del hombre?

Jorge Ángel Livraga Rizzi.
Publicado en Revista Nueva Acrópolis núm. 143. Madrid, Noviembre de 1986.

JC del Río

Ver comentarios

  • Realmente interesantes las explicaciones que hace el profesor Jorge Ángel Livraga sobre la predestinación y el libre albedría, sobre el Dharma y el Karma. Los conjuntos de profecías con los que trabaja Occidente han dado más de una sorpresa y han sido tenidos muy en cuenta, durante siglos por los políticos, estrategas y propagandistas. Sean las de Nostradamus, las de Malaquias o las excéntricas del Padre Antonio de vieira en su Historia del Futuro. Sorprendentes también las atribuidas al Papa Juan XXIII, y especialmente cuando habría dicho en 1935 que varios años después volverían los Siete Sabios Griegos y comenzarían a dar con impulso renovado y nuevas formas su mensaje a la Humanidad. Es fácil constatar que esta última profecía es cierta.

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