En su eterna búsqueda, volcada ahora hacia la vertiente científica, el Hombre ha redescubierto los llamados relojes biológicos. Se sospechó su existencia desde hace más de un siglo, cuando la ontogenia se relacionó con la filogenia.
Referirnos al tema desde un ángulo de visión estrictamente materialista entraría en contradicción con la realidad, pues en la formación fetal, las primeras diferenciaciones celulares –o sea, los primeros relojes que empiezan a funcionar independientemente– son las relativas al sistema nervioso alto y central. Si todos los relojes biológicos estuviesen ajustados de la misma manera, es evidente que todos moriríamos por vejez y falla de esos elementos, y no por otros más “nuevos”, como el estómago, las estructuras óseas o las vías respiratorias.
Cabe pensar, también, que las diferentes formas de vida desajustan ciertos relojes y eso puede ser cierto, puede ser verdad… pero no toda la verdad. Hermanos que han nacido de la misma pareja, en circunstancias casi idénticas, y se desarrollaron en el mismo ambiente, suelen ser física, psicológica y espiritualmente muy diferentes y presentar características de madurez biológica parcial o total propias de cada uno.
Lo único que podríamos mencionar como igual en todos los seres humanos es, precisamente, su desigualdad.
Dicen que Hipócrates, hace dos milenios y medio, tenía como principio fundamental el lema: “No existen enfermedades, sino enfermos”.
En verdad, existen las enfermedades y también ellas están regidas por un tipo de elemental o genio; pero sus manifestaciones, al ser aplicadas a personas diferentes, con karmas diferentes, no pueden ser iguales.
Así, salvo en los casos de grandes epidemias, en los cuales la fuerza de la enfermedad aplasta toda resistencia y abate a gran número de afectados, dando la sensación de igualar el “castigo”, no podemos afirmar que todos los humanos, y aun todas sus partes constitutivas, sean regidas por “tiempos” iguales o, mejor dicho, por “edades” iguales.
Habrá jóvenes de veinte años con el corazón ya viejo, o ancianos de setenta y cinco con este órgano en condiciones tales como si de una persona de treinta o cuarenta años se tratase.
Estas diferencias que señalan distintas edades de los órganos físicos, también se dan en planos más sutiles, como el vital, emocional y mental.
Aparte del grado de desarrollo del ego superior, que evidentemente cuenta, es visible la acción de estos relojes sobre nuestras emociones y pensamientos. La “madurez” que a veces apreciamos en un adolescente no es siempre efecto directo de su calidad egoica, sino de un manejo de las circunstancias externas e internas que no está acorde con sus pocos años, sino como si el doble o el triple tuviera.
Los relojes, o genios o elementales, que rigen el más o menos acelerado tiempo de cada uno de los componentes de nuestra personalidad, se reflejan de manera más evidente –en lo físico– en los sistemas simpático y parasimpático, así como el hormonal. Es maravilloso el mecanismo que rige el crecimiento, ya que si una persona, por ejemplo, creciese con el mismo ritmo con que lo hace en su primer año de vida, llegaría a un tamaño elefantiásico y a un peso de varias toneladas antes de los veinte años. Eso la aplastaría, le quebraría los huesos y le causaría la muerte, salvo que se mantuviese flotando en un medio líquido, como las ballenas.
Asimismo, el genio que rige el aparato hormonal va a dar capacidad de reproducción a una mujer o a un hombre a partir de cierta edad y se detendrá luego, cuando el esfuerzo de engendrar, sobre todo en el plano de lo energético, ponga en peligro la salud y la vida del cuerpo.
No descartaremos, entonces, que otros genios lo hagan también con nuestros órganos de expresión en los distintos planos.
La pregunta se hace evidente: ¿qué o quién rige a esos relojes, a esos genios? La respuesta sería demasiado larga para este artículo, pero en líneas generales podemos afirmar que es la madeja kármica la que lo hace. Y cuando nos referimos a la “madeja” es porque no sólo existe, como sabéis, un tipo de karma(1), sino muchos: desde el personal inmediato hasta el colectivo cósmico con sus influencias estelares y planetarias. Y de centros energéticos, los unos telúricos y los otros espaciales, pues así como los astros visibles influencian a nuestros cuerpos visibles de manera directa y a los demás indirectamente, los “dobles” de estos astros y otros que no tienen cuerpo físico, actúan sobre nuestros cuerpos sutiles e invisibles, y no puede descartarse su peso en los acontecimientos concretos.
Otra pregunta que surge impetuosamente es: frente a todo esto con su enorme fuerza y complejidad, ¿podemos hacer algo para ayudarnos a nosotros mismos y también a los demás? ¿Somos simples espectadores de un mecanismo que, por sutil que sea, no deja de tener características mecánicas, como si fuese una gran computadora programada hace millones de años y en la que los nuevos datos integrados afectan de manera insignificante al comportamiento general?
Es evidente que nos encontramos ante una forma de computadora ya programada desde hace millones de años que se va cargando de nuevos elementos y despojándose de otros constantemente.
Pero no debemos caer en el error, sugerido por los materialistas, de creer que todo lo que no es estrictamente humano es simplemente mecánico. Lo “mecánico” es tan solo un camino construido con mayor justicia y bondad por la Mente Universal, basándose en nuestras acciones y decisiones pasadas, buscando que superemos nuestras imperfecciones y dándonos la oportunidad, a través de la filosofía(2), de apreciar toda esta maravilla, lo cual es la mejor prueba de que Dios existe.
Sí, podemos hacer no algo, sino mucho, por ayudar a otros y a nosotros mismos en nuestra marcha vital hacia la realización. Para eso tenemos la voluntad, la chispa espiritual indestructible que es el hilo brillante que une nuestras efímeras encarnaciones.
Con nuestra mente ejercitada en la filosofía así entendida podemos, apenas nos decidamos seriamente a ello, dar más cuerda a los relojes que se están parando o ajustar el mecanismo de otros que se nos disparan, por ejemplo en ataques de pasión o ira.
Evidentemente nuestra posibilidad de modificación está limitada a nuestra propia jaula kármica y por nuestra propia debilidad para vencernos a nosotros mismos. Dejando de lado nuestros “contenedores” cósmicos, a los que no podemos acceder en nuestro actual momento evolutivo, y sobre los cuales es pérdida de tiempo dialogar, entra dentro de nuestras posibilidades inmediatas el llevar una vida física, psíquica y mental lo más natural posible y lo más descontaminada. Para abundar en claridad: no me refiero a hacer gimnasia o dejar de hacerla, usar azúcar o sacarina, convertir nuestro plano psíquico en un santuario o nuestra mente en un diamante impoluto; no. Me refiero a cosas más a nuestro alcance y que no respondan a modas ni a alienaciones pseudomísticas; simplemente: evitar intoxicarse física, psíquica y mentalmente. Como dirían los estoicos: “Nada en exceso”. Sólo eso. Y saber aceptar las bonanzas y las tormentas como hechos naturales.
Notas:
Créditos de las imágenes: Tumisu
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"Existen las enfermedades y también ellas están regidas por un tipo de elemental o genio". Es curiosa, y formidable esta afirmación. Recordemos a Apolonio de Tiana que lucha "mágicamente" contra el alma de la peste en Éfeso, que había asumido la aparente forma de un mendigo, pero que resultó luego ser una especie de extraño y monstruoso animal. O la anécdota atribuida a Platón, que enseña a una ciudad que le pidió ayuda, para combatir una peste que la asolaba, debían construir un altar con un volumen exactamente doble del que ya había. Después, la duplicación del cubo se convirtió en uno de los problemas de la matemática griega, y el llamado sarcófago de la pirámide de Queops resulta que es un paralelepípedo cuyo volumen externo es exactamente el doble del interno.