La aventura que representa conocer tierras lejanas siempre ha atraído al hombre, que se las ha ingeniado para dar cauce a esta inclinación, de una manera u otra. La Historia nos demuestra cómo en la raíz de muchos acontecimientos trascendentales que influyeron decisivamente en su curso, no estaba precisamente una sed de poder, o de imponer formas de vida, sino más bien ese carácter aventurero, amante del riesgo y de las experiencias fuertes, deseoso de someterse al desafío de las dificultades, a cambio de ensanchar el horizonte vital.
El gusto por la aventura se intensifica en los tiempos actuales, y, como en tiempos pasados los hombres medievales se lanzaban a los viajes y peregrinaciones, los de ahora optan por la simple motivación de visitar lugares de difícil acceso, conocer paisajes que solo unos pocos, también arriesgados y aventureros, conocen. Las agencias de viajes saben esto y cada vez se amplía la oferta para satisfacer ese anhelo de quienes ya se hartaron del turismo masivo y convencional.
Las brújulas de los nuevos aventureros parecen señalar, una vez más, hacia Oriente, quizá buscando un mundo que sea radicalmente diferente al nuestro, tal vez porque en Oriente se han venido guardando, desde hace milenios, secretos aún no descifrados sobre la realidad humana y los tesoros de la Naturaleza.
Se trata de llegar a Oriente, pero no de una manera fácil y rápida, aprovechando las ofertas de las compañías aéreas para las largas travesías transatlánticas, eso ya lo han hecho muchos turistas estereotipados. La aventura pide algo más de emoción, de riesgo, de inseguridad incluso. Y al intentarlo, se descubre que la fórmula estaba ya inventada: desde los tiempos del tercer milenio a.C., los viajeros la encontraron y le dieron un nombre mágico y legendario: la Ruta de la Seda.
Hasta hace muy poco tiempo solo se podía viajar con la imaginación, por ese antiguo entramado de caminos que comunicaba Oriente y Occidente. Las rutas comerciales trazaron otros recorridos, y los conflictos regionales y la falta de entendimiento entre los países llegaron a borrar caminos que hace siglos se recorrían con plena seguridad.
Por el momento no se pueden encontrar motivaciones económicas a la reapertura de las míticas rutas, más allá de un afán de comunicación entre los pueblos y de intercambio de culturas. Al parecer, en su origen, además de estos objetivos humanos, existieron intereses comerciales de intercambio de productos entre países muy distantes y exóticos. Aunque el comercio de la seda dio nombre a las rutas, en realidad la seda era apenas una de las mercancías que transportaban las caravanas. Por otra parte, casi nadie realizaba el viaje completo desde un extremo a otro de las rutas, y las diferentes etapas fueron marcando los diversos intermediarios, dando lugar al florecimiento de ciudades y pueblos enteros, que tuvieron su razón de ser en ese flujo de ideas, bienes y servicios, en torno a un intenso tráfico comercial.
El historiador inglés Dr. John Obert Voll ha establecido cinco etapas para descubrir el proceso histórico de las rutas de la seda. La primera etapa es el largo período de la Prehistoria. En este tiempo se dieron las migraciones de gentes que, en sus contactos ocasionales, realizaron intercambios de bienes, pero no llegaron a establecer esquemas estables de comercio. La segunda fase tiene lugar cuando surgen los primeros complejos urbanos y agrícolas. Es el momento de las grandes civilizaciones antiguas: Egipto, Mesopotamia, India y China, que se comenzaban a desarrollar en principio aisladamente. Poco a poco estas sociedades comienzan a establecer intercambios de productos y a su vez aparece un grupo de sociedades, al que algunos estudiosos denominan la Ecuméne, y que surge en torno a las comarcas que van a trazar las rutas de la seda. Este grupo de pueblos va a ir tomando más y más protagonismo, a medida que aumenta la importancia de los intercambios comerciales entre los principales destinatarios, al aumentar también la demanda de servicios a lo largo de los caminos.
Durante este período, China se abre formalmente al comercio de la seda, con la dinastía Han, conectando sus vías imperiales con las que ya existían en el Oriente Medio, llegando a convertir a Roma en su principal cliente.
La aparición del Islam y su extensión por todo el Oriente Medio marca la cuarta etapa en la historia de las rutas de la seda. Surgen nuevos imperios unificadores, como el mongol, aportando seguridad y fluidez a los largos trayectos comerciales, que conocieron días de esplendor que asombraron a viajeros occidentales, como Marco Polo o Ibn Battuta.
Sin embargo, hacia los siglos XV y XVI empiezan a tener mayor importancia las rutas marítimas, al mismo tiempo que se debilitan los imperios que controlaban el centro de las rutas de la seda, y finalmente, en el siglo pasado, cuando se abre el canal de Suez y se inventa el barco a vapor, las viejas rutas se fueron convirtiendo en objetivo de aventureros románticos, a medida que perdían su importancia comercial y económica.
El que llega a conocer las ciudades que aún siguen vivas a lo largo de sus milenarios trazados, aún percibe el exotismo de la variedad de razas, costumbres y productos comerciales. Y en sus mercados también encuentra la mística seda, a precios nada desdeñables.
La seda, ese invento chino que ha fascinado a las gentes desde los más remotos tiempos, ha jugado un papel muy interesante, hasta el punto de condicionar muchos acontecimientos históricos. A pesar de las fibras sintéticas y de la escasa pervivencia de las modas, nunca ha dejado de solicitarse el más suave de los tejidos y también el más duradero y bello. Ninguna fibra artificial ha conseguido imitar el trabajo lento y silencioso de unos gusanos artesanos.
Los chinos, que siempre han sido un pueblo cortés y agradecido, han rendido honores a un producto que tanta gloria y poder les ha deparado, atribuyendo su invención a una de las figuras más gloriosas y remotas de su historia: el emperador Huang Ti, que gobernó allá por la mitad del tercer milenio a.C. A este mítico personaje deben los chinos otro invento esencial: su propia escritura pictográfica. Y es que la escritura y la seda son sin duda las aportaciones más características de la civilización china.
Cuenta la leyenda que un día la Reina Xi Ling, esposa del sabio Emperador, se encontraba paseando por el jardín de palacio. Sucedió que al pasar bajo una morera, le cayó un pequeño capullo que estaba pegado a una de sus hojas. Más tarde, cuando estaba tomando una taza de té, inadvertidamente dejó caer el capullo en su humeante taza y, al sacarlo, vio con sorpresa cómo un finísimo y brillante hilo se empezaba a desenrollar.
Esto ocurría, según el mito, allá por el año 2500 a.C. En realidad, la existencia de la seda en la antigua China se ha podido documentar en el segundo milenio a.C., en los tiempos de la dinastía Shang, ya que se han encontrado huesos oraculares que contenían ideogramas para denominar seda, gusano de seda y capullo.
Se sabe también que en época de la dinastía Chou, que gobernó China desde el siglo XII al III a.C., ya la seda había alcanzado un papel decisivo en la economía del país y sus delicados y complejos métodos de cultivo y elaboración estaban plenamente establecidos.
A pesar de los avances registrados en la fabricación de tejidos, poco ha podido modificarse el proceso de la producción de la seda desde tiempos tan remotos. El gusano de seda, el protagonista, es la larva de una mosca pesada, que no sabe volar, llamada Bombyx mori, de la clase lepidóptero. Como sucede con otros tipos de gusanos, éste no existe en estado silvestre. Es probable que su preferencia exclusiva por el alimento que le proporciona la morera se deba a miles de años de domesticación e interferencia de la mano del hombre.
Realmente, el proceso de gusano y árbol está bien acompasado, hasta el punto de que los huevos se rompen y aparecen los gusanos precisamente cuando la morera empieza a mostrar sus primeras hojas. Cuando aparecen los brotes, los huevos son colocados en incubadoras durante diez días, abandonando su reposo tras un período que abarca de seis a diez meses. En 35 días alcanza una longitud de nueve centímetros, tras consumir veinte veces su propio peso en hojas de morera. Se calcula que se necesitan unos treinta árboles para producir un kilo de seda. Para que tejan sus capullos, los gusanos son trasladados a unas ramas de bambú. Cuatro glándulas en su cabeza segregan un doble filamento de una proteína líquida, la fibroína, que se solidifica en contacto con el aire. El hilo de seda forma el capullo oval en unos pocos días, siempre que las ramas de bambú estén secas y la temperatura sea templada, ya que los gusanos son muy sensibles a los ruidos, los cambios de temperatura y hasta los olores humanos. Algunos se dejarán para que las moscas pongan sus huevos y el resto de los capullos son hervidos en agua para matar al gusano.
A partir de este momento, el proceso consiste en ir desenrollando el hilo con peines especiales, plegándolo para conseguir mayor espesor. Se calcula que en un capullo hay enrollados unos 1.500 metros de filamento de seda, pero como éste es muy fino, se necesitan por lo menos nueve capullos para producir un hilo de seda que pese 14 gramos por sus 9.000 metros de longitud.
Cuando se habla de seda salvaje o cruda se debe a que no se ha eliminado del hilo una sustancia, la sericina, una proteína que protege el filamento. Bastará suavizarlo metiéndolo en una solución alcalina, en agua caliente, para que obtenga su preciado y suave tacto.
Este proceso de fabricación fue un secreto celosamente guardado durante siglos. Los romanos, por ejemplo, siempre creyeron que la seda era producida por un árbol, tal como cuenta Plinio el Viejo en su Historia Natural, en el siglo I a.C., si bien no consiguió hacerse con suficientes datos y su origen se mantuvieron en secreto durante siglos. Sólo Pausanias, historiador griego del siglo I, se acercó un poco a la verdad, diciendo que la seda era producida por un insecto. Hubo que esperar hasta el siglo IV para que se rompiera el monopolio chino de la producción de seda, gracias a la acción conjunta de los sasánidas, que controlaban Mesopotamia y Persia, y los bizantinos, que gobernaban el ya escindido Imperio Romano de Oriente. Unos y otros llegaron a nacionalizar y controlar los talleres donde se tejía y teñía la seda que llegaba en bruto desde la China, sosteniendo una verdadera guerra de precios. Faltaba conocer el secreto de su producción. La secta cristiana nestoriana fue protagonista de este hecho trascendental, al sufrir persecución por parte de la Iglesia Ortodoxa y buscar refugio en China y Asia Central. Y así, durante el reinado del Emperador bizantino Justiniano, en el siglo VI, los monjes nestorianos consiguieron hacer llegar a Constantinopla capullos de seda, que pronto aseguraron un proceso propio de fabricación, con lo cual se rompió el control que los persas sasánidas ejercían sobre el mercado, y ante los precios tan bajos de la seda bizantina, tuvieron que interrumpir el suministro de materia prima china. Los bizantinos consiguieron aliarse con los turcos, que acababan de irrumpir en las estepas y controlar las más importantes ciudades que eran paso de caravanas. Esta alianza tuvo como fruto la apertura de una nueva ruta hacia el norte del mar Caspio. El tiempo que duró este buen entendimiento con los turcos fue suficiente como para convertir a ciudades como Damasco, Beirut, Alepo, Tiro o Sidón en grandes centros productores de seda. Así permanecieron tras la llegada del Islam, abasteciendo la demanda europea durante toda la Edad Media.
Las rutas de la seda desempeñaron un papel fundamental para configurar pueblos enteros, etapas vitales de la historia del mundo. Volverlas a descubrir, ahora que parte de su significación ha perdido fuerza, es como hacer un viaje en el tiempo y descubrir las propias raíces de lo que llamamos civilización o cultura.
Gracias a su trabajo complejo, que comunicaba los pueblos de Europa con los de Asia, dos de las religiones más extendidas del mundo pudieron expandirse: el Budismo y el Islam enviaron sus misioneros, ya fuesen monjes mendicantes vestidos con túnicas de azafrán o píos mercaderes árabes. También los misioneros cristianos viajaron por ellas predicando. Un impresionante tráfico de ideas, concepciones de la vida y del arte, enriqueció durante siglos de manera recíproca a pueblos diferentes y lejanos en la distancia y en las costumbres. Algunas de las tecnologías más elementales y básicas, como por ejemplo, la fabricación del papel, o la imprenta, llegaron a Occidente a través de estos canales de comunicación. Muchos frutos y flores, como las granadas, las rosas y los crisantemos se trasplantaron también a los jardines del otro extremo del mundo.
El punto cenital de las rutas de la seda se encuentra hacia el siglo III d.C., cuando este entramado de vías y sus conexiones con las occidentales formaron el mayor conjunto de vías comerciales terrestres en el mundo: una distancia de 12.800 km. desde Cádiz, en la costa atlántica, hasta Shanghai, en el lejano Océano Pacífico. Otras vías secundarias comunicaban el norte de África, Arabia, Rusia y la India.
Los romanos no hicieron más que aprovechar trazados mucho más antiguos: el lapislázuli había viajado desde Afganistán hasta Súmer y Egipto desde hacía cinco mil años y las caravanas asirias transportaban estaño desde Anatolia hasta Mesopotamia en el segundo milenio y hacia el siglo V a.C., los persas habían construido una red de carreteras que comunicaban los lugares más apartados de su vasto imperio, que se extendía desde el río Indo hasta el mar Egeo. De igual forma que las autopistas modernas, las rutas de la seda trazaban circunvalaciones en torno a las grandes ciudades para evitar retrasos, y aunque una caravana de camellos necesitaba, por ejemplo, noventa días para recorrer los 2.500 kms. de la Ruta Real, desde Susa a Sardis, gracias a un eficaz sistema de postas, los mensajeros reales hacían el mismo trayecto en nueve días. Según Herodoto, nada detenía a estos correos en el cumplimiento de su misión, ni la nieve, ni la lluvia, ni el calor, ni el frío.
Si miramos un mapa, nos damos cuenta de que Europa en realidad no es más que una pequeña península que sobresale de la enorme masa que llamamos Asia. Fueron los griegos los que hicieron una convencional división, estableciendo el Bósforo como frontera natural, aunque la lengua que hablaban se había originado en las estepas, más allá del Caspio. Según el historiador inglés Paul Lunde, los hombres del Neolítico, que se trasladaban libremente desde las fronteras de China hasta las costas atlánticas de Europa, habrían encontrado esta división entre Europa y Asia absurda. El hecho de que los habitantes nómadas de las estepas, llamados indoeuropeos, consiguieran domesticar el caballo, fue algo que revolucionaría el curso de la Historia. Esto les hizo fuertes en la guerra y resistentes como para asumir su protagonismo, frente a los sedentarios egipcios o mesopotámicos.
Estos nómadas, a caballo por las estepas de Asia Central, son los antepasados, entre otros, de los griegos, romanos, persas, y muchos otros pueblos menos conocidos pero que iban a jugar un importante papel en la historia de las rutas de la seda.
Por su parte, los chinos siempre temieron a los hombres a caballo y tuvieron que aprender a sobrevivir utilizando sus mismas armas. Este miedo de los chinos por los que llamaban los bárbaros de Occidente les hizo construir su Gran Muralla, en tiempos de la dinastía King, en el siglo III a.C., desde Gansu a Manchuria, cubriendo una distancia de 2.400 kms.
La seda, que se abrió camino comercial a través de la inexpugnable muralla en época de la innovadora dinastía Han, les sirvió a los chinos para conseguir caballos de estos bárbaros esteparios que desde siempre estuvieron familiarizados con la seda, a la cual no asignaban ningún valor suntuario, sino que dicho tejido, por su peso ligero y resistencia, se adaptaba muy bien a sus duras condiciones de vida.
Uno de los más famosos nuevos ricos que produjo este tráfico comercial fue Creso, rey de Lidia, una de las colonias griegas de Asia Menor, donde hoy se encuentra Turquía. Estas colonias fueron las primeras en darse cuenta del significado que iba a tener económicamente ese tráfico de mercancías con Oriente.
La forma en que estas vías comerciales se iban abriendo ha sido recogida por los historiadores y tiene todas las características de los libros de aventuras. En concreto, fue la urgente necesidad de conseguir caballos, ante la inminencia de los ataques por parte de los hunos, lo que despertó, indirectamente, la necesidad de comunicarse con el exterior. El Emperador Wu envió un emisario, Zhang Qien, que debía establecer una alianza con otra tribu nómada frente a los hunos, en manos de los cuales el pobre emisario imperial cayó prisionero. Su difícil vuelta a la China, tras escaparse de los hunos, le permitió conocer la situación de los negocios comerciales en Asia Central, ya a su vuelta aconsejó al Emperador sobre la conveniencia de explotar la demanda que había hacia las armas de bien templado acero y la seda de China.
Cuando Zhang Qien pudo regresar a su tierra, de los cien hombres que inicialmente formaron la embajada, sólo quedaban dos. Sus relatos sobre tierras hasta entonces desconocidas al Occidente pusieron punto final a uno de los períodos más largos de aislamiento de China.
La demanda despertada en el mercado occidental por los productos chinos, como la seda y el acero, fue el factor desencadenante de toda una serie de intercambios comerciales entre los países de los dos extremos del mundo. Durante siglos, en Europa, Oriente significaba lujo, exotismo, especias, incienso. La riqueza de aquellos hábiles pueblos intermediarios, que supieron guardar sus privilegios y control económico, acuñó pronto una expresión, “lujo asiático”, por parte de los austeros europeos, que desde tiempos romanos hasta el Renacimiento, pasando por la Edad Media, no dejaron de solicitar para el consumo aquellos productos que venían de Oriente.
El Reino de Granada, durante la época de esplendor de los nazaritas, representó un enclave donde Oriente se unía a Occidente a través de los modos de vida, refinamiento, arte y estética. La seda fue también protagonista de aquel prestigio del que gozó el reino granadino entre los cristianos castellanos. En los bosques de morera de las Alpujarras se criaban los gusanos encargados de producir la codiciada seda, tejida por las hábiles manos de los artesanos musulmanes. Los grupos económicos venecianos tuvieron en Granada importantes sucursales precisamente al amparo de una floreciente industria que colocaba sus productos con facilidad en los reinos vecinos.
La expulsión de los moriscos puso punto final a esta importante fuente de riqueza. Las moreras fueron taladas y en los bancales alpujarreños se empezaron a cultivar los cereales y la vid, que es lo que sabían trabajar los nuevos pobladores manchegos y extremeños que se afincaron en la comarca.
Granada fue uno de los míticos nombres asociados al comercio de la seda en tiempos pasados, y aún posee la capacidad de evocación de un mundo oriental ya perdido; en general, las grandes ciudades de la ruta de la seda, las que están aún vivas, y las que quedaron reducidas a ruinas, sugieren todo un mundo de aventura y de leyenda. Los viajeros que llegan hasta ellas perciben la vigencia de sus funciones como intermediarias, pasos obligados, etapas forzosas de un largo viaje. Todavía hoy, son muy escasos los que realizan el viaje completo, de un extremo a otro de estas rutas, y de ellos nadie lo ha intentado solo, pues las dificultades de todo tipo con que se tropieza para atravesar territorios que pertenecen a distintos países, con climas diferentes, son enormes y complicadas para un turista solitario. Actualmente la mayor parte de los tramos del recorrido se realiza en tren, utilizando viejas locomotoras de vapor a gasóleo, a un ritmo no mucho más rápido que el de las antiguas caravanas de camellos.
La ciudad turca Kayseri, en Anatolia, es uno de los primeros nombres que surgen en el largo viaje hacia Oriente, con sus edificios fortificados destinados a albergar y proteger el descanso de las caravanas, llamados caravanserais con departamentos para caballos, camellos y habitaciones privadas, almacenes y salas de baños para los mercaderes. Cerca de Kayseri está la extraña ciudad subterránea de Capadocia, una inmensa roca, modelada por la erosión y los terremotos en un fantasmagórico conjunto de pináculos. En su interior, un laberinto de pasadizos horadados en la roca conforman toda una ciudad subterránea donde dicen que se albergaron comunidades cristianas a lo largo de siglos, guardando su fe de las persecuciones de los turcos.
Esta unión entre el pasado y el presente también se encuentra en otra ciudad turca, Erzurum, punto final de una de las rutas de la seda, abierta por los bizantinos para evitar los draconianos intermediarios persas. Hoy en día, los refugios para las caravanas en realidad albergan talleres de orfebres, pero los camioneros en ruta hacia Irán paran a descansar en Erzurum.
Tiblisi, ya en la república soviética de Georgia, es otra de las ciudades evocadoras, por el papel que desempeñó en las rutas de la seda. Según la leyenda, en esta zona, Jasón y los Argonautas encontraron el Vellocino de Oro, y Marco Polo se ocupó de describir la ciudad como un lugar donde había muchos talleres dedicados a tejer la seda, que llegaba a través de las estepas en tiempos del poderío mongol. Ahora es el petróleo, y no la seda, la fuente de riqueza de la región, en lo que fue el mayor yacimiento de petróleo del mundo hasta que se descubrieron los de Oriente Medio, y también el más antiguo, ya que se viene extrayendo de sus pozos desde el siglo V.
La divina Bukhara y la feliz Samarkanda son las ciudades míticas de Asia Central, al final de una de las rutas de la seda que llamaron la Ruta Dorada, por el color amarillo de sus arenas. Estas dos ciudades fueron además centros importantes de enseñanza y religión. Así se puede comprobar en sus edificios recubiertos con característicos azulejos azules, que sirvieron también de fortificaciones en tiempos de guerra.
En los bazares de Bukhara y Samarkanda no sólo se vendía la seda que dio nombre a las vías comerciales. Desde el este llegaban las caravanas transportando gemas y especias procedentes de la India, pieles de Siberia y porcelana y objetos lacados de China. Desde Occidente, cosméticos y perfumes procedentes de Egipto y de Arabia, marfil de África, ámbar del Báltico, cristal de Siria y plata y oro de Constantinopla y Roma.
Actualmente la seda ha desaparecido de los mercados de Bukhara y ha sido sustituida por tejidos sintéticos de colores chillones. Sus mezquitas, que fueron tan numerosas que un creyente podía orar en una diferente cada día del año, también se han esfumado en su mayor parte. Ya no es el comercio su fuente de riqueza, sino el turismo y los depósitos de gas natural que se encuentran cerca. Ya no se regatea en sus mercados, pues los precios son establecidos por el Estado y son fijos.
En cuanto a Samarkanda, su suerte ha sido también triste, después de haber vivido momentos esplendorosos cuando Tamerlán la convirtió en el centro de su Imperio en el siglo XIV. Desde que el comercio entre el este y el oeste entró en crisis fue paulatinamente abandonada.
Al instalarse en el siglo pasado el ferrocarril volvió a recobrar algo de vida, una vida lánguida entre los restos de esplendores pasados, cuando el nieto de Tamerlán, Ulug Beg, localizó la posición de unas mil estrellas, utilizando un enorme sextante y sin la ayuda de telescopio alguno.
En el año 121 a.C., los chinos pudieron expulsar a los hunos hacia el norte y en el año 106, una vez alcanzada la paz, la primera caravana comercial china llegaba a tierra de los partos, que junto a los persas sasánidas controlaron el comercio durante los ochocientos años siguientes. A principios del siglo VIII, y más concretamente en el año 705, el general árabe Qutaiba Ibn Muslim iniciaba su marcha hacia Asia, consiguiendo apoderarse de las ciudades de Bukhara y Samarkanda, y cruzando la cadena montañosa Tian Shan, llegó a amenazar a la misma China. Aquí es donde la leyenda nos ofrece un modelo de diplomacia y habilidad para evitar un conflicto, que bien podría ser aprovechado en estos tiempo en que las guerras devastan tantos territorios que rodean las rutas de la seda.
Cuenta la leyenda que cuando el gobernador chino de la provincia de Kashgar tuvo noticias del avance árabe y de que Qutaiba había jurado tomar posesión de la tierra china, su riqueza y su pueblo, le envió un saco lleno de tierra, un puñado de monedas chinas y cuatro príncipes prisioneros, ofreciendo así al general árabe una victoria simbólica.
La penetración árabe en territorio chino se produjo en el año 751 con su victoria en la batalla de Talas: los mercaderes árabes establecieron pronto contacto directo con China por tierra y mar, fortaleciendo el abastecimiento de Bagdad como la principal ciudad comercial de Oriente Medio.
Una cadena montañosa de unos 6.000 metros de altura y 3.000 km. de longitud se extiende desde el territorio soviético de Asia Central hasta el Turquestán chino. Los esforzados comerciantes, que tenían que cruzar este tramo norte de las rutas de la seda, tenían que elegir entre atravesar las montañas o bien adentrarse por las mesetas del Pamir, Karakoram y Kunlum, donde la marcha se hacía tan dura que a veces tenían que cargar los hombres con los bultos para aliviar a las bestias afectadas por el mal de altura. Sin embargo, como estas estepas solían ser escenario de guerras frecuentes, no tenían más remedio que decidirse por el recorrido montañero.
El Turquestán chino, ahora denominado región autónoma de Xinjiang Uygur, es una zona de estepa y montaña de vientos helados, donde todavía los descendientes de las tropas de Gengis Kan, los Kazaks, realizan competiciones a caballo y juegos como el ulak tartish, de remotos orígenes.
Kashgar es el nombre mítico de la ciudad que, en esta parte del mundo, se encarga de evocar pasados esplendores de la ruta de la seda, rodeada por tres de sus lados por una de las cordilleras más altas del mundo y por el desierto. En Kashgar descansaban las caravanas de una de las etapas más duras de su viaje: tener que atravesar las heladas alturas del techo del mundo y las áridas extensiones del desierto de Taklamakan, cuyo nombre significa en turco el que entra nunca regresa.
Este desierto tiene una extensión de unos 1.000 km. de este a oeste, por unos 400 km. de norte a sur. Sus dunas, que alcanzan una altura de unos 100 metros, se han tragado caravanas enteras, ejércitos y ciudades. Los antiguos chinos decían que estaba habitado por demonios y espíritus, y los chinos actuales lo utilizan para probar sus armas nucleares. Las rutas de la seda bordean el desierto llegando una a Kashgar y la otra, siguiendo el borde de las montañas de Karakoram, hasta el oasis de Yarkand.
Hoy día, mejores comunicaciones ponen a la mítica ciudad del espionaje entre chinos, rusos y británicos, más al alcance del viajero, que se encuentra con una ciudad despojada de su antiguo exotismo. Sin embargo, una vez a la semana, los domingos, se abre un mercado que es de los más antiguos y extensos de Asia Central y miles de personas acuden desde los aislados y lejanos poblados a comprar y vender pieles de zorro, ropas, alfombras kirgiz, sacos de grano, e incluso bicicletas.
La ciudad china de Xian es la etapa final del largo viaje siguiendo las rutas de la seda, tal como se hizo durante más de mil años. La ciudad de la Eterna Paz, que eso significa su nombre, fue una de las más importantes del mundo. Una idea del efecto que tuvo en ello la repercusión del floreciente comercio de la seda nos la da el hecho de que en el siglo VII alcanzase una población de dos millones de habitantes, muchos de ellos descendientes de aquellos atrevidos comerciantes que a lo largo de siglos realizaron la hazaña de trazar las rutas de la seda. Oriente y Occidente, tantas veces ignorándose o en fricción, se pusieron en comunicación gracias a ellas y se enamoraron durante muchos siglos, enriqueciéndose mutuamente.
Créditos de las imágenes: Runehelmet
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