El tema de la vida después de la muerte ha generado un nuevo movimiento de investigación, tanto en Europa como en los EE.UU., y no solamente ha planteado preguntas nuevas, sino que además ha vuelto a la actualidad preguntas viejas. Hay algunas que subyacen más allá de toda posición filosófica, religiosa o metafísica: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿adónde voy? Cada uno de nosotros, de alguna manera, aparte de nuestras creencias, aparte de lo que sepamos, o de lo que creamos saber, nos enfrentamos a una forma de lucha interna, de encuentro entre entidades antagónicas. Por un lado nos sentimos espirituales, nos parece que somos algo que está completamente fuera de este mundo, que estamos como de visita, que solamente tendríamos que vivir para la música, para la poesía, o como decían las viejas óperas italianas: «Vissi d´arte, vissi d´amore».
Es evidente que esas tendencias dependen de la cultura, del estudio, de lo que hayamos meditado sobre el tema, de que estemos más o menos liberados de estos elementos antagónicos; pero, por lo general, a todos nosotros nos afecta la presencia de la muerte en los seres queridos o la posibilidad de la propia muerte.
Aunque tal vez en teoría hubiésemos superado ese temor a la muerte, es obvio que este –lo que llaman algunos filósofos europeos el «estado agónico perpetuo del hombre»– es propio del ser humano, pues aparentemente ningún otro ser viviente tiene ese aspecto agónico en su psicología, ni los árboles, ni los animales, ni ningún otro ser que podamos conocer.
Los animales y las plantas crecen, se desarrollan, se multiplican y mueren de la manera más natural, no tienen ninguna angustia; la única angustia nace en ellos del dolor físico que les puede provocar una herida, una enfermedad, pero desconocen el temor salvo en casos extremos, cuando el peligro es inminente, es decir, cuando van a degollar o matar a algún animal.
Pero normalmente los animales no temen a la muerte e incluso, en apariencia y hasta donde se ha llegado a entender hasta ahora, no registran su vejez; para ellos la vejez no es un sinónimo de caída hacia la muerte, la vida es siempre igual, o como diría Sidharta Gautama –el Buda–: «desde que nacemos comenzamos a morir».
Vayamos ahora al tema en sí. Debemos tener primeramente una muy breve visión de lo que ha opinado el hombre, a través de la Historia, sobre la vida y sobre la muerte. Vamos a establecer tres posiciones básicas que a lo largo de todo su desarrollo ha tenido la Humanidad sobre estos aspectos de la vida, de la muerte y de la posibilidad de reencarnación.
La primera posición es la de la reencarnación. Todos los pueblos antiguos, todos los pueblos primitivos, todos los pueblos clásicos, todas las religiones en sus orígenes, sostuvieron la teoría de la reencarnación. Incluso la religión cristiana hasta el quinto siglo –durante el cual se produjeron cismas a causa de ello– aceptaba esta teoría.
Dentro de la religión hebrea ha habido siempre dos corrientes muy fuertes: una corriente interna o interior que desarrolla la KABALA y una corriente exterior completamente exotérica que llegaba hasta a negar la inmortalidad del Alma de la mujer que no había tenido un hijo varón. Esas corrientes se van a entremezclar hasta que, pasado el tercer siglo, se va a decretar dentro del cristianismo oficial, dentro del cristianismo católico, apostólico y romano, como hoy le llamamos, la completa negación de la existencia de la reencarnación.
Pero todos los pueblos antiguos, ya sean los sumerios, los pueblos americanos hasta donde sabemos, los egipcios, los hindúes –que aún lo siguen creyendo–, los chinos o los japoneses, creyeron en la reencarnación; algunos según un modelo, otros según otro modelo, con un detalle o con otro. Grandes personalidades conocidas por nosotros enseñaron directamente la teoría de la reencarnación: Pitágoras, Platón, Aristóteles, los Maestros orientales Confucio, Lao Tsé, Buda y muchos otros.
Y entre los modernos encontramos a Nietzsche, Schopenhäuer y otros filósofos que también reafirmaron esta vieja teoría. De ahí que le demos la justa posición, porque es obvio que las sociedades primitivas –o por los menos las que nosotros consideramos primitivas o primeras– creyeron en la teoría de la transmigración de las Almas, es decir, que las Almas volvían a nacer. De ahí surgieron todas aquellas complejas teorías que hoy, en Occidente, simplificamos un poco: entre los hindúes, la teoría del Karma o de la acción y de la reacción; la teoría del Dharma, ley que nos rige a todos y la teoría del Sadhana o camino que tendríamos que recorrer inexorablemente.
Para los antiguos, el hombre era un Ser Inmortal, era un Dios encarnado o emparentado de alguna manera con los Dioses. Y yo os puedo dar ejemplos simples que están al alcance de vuestra mano, como las obras de Homero: La llíada y La Odisea. En La llíada y La Odisea, en el combate básico, en el tema de apoyo de la guerra de Troya, de la toma de la ciudad de Ilión, no solamente existe el combate humano, sino también el combate de los Dioses mezclados con los hombres. Recordad que Julio César se decía descendiente de Venus-Afrodita, y no lo decía simbólicamente. Es decir, que ellos creían que, de alguna manera, los Dioses se ponían en contacto con los hombres materializándose. Y sabéis perfectamente que Alejandro afirmaba ser hijo de Ammón, un Dios egipcio, y no de Filipo, tesis que a veces pone a meditar a los historiadores, al ver que murió a los treinta y tres años habiendo ya conquistado todo un mundo, y que cuando tenía doce o trece años, ya conducía un ejército y ganaba batallas.
Es obvio que han existido hombres extraordinarios que motivaron un reverdecer de las viejas teorías sobre la reencarnación. En varios libros sagrados, desde el Bhagavad Gita hasta los libros antiguos de los griegos, aparecen hombres que son sometidos a pruebas para constatar si son la reencarnación de otros antiguos, tales como tensar determinados arcos, arrojar flechas, hacer una serie de ejercicios precisos o encontrar cosas escondidas.
La segunda teoría podríamos llamarla «teoría religiosa». Digo teoría religiosa en cuanto a religión externa, en cuanto a religión exotérica, en cuanto a religiones tal y como las encontramos hoy nosotros en Occidente: la religión cristiana, la religión musulmana, la religión hebrea, etc. Estas religiones, en la actualidad, niegan la reencarnación; afirman que el Alma es inmortal y nace con el cuerpo: una vez que el Alma deja el cuerpo, sigue y se proyecta hacia Dios, o se dirige al Paraíso de Adán, o donde están las siete huríes que la esperan, o se encamina a algún otro lugar, pero siempre el Alma ha sido creada con el cuerpo. Afirman que habría una creación infinita de Almas y todas ellas, según algunas posturas religiosas, se volverían a encontrar, incluso corpóreas, con el cuerpo otra vez –una forma de la teoría de la reencarnación– en el Juicio Final.
Las actuales doctrinas cristianas sostienen que el Alma, apenas muere el individuo, no va al Paraíso, al Infierno o al Purgatorio, sino que estaría en una especie de espera hasta el día del Juicio Final. En dicho día existiría, entonces, la posibilidad de acceder a una de esas dos partes definitivas; una parte es transitoria, el Purgatorio. Las dos partes definitivas, el Cielo y el Infierno, son valores absolutos de eterna felicidad y eterna desdicha. Pero también se las imagina corpóreas. De ahí que los actuales católicos prohíban, por ejemplo, quemar los cadáveres, con la idea de que alguna vez van a resucitar de esa especie de hibernación temporal y nos vamos a encontrar todos otra vez.
Os daréis cuenta de que esto presenta una serie de dificultades, incluso en cuanto al número de personas, pues podría ser un reencuentro tan horrible que algunos de nosotros preferiría ir al Infierno o a cualquier otro lugar, porque si llegamos a sumar los millones de personas que ha habido en el mundo hasta ahora, y los que puede haber hasta el día del “fin del mundo?”, llegaríamos a tantos que tendríamos que estar pegados nariz con nariz, nuca con nuca, y no podríamos ni movernos.
Es obvio que esta posición exotérica debe tener un simbolismo más profundo, porque si lo tomamos al pie de la letra es francamente ridículo; vosotros mismos os estáis riendo –y yo también– porque llegaríamos a un estado peor del que vivimos aquí ahora.
Y la última posición, muy en boga en los últimos cien años aproximadamente, es la posición materialista que tiene varias sub-versiones. No todos piensan exactamente igual, pero más o menos todos coinciden en afirmar que si existe un Alma –o si es que hay algo a lo que podemos llamar Alma–, nacería con el cuerpo mismo.
Es decir que, cuando es engendrado el feto, empezarían a desarrollarse una serie de campos magnéticos o campos electrónicos que, en su muy compleja versión, darían para nosotros esa ilusión de YO, esta ilusión de EGO, de ALMA, y este Alma perduraría hasta la muerte del cuerpo. También hay unas teorías dentro del materialismo que sostienen que esa especie de emisión o segregación cerebral o del sistema nervioso no termina con el cuerpo, sino que va un poco más allá.
Esto no es original; recordad a Platón, que nos habla de la posibilidad que le presentan los sofistas de que el Alma dure, después de la muerte del cuerpo, un tiempo, solo un tiempo limitado. Y ponen el ejemplo, si recordáis, del arpista, de aquel que toca el arpa o la cítara, pero llega un día en que él se muere y el arpa o la cítara continúan unos años más y después también desaparecen. Aparte de mis creencias, aparte de lo que Acrópolis pueda haber estudiado o investigado, aquí tenéis estas tres teorías que encierran lo que la Humanidad ha podido concebir de la muerte, de la vida y de la posibilidad de reencarnar.
Hay dos elementos que han desencadenado el interés por todas estas cosas. Uno de ellos es que, después de la Segunda Guerra Mundial, Occidente, y sobre todo la juventud, se sintió frustrado ante una serie de elementos.
La juventud de aquel momento creyó que con esa lucha, con esa guerra, iban a terminar las injusticias psicológicas, económicas, sociales y políticas y descubrieron que no fue así, que así como la Primera Guerra Mundial –la famosa guerra originada por aquella bomba y por aquel telegrama de papel mojado– no solucionó absolutamente nada, la Segunda Guerra Mundial tampoco lo hizo. De ahí nacen movimientos como el del existencialismo sartriano en París y, más lejos, va a nacer también el levantamiento del 68 en la Sorbona. La gente se encuentra defraudada; la guerra no ha solucionado lo que se pensó que podía solucionar, hablan de que se les contó otra vez una novela, pero que por esa novela corrió la sangre de millones y millones de personas. Entonces mucha gente de Occidente, gente joven, toma una mochila y como puede, se va a recorrer el mundo «a ver qué pasa», buscando aunque sea desintoxicarse, hacer de alguna forma lo que todos los seres vivos cuando tienen alguna angustia fisiológica o algún temor: empezar a caminar.
Los pueblos nómadas lo son no solamente por su gusto, sino porque viven en la angustia de no tener una tierra fértil donde vivir, una casa, nada, y esa angustia los lleva a caminar. Es la angustia la que lleva al caballero cruzado hacia Jerusalén. De todos los cruzados que hubo, incluso Pedro el Ermitaño –el primero–, ninguno sabía exactamente dónde estaba Jerusalén y muchos, como por ejemplo los de la Cruzada de los Niños, pensaron que Jerusalén estaba muy cerca, en el sur de Italia; no había una idea clara. ¿Por qué, entonces, la gente marcha? ¿Por qué ocurre la Cruzada de los Niños? Niños de diez, doce años que salen a buscar Jerusalén. ¿Por qué todos gritan en un grito de guerra atávico: «A Jerusalén, a Jerusalén»? ¿Qué es Jerusalén para ellos? No es tan solo una ciudad, ni un reino que hay que conquistar. Es la necesidad de marchar, de evasión, es la necesidad viajera que tiene el Hombre. Si alguna vez vais a París, y visitáis el Museo del Louvre, recordad la Victoria de Samotracia, ese barco de piedra con la mujer con las alas extendidas; recordadla de una manera filosófica, pero no como turistas.
Y vais a ver que, junto a esa escultura, parece que uno oyese los gritos de los guerreros que parten hacia un mar sin orillas, hacia una aventura, hacia algo. El Hombre tiene dentro de su ser la necesidad inexorable de la aventura, sobre todo cuando son jóvenes; a veces la primera aventura es dar una vuelta a la manzana o ir a la playa, pero necesita siempre una pequeña aventura, sentir un poco de peligro. A veces se pisa más el acelerador en el coche, no porque haya una necesidad de llegar más pronto, sino porque hay la necesidad de sentir un poco de peligro, de sentir que se está vivo en presencia de la muerte. Ese es un fenómeno que vamos a encontrar muchas veces.
Las personas salen a recorrer el mundo –desgraciadamente mezcladas muchas veces con hippies o con seres completamente destruidos– y van hacia Oriente y se encuentran con la teoría de la reencarnación, en la cual creen millones de hombres en la India, en muchas partes de Asia, e incluso en China todavía. En verdad, hay más gente que cree en la reencarnación que gente que no cree en ella. Lo que pasa es que, con nuestro chovinismo, los que estamos en Occidente pensamos que los que creen en la reencarnación son muy pocos, pero la verdad es que son muchos millones. De una manera u otra, esta gente va a traer a Occidente la vieja, antiquísima y ancestral teoría de la reencarnación. De una manera u otra, Occidente se va impregnando de esta teoría, del “volvemos a vivir”.
Pero hay un problema: en Occidente, ya desde el siglo pasado, aparecen varios movimientos, varias sociedades que hablan directamente de la reencarnación. La gente que viene de la India o de Ceilán –o Sri Lanka–, o de cualquier otro lugar, trae también esta idea de la reencarnación.
Hasta ahora el fenómeno se daba como una aceptación individual, una aceptación por fe, y no había un problema científico que resolver. El que los antiguos teósofos del siglo pasado, o los rosacruces, o los espiritistas, afirmaran la teoría de la reencarnación o la vuelta de las Almas al nacimiento, era algo que no tenía suficiente asidero científico en el sentido práctico, desde un laboratorio. Podía tener una base lógica, como argumento, pero no como elemento de laboratorio.
Es como lo que pasa ahora con los platillos volantes y los seres extraterrestres: hay una gran cantidad de gente que asegura que vio platillos volantes; estoy seguro de que entre los presentes debe haber alguno que los ha visto, que vio seres que habitaban esos platillos y que podrían ser de otros mundos. Pero ¿en qué museo, en qué lugar físico hay un platillo volante? Como investigador –soy historiador aparte de ser un filósofo–, creo en la existencia de las piedras traídas de la Luna porque las he visto en varias partes del mundo, especialmente en California, en los EE.UU.; las he visto como veo ahora esta tiza que tengo en la mano. Entonces, puedo decir que las piedras lunares existen, que el vuelo se hizo y las piedras se trajeron; ahí tengo una prueba física. Y si alguien me pregunta dónde están las piedras lunares, yo lo dirigiría al Museo del Instituto de Ciencias de San Francisco, EE.UU.
Lo mismo pasaba con la reencarnación. La gente creía o no creía, como la gente cree o no cree en los platillos voladores, pero no existe la prueba. Quiero ser claro en esto para que nos entendamos bien: yo creo, vamos a suponer, en los vasos mochicas porque voy al Museo «Larco Herrera» y veo treinta y cuarenta mil vasos mochicas. Puedo tocar uno y tenerlo en la mano. Pero si de los vasos mochicas tuviera solo la versión de alguien que los vio, sería diferente. Y si al preguntar dónde están, nos contestan con subjetividades, ahí ya interviene la fe, el desarrollo espiritual, la capacidad de captación de la Leyes de la Naturaleza que pueda uno tener.
Si uno es un ente natural, y ve que todas las cosas son cíclicas, que después del día viene la noche; que la primavera, el verano, el otoño y el invierno se suceden, puede llegar a la conclusión filosófica absolutamente segura –para aquel que filosofa– de que la vida también es de naturaleza cíclica, que después de la vida viene la muerte y después de esta nuevamente la vida y así infinidad de veces. Esto, que para mí es una realidad, para otra persona es una subjetividad. Así, lo que es una realidad para el religioso, para el que no participa de su religión, de su fe, es una subjetividad. Y es imposible tratar de transformar una cosa en otra.
Los experimentos recientes de psiquiatras van a complicar un poco este asunto, trayendo elementos cuya investigación está a la altura y al alcance de todos. Sin querer hacer demasiado largo todo esto, sabéis que la psiquiatría es la aplicación de la psicología en el arte de curar. Sabéis perfectamente que la psicología, como ciencia, es nueva en Occidente, tiene unos ciento cincuenta años; y que la psiquiatría como aplicación médica de los conocimientos psicológicos fue desarrollada fundamentalmente en este siglo –a muchos de vosotros se os debe de estar viniendo a la mente el nombre de Freud– de una manera científica y al alcance de todo el mundo. Obviamente, como toda ciencia nueva, es como un niño: cree que lo puede solucionar todo.
El Hombre es eminentemente pendular; es pendular en política, en sus costumbres, en todo. Así como antes se negaba categóricamente la existencia de la hipnosis –sabéis que en las universidades médicas de hace cien años se negaba, salvo en la Salpetriere y en algún otro lugar donde alguien había hecho algún experimento– ahora se afirma de manera absoluta la posibilidad de la hipnosis, y ya de una manera irracional: «Todo es psíquico». Antes todos los males que teníamos eran fisiológicos. Yo no lo sé por mi tiempo físico en esta tierra, pero me han contado mis padres, mis maestros y mis abuelos que, cuando uno iba a un médico, todo era físico. Era inútil que uno dijese que tenía una angustia psicológica. Ese era el médico de hace cien, ochenta o cincuenta años. Pero el médico actual todo lo encuentra psíquico. El famoso test de las repeticiones de las palabras, o el del árbol en el que siempre a uno se le ocurre un pino, y las interpretaciones freudianas, que no son precisamente angelicales; no hay escapatoria, porque sueñe uno con lo que sueñe o hable de lo que hable, siempre se está refiriendo a lo mismo.
Freud tuvo varios discípulos; el más famoso es Jung. Hay unos que le siguen y otros que le rebaten, que no están de acuerdo con su interpretación. Empieza la psiquiatría simbólica y surgen nuevos conceptos de lo que puede ser el hombre y la mujer, de la influencia que pudo haber tenido o no la educación; aparecen nuevos elementos. Entonces los psiquiatras –los psiquiatras serios que están investigando realmente– se ven obligados a indagar más profundamente aún las características del ser humano. Todo esto ha creado una necesidad, en los verdaderos psiquiatras, de investigar a fondo la naturaleza humana, y han encontrado que hay traumas –trauma viene del griego y significa herida o golpe– que son absolutamente inexplicables. Se ha buceado en la vida del paciente todas las relaciones que pudo haber tenido y no se encuentra ningún resultado. ¿Por qué? Porque todos los psiquiatras parten de la aristotélica idea de la «Tábula Rasa», o sea que el hombre nace «en blanco», sin ninguna característica o con características heredadas pero de tipo general. Mas eso no puede hacer que una persona le tenga miedo a los árboles, por ejemplo, y que cuando vea un árbol se horrorice, se revuelque por el suelo y empiece a echar espuma por la boca.
Obviamente, la teoría de los genes heredados, de la educación, no satisface como explicación.
A algunos de los psiquiatras, entonces, se les ocurre no seguir la línea de pensamiento, sino la línea de emoción, lo que ya Jung llamaría en sus primeras obras el «hilo rojo». Siguen el hilo rojo de la emoción y se van a encontrar ante un tipo de fenómeno muy curioso: el fenómeno de que una persona puede recordar una serie de circunstancias de su vida hasta que llega ya no solo a la etapa de niño, sino a la prenatal. Parece ser que ya en la etapa prenatal, de alguna manera, el feto percibe y siente el ambiente que lo rodea. Las nuevas investigaciones están recordando esto, cosa que confirmaría las viejas tradiciones de nuestros abuelos en el sentido de que a la mujer, cuando está embarazada, había que tenerla en lugares especiales, no había que hablar determinadas cosas ante ella, no había que mostrarle cosas horribles porque podían quedar grabadas en el niño.
Todo eso que había caído en el descrédito y que había parecido una cosa ridícula, hoy vuelve a tomar fuerza al haberse constatado que, de alguna forma, aun en el feto existe memoria.
Para poder hacer esto, los psiquiatras han empleado la hipnosis, pero no a la manera oriental, sino la sugestiva, a la manera occidental. Explico brevemente cuál es la diferencia entre las dos.
En Oriente, desde hace miles de años, se ha desarrollado la técnica de emitir una voluntad. Vamos a ver: yo puedo mover este brazo, lo muevo; pero no puedo mover, tal vez, el brazo de este joven. Yo puedo mover este brazo porque logro hacer que mi voluntad se refleje, de alguna manera, en mi sistema nervioso, que hace que mi brazo se mueva o que yo pueda levantar esta tiza.
En cambio, yo no puedo transferir mi voluntad a este señor para hacer que él levante nada; él lo va a hacer cuando su propia voluntad se lo indique.
La hipnosis oriental, basada en la concentración en ciertas figuras geométricas, hace que una voluntad reemplace a otra; la voluntad del hipnotizador reemplaza a la voluntad del hipnotizado, de tal manera que el hipnotizado hace todo lo que el hipnotizador le mande.
Así, las teorías occidentales de que el hipnotizado no va a hacer nada que esté en contra de su conciencia, son falsas, porque en el sistema de hipnosis oriental, el hipnotizado va a hacer cualquier cosa que le mande el hipnotizador, esté a favor o en contra de lo que puede él considerar moral. De igual forma, mi mano va a hacer todo lo que yo le mande hacer, incluso meterse en el fuego, esté en contra o a favor de su instinto de conservación o del placer que le pueda producir.
A lo mejor, a mi mano le da un placer sensible estar dentro de agua caliente, dentro de perfume; pero también puedo meter mi mano dentro de la última porquería porque puedo vencer la voluntad biológica de mi mano. De la misma manera, el hipnotizador de Oriente vence la voluntad del hipnotizado.
En Occidente, el sistema es diferente; se basa en una serie de sugestiones y en una asociación entre el hipnotizado y el hipnotizador, algo como un consorcio, una amistad –diríamos–, en que el hipnotizado está de acuerdo con el hipnotizador. Va entrando en etapas cada vez más profundas de su sueño, se va liberando de la parte consciente y de la parte actual, para ir profundizando dentro de sí mismo. Es entonces cuando los psiquiatras empiezan a buscar en la etapa fetal, o aun en la del engendramiento, las causas por las cuales hay tantas personas con traumas inexplicables, mediante el sistema típico utilizado hasta ahora, del buceo en el análisis.
Pero ocurre algo asombroso: cuando intentan cortar la experiencia, la persona dice: «¡Qué bien me siento! Estoy muy bien, estoy en un ambiente diferente, no tengo cuerpo». Y empieza a narrar cómo es la vida más allá de la muerte –o antes del nacimiento, que es lo mismo–.
Ante su estupor, empiezan a oír, a medir y a grabar todo esto, y encuentran una serie de descripciones, donde coinciden docenas y docenas de hipnotizados que no se conocen entre sí y que tienen diferentes conceptos religiosos; algunos son materialistas o ateos, o son cristianos o musulmanes. Esta gente, todos, coinciden en esa gran paz, en ese estado idílico antes de nacer.
Continuando el experimento, encuentran de nuevo ondas de vida incluso registradas en los aparatos de control de electroencefalograma. Ven desesperación, gritos, muerte. Se encuentran ante algo verdaderamente asombroso para ellos: descubren que pueden bucear en varias encarnaciones.
Obviamente, personas que tienen disciplina y método quieren saber si es cierto lo que dicen estas gentes de otras encarnaciones, así que les piden una serie de datos; las personas hablan fragmentariamente, como si se tratara de diapositivas.
Debemos tener en cuenta que nuestra conciencia actual también es fragmentaria: si vosotros ahora recordáis vuestro pasado, solamente recordaréis hechos que os hayan causado impacto. De vuestra vida no tenéis una visión continua, sino fotografías; es como un álbum de fotografías donde va a aparecer lo agradable y lo desagradable que os ha ocurrido, generalmente aquello que os ha hecho impacto emocional. De ahí que la gente que ha llevado una vida aventurera, una vida muy activa, tenga la sensación de que ha vivido mucho y que es muy vieja; y que la gente que ha vivido una vida tranquila, burguesa, alejada de todo esto, tenga la sensación de que muere joven porque no siente que haya estado en tensión.
Un soldado que haya estado un año en el frente se siente más viejo que un hombre que le duplica o triplica la edad, pero que ha estado en una oficina durante toda su vida. La línea de la emoción es fundamental en esto. Encontramos, entonces, que estas diapositivas, estas visiones de vidas anteriores, o de lo que fuesen, no difieren mucho de las que nosotros tenemos de nuestra propia encarnación actual, de nuestra vida actual.
Algunos de los entrevistados, de los psicoanalizados, incluso criaturas, niños de doce, catorce años, dicen haber vivido en otros países; por ejemplo, algunos nativos de California dicen haber vivido en pueblos de Irlanda; dan nombres de familias del año 1500 o del 1600; dan el nombre del cura o del obispo, el de un señor que tenía una fábrica de sogas trenzadas, etc. Se investiga todo eso y concuerda. Incluso hay algunos analizados que, en estado de hipnosis profunda, cuando revivieron sus anteriores encarnaciones, hablaron en el idioma antiguo, no en el actual. Tanto es así que, en un caso analizado por este doctor, se encontró una persona que hablaba arameo. Como el arameo no lo conoce nadie se buscó a un especialista en lenguas antiguas que, si bien no dominaba el arameo porque no ha quedado registro a la manera del griego o del romano o latín, encontró que todo lo que él sabía de arameo, coincidía con lo que decía la mujer y la entendía.
Es decir, que se han encontrado pruebas científicas prácticamente irrebatibles y eso está causando una conmoción verdaderamente extraordinaria en el mundo de la psiquiatría en Europa, en el terreno de la investigación del Hombre, porque ha planteado algo, ya no a nivel fe, a nivel creencia, sino a nivel de ciencia y a nivel de investigación concreta.
Antes de terminar, quiero señalar hasta dónde podría afectar este nuevo conocimiento, hasta dónde lo podemos investigar, hasta dónde coincidiría con ciertas doctrinas antiguas y serviría para explicar el mundo actual. Porque todo lo que nosotros hacemos en la investigación, es para comprendernos un poco a nosotros mismos y explicarnos nuestro mundo actual.
Nos encontramos ante estas investigaciones psiquiátricas con un factor que ya conocíamos, pero de una manera teórica. Pitágoras, por ejemplo, dijo que el número de Almas es fijo, es decir, el número de Almas de la Humanidad dentro de un período de tiempo determinado, pero lo suficientemente largo como para que no nos interese otro, es fijo. Los orientales también nos hablan de los Yugas o ciclos temporales. Algunos de vosotros habréis oído hablar del Kali-Yuga: estamos en la Edad de Hierro; algunos creen que del Kali-Yuga salimos ahora, el año que viene, pero el Kali-Yuga durará 400.000 años y hace 5000 que empezó. Estos Yugas son muy grandes y dentro de ellos no cambia el número de Almas, es fijo.
Ahora, tracemos una línea imaginaria, como una especie de horizonte, que separaría lo que consideramos vida de lo que consideramos muerte. Cuando aquí cae el Sol, en otros países surge el Sol. No vamos a decir ahora, como los primitivos, que es otro Sol, que uno se murió y el otro está naciendo; es el mismo, obviamente. Pero para nosotros, para los que estamos en Lima, el Sol cayó y la noche vino; y para esos otros pueblos en cambio, el Sol se levantó.
Hemos visto a través de estas investigaciones psiquiátricas, que la gente, en estado de hipnosis, no se reconoce viva ni se reconoce muerta; en otras palabras, se reconoce siempre viva, no se considera muerta, se encuentran siempre vivos de una manera u otra. Entonces imaginemos que hay una línea entre la vida y la muerte. El Hombre tiene una vida, vamos a suponer de setenta años, y luego tiene un largo período que los hindúes llaman devakánico, un período celeste. Este hombre, cuando lo hace, renace lavado –como dirían los griegos– por las aguas del Leteo. Le ha quedado su ser interior, pero ya no guarda memoria de haber sido un hombre que murió a los setenta años, que tuvo mujer, nietos, problemas, que combatió en la guerra, etc. Viene lavado como en cierta forma venimos lavados de las vacaciones, después de un largo viaje, un poco olvidados de ciertos problemas.
Así también el hombre, al volver a la vida, lo haría lavado de todos esos problemas y, de alguna manera, impregnado de un mundo espiritual. Pero pensamos que hay muchos hombres, muchas Almas encarnadas, que el crecimiento demográfico ha hecho aumentar enormemente la cantidad de Almas que tienen cuerpo en la tierra.
Reconoceréis, entonces, que el período de vida celeste, comprobado también a través de las investigaciones hipnóticas, se reduce. Entre una encarnación, por ejemplo, en Grecia o Roma y la siguiente pasan más de mil años. Sin embargo, después de la reencarnación en el siglo XV hay otra en el siglo XVIII y otra ahora… Sería, entonces, propio suponer que la próxima encarnación estaría a veinte o treinta años de su muerte y cada vez se acercarían más la cuna y el ataúd, de modo que las personas que mueren carecerían de vida celeste, de esa posibilidad de lavarse.
Y estamos viendo el fenómeno en la actualidad: nuestros niños nacen diferentes. Pero todos los padres, de alguna manera u otra –ya sean padres físicos o espirituales– nos conformamos diciendo: «Lo que pasa es que los niños ahora están más desarrollados que antes, están más ‘despiertos’, es otra cosa, antes eran tontos…». ¡No! Es que nacen adultos, y por eso tienen en sí conocimientos sexuales prematuros, a veces anteriores a su propio desarrollo fisiológico sexual; tienen conocimientos políticos, sociales, resentimientos, incluso; y tienen amores y racismos.
Es extraordinario ver cómo ese tipo de niño es el que está apareciendo cada vez más. Sabéis perfectamente que en Alemania Occidental en la actualidad, en Italia y en otros lugares, los choques políticos más terribles, en base a las ideas de la Segunda Guerra Mundial, los están teniendo niños entre doce y dieciséis años. Ellos son los que se están matando otra vez por los rojos o por los nazis, son los que vuelven los que se enfrentan; los demás los miran desconcertados. ¿De dónde les viene eso? ¿De dónde les viene ese conocimiento? ¿Cómo explicar que al ver una fotografía de un líder de hace cuarenta, cincuenta o sesenta años, lo saluden a la manera como se le saludaba, niños que ni siquiera tienen conciencia de todo ello? ¿De dónde les viene el odio, el rencor hacia los que no piensan como ellos? ¿De dónde el conocimiento, siendo niños, para fabricar armas caseras pero muy efectivas?
Es obvio que estamos viviendo un fenómeno terrible, el del crecimiento demográfico, que puede hacer tambalear toda nuestra cultura occidental. Desgraciadamente, las autoridades eclesiásticas se oponen a ciertos controles necesarios de la natalidad con el argumento de que podrían coartar la libertad individual. Sin embargo, desde mi punto de vista, la libertad individual, si es verdadera, no se coarta nunca. El hombre que tiene libertad, tiene conciencia, tiene responsabilidad; en cambio, el hombre que no tiene libertad es precisamente el que no tiene conciencia ni responsabilidad. Vemos que los casos de explosión demográfica se dan generalmente en las familias más incultas, en aquellas que no planean nada, que tienen niños porque no pueden hacer a menos; en cambio, en las familias más cultas, donde hay cierto planeamiento, cierta conciencia, donde se cuenta cuánto se gana y cuánto se gasta, cuántos hijos se pueden mantener, hay, en cambio, una medición de los niños que van a venir al mundo.
El crecimiento demográfico es un grave problema que se puede también estudiar a la luz de estas nuevas teorías sobre la reencarnación.
Créditos de las imágenes: sciencefreak
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