Cuando la sensatez y el conocimiento desaparecen del panorama de la vida cotidiana, entonces la llamada «opinión pública» se erige en juez infalible de todo lo que se hace y se dice.
Sin embargo, la opinión pública no es ni sabia, ni sensata, y no porque no tenga posibilidad de serlo, sino porque no interesa que lo sea. Al contrario, se trata de manipular esa opinión, haciéndola tan variable como la moda misma.
La realidad diaria nos muestra una opinión pública que se mueve entre los dos perpetuos extremos: críticas y halagos, yendo de uno a otro como péndulo inagotable. Y es tan temible ese péndulo que el halago supone la posibilidad de existencia y acción, mientras que la crítica es algo así como una lápida sobre la cual nadie se atreve a levantar cabeza.
El veredicto del juez opinante es considerado definitivo, a tal punto que lo más deseable es una tranquilidad, una inercia en la cual nadie nos quiere ni nos odia, pero tampoco se fija en nosotros.
Sin embargo, críticas y halagos son señal de movimiento, mientras que el anonimato de la tranquilidad es señal de estatismo. Si nada hacemos, nada arriesgamos, ni entramos por consiguiente en el juego de los extremos por el que somos aceptados o rechazados. Si actuamos, hemos de aceptar como lógico y natural que haya quienes estén conformes con nuestra actuación y haya quienes no lo estén, sin que por ellos nos veamos obligados a detener la marcha, pues al hombre convencido de la necesidad de acción, no le importan ni críticas ni halagos; sólo le importa el cumplir con su deber, más allá de lo que la moda pública opine sobre el deber.
La historia, en su constante devenir, nos muestra que según sus ciclos son también los intereses humanos: a veces importa más el deber y el honor que ninguna otra cosa, y a veces estos principios quedan eclipsados por un hedonismo y un materialismo que no quieren compromisos profundos con el hombre interior, ni con la historia, ni con Dios. Allí es donde entra en juego la «opinión pública» y sus variadas modas. Y allí reside el riesgo de perderse en vanas especulaciones, mientras se esperan los aplausos que nunca vendrán y mientras se pierden las buenas oportunidades de actuar de manera útil y efectiva en la vida.
Lo importante es actuar, definirse, arriesgar muchas veces una equivocación, pero poner la energía humana al servicio activo de uno mismo, de los otros hombres y, en síntesis, de Dios. Si nos elogian, bien; si no nos elogian, bien también; y si nos critican, igualmente bien.
Del mismo modo en que ni el sol deja de alumbrar, ni el mar de batir las costas, con la misma inexorabilidad, y más allá de las meras opiniones, el hombre idealista ha de cumplir con el destino, dando cabida a la voz de su vieja y profunda conciencia antes que a las mudables versiones temporales.
«Antes que el alma pueda oír, es menester que uno se vuelva tan sordo a los rugidos como a los susurros, a los bramidos de los elefantes furiosos, como al zumbido argentino de la dorada mosca de fuego».
(Libro de los Preceptos de Oro, Tíbet).
Créditos de las imágenes: Edward Howell
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