Más objetivo que todas las teorías teológicas y científicas es el hecho de que el Hombre, desde sus remotísimos orígenes, se tuvo a sí mismo y a su entorno material como algo efímero, cambiante y pasajero. La mutación de los seres y las cosas le proporcionó la evidencia de que la muerte seguía inexorablemente a todo nacimiento, pero también de que todo ello habría de tener una justificación, un sentido, un porqué.
Con las enseñanzas de sus conductores espirituales y la observación de los ciclos que en la Naturaleza se manifestaban, el Hombre tuvo la certeza de que nada desaparecía definitiva y totalmente, que todo retornaba y renacía. Así, fue considerando su cuerpo como su choza: un habitáculo pasajero que sería reemplazado por otro cuando, por vejez o por destrucción, ya no le fuese útil. Descubrió su propia inmortalidad y su presencia renovada en el teatro del mundo. Asimismo, que el lugar de los vivos y el de los muertos estaban separados, pero por una pared muy delgada, a través de la cual se oía y hasta se podía ver.
Un Universo insubstancial, pero tremendamente real, se abrió ante sus sentidos y su inteligencia. Y junto al utensilio de labranza talló amuletos y levantó altares que, como mágicos escalones, le permitían asomarse a ese Hombre Interior que estaba más allá de los sufrimientos y los goces, a un mundo donde las manadas de animales eran inmensas y la caza no se agotaba nunca, donde los árboles no se derrumbaban jamás… Detrás del cambiante cielo planetario descubrió el estelar. Los elementos perdurables se le hicieron evidentes. Uniendo unos con otros, concibió las primeras figuras geométricas, puras y estables; intuyó los Arquetipos, que no estaban sujetos al tiempo y que dominaban el espacio.
Se encontró entre un mundo terrestre y un mundo celeste, subiendo y bajando el uno al otro, recorriendo el invisible puente de las reencarnaciones que, en casi todos los casos, asoció al arco iris y sus siete colores.
Se admiró de las bestias que podían respirar bajo el agua, de las que volaban más alto que las montañas, y de los árboles que guardaban en sus cortezas los sellos personales de sus abuelos muertos. Meditó sobre la voluntad gritada por las piedras al despeñarse y sobre el silencioso surgir de un milagro verde en cada semilla sepultada, y asoció esto último a la fecundación de la mujer y a la esperanza renovada de los hijos.
Cuando tuvo que dar una forma definida a su casa, le puso una o más columnas que tan solo tuvo que cortar en el bosque, pues eran troncos de árbol. Los animales cazados le proporcionaron no solo alimento, sino pieles y cueros para abrigarse y hacer menos dolorosas las caminatas. De los pedrejones y las montañas extrajo el material para las puntas de sus armas, y también los raspadores con los que pudo dar formas útiles a las cosas. Con espinas de pescados hizo anzuelos que le proporcionarían nuevos peces. Las estrellas fijas le permitieron orientarse de noche y pudo regresar felizmente a su grupo familiar. Calentando con fuego ciertas piedras, estas destilaban un líquido incandescente que, una vez endurecido y depositado en recipientes de arcilla, permitió al Hombre el descubrimiento de la metalurgia, cientos de miles de años antes de lo que creen los actuales especialistas –esos de la misma “raza” que los que, en congresos científicos del siglo pasado, aseguraban que la cueva de Altamira había sido pintada por un francés–.
Entendió que él era algo más que su cuerpo, y por eso, cuando este moría, lo destruía, ya fuera a través del fuego o el enterramiento, atado bajo la forma de momia o desmembrado ritualmente. Era la constatación del conocimiento esotérico de su propia supervivencia, y aun de su liberación del más pesado y fastidioso de sus vehículos. La ley de los ciclos le haría volver a la Tierra; pero, mientras tanto, prefería ignorar o dejar ese conocimiento para los más fuertes espiritualmente: sus sacerdotes, magos y reyes-iniciados. Y así, según los tiempos, se fueron separando y juntando las respectivas vertientes “exotérica” y “esotérica”.
Pero en algo coincidieron todos… En algo tan evidente que solo los muy necios, en el momento más necio de la Historia, pudieron negar: LA PRESENCIA DE DIOS. Pues esa que llamamos presencia, era inmanente en todas las cosas y en todos los seres. En verdad, el Hombre llegó a su verdadera diferenciación del animal cuando tuvo seguridad de la existencia de Dios, misteriosamente inserto en su propia participación de la Divinidad-Naturaleza. Para nuestros antecesores no había dicotomía ni contradicción entre el Alma y el cuerpo. Todo era uno y a la vez múltiple, infinitamente rico en matices, características y tamaños.
Así como si nos mentalizamos en ver una mano diremos que es “una”, y si nos mentalizamos en ver dedos diremos que son “cinco”, la percepción de lo uno y de lo múltiple depende del criterio con que se contemple. El Hombre fue receptáculo de una instrucción que le permitió percibir unidad y multiplicidad, destino y libertad, obediencia y creación.
Hoy, a finales de este conflictivo siglo XX que ha tenido por virtud enseñarnos que sabemos muy poco y que nos equivocamos muy frecuentemente, nos parecen cómicas las afirmaciones “positivas” del siglo XIX, sus supersticiones “científicas” y su ateísmo infantil, por no decir simiesco. Tal vez la única evidencia, que lo es tanto para el instruido como para el ignorante, es ese “Algo” que llamamos Dios y que dio voluntad de perduración a las cosas, amor a los seres y una planificación portentosamente inteligente a los cuerpos y a la vida en todas las cosas.
La “casualidad” jamás pudo pintar ojos de búho en las alas de las mariposas nocturnas para espantar a sus enemigos, diagramar la doble válvula aspirante-impelente de un corazón, ni programar el mantenimiento de los “microclimas” en las cavernas mediante alteraciones en la temperatura y ajuste de la concentración de ciertos gases suspensos en el aire. Ese “Algo” veló por que las bacterias anaerobias pudiesen sobrevivir sin aire y por la precesión de los equinoccios. Proporcionó las inteligencias colectivas que rigen las manadas (las “almas grupales” de los esoteristas) y los escudos invisibles que protegen la superficie del planeta contra la radioactividad cósmica. Del peligroso rayo sacó el benéfico ozono, y de las terribles olas que baten los acantilados, los indispensables iones negativos. Son tantas y tantas estas manifestaciones… pero detrás, por delante y en ellas mismas está LA PRESENCIA DE DIOS.
En verdad no hay tantos ateos como comúnmente se cree. Así como no podemos presuponer que todos los habitantes de un país “oficialmente” católico vayan a misa semanalmente y crean de verdad en el Cielo y en el Infierno, tal cual los pintan los Evangelios y el Apocalipsis, o en la infalibilidad del Papa, tampoco debemos dar por cierto que todos los millones de habitantes de la URSS, por ejemplo, sean ateos.
Por otra parte, el no ser “practicante” estricto de una determinada religión no supone el no creer, sentir e inteligir esa presencia que llamamos Dios. Es bueno reflexionar sobre esto, pues hay muchas personas que creen en Dios y oran con sus trabajos, con la rectitud moral de sus vidas, con su honradez y generosidad… Y creen fervorosamente en que existe un “más allá” y un “Algo” que justifica todos sus esfuerzos y la marcha misma de la Galaxia.
La exigencia de un “comunismo espiritual” es la más peligrosa. Así como un solo golpe de taco mueve varias bolas de billar, su única presencia, al estar tan diversificada e incidir sobre tantos seres diferentes, hace surgir varias formas religiosas muy diferentes en la superficie ritualística, pero muy parecidas –cuando no idénticas– en su esencia.
Además, los diferentes tiempos y lugares han engendrado simbolismos teológicos diversos. La presencia de Dios no podía manifestarse de la misma manera en Sumeria hace 5000 años que en la India hace 2500, o en Arabia hace 1300. Las diferencias geopolíticas, económicas y sociales no permitirían una sola y única expresión.
Por otra parte, depende de quién es el que recibe una determinada instrucción. Se dice que Gengis Khan, en el siglo XIII, dejó anonadado a su consejero musulmán cuando, habiéndole preguntado si Alá estaba en todas las cosas, no encontraba razón para saludar a la Meca y no al hábil consejero, pues pudo haberle explicado que cuando los musulmanes saludan mirando hacia La Meca, no lo hacen solamente por Dios, sino por el acontecimiento histórico-mítico relacionado con Mahoma.
El creer que hay una sola religión verdadera ha hecho correr ríos de sangre en el peor de los “racismos”: el espiritual. Todas son verdaderas en determinado lugar y en determinado tiempo histórico. Los que frecuentemente no son veraces son los Hombres, que bajo los palios de las religiones aprovechan para forzar a los demás a seguir sus conceptos políticos, sociales y económicos. Los explotan y los degradan, engañándolos.
Evidentemente no. Primero, porque estas sectas suelen ser simples religiones “artesanales”, más o menos apoyadas en otra mayor; y así se habla de “Cristianismo Esotérico” o de “Hare Krishna”. Segundo, porque de “esotéricas” no tienen nada… Tan solo son diferentes conjuntos de alienaciones y pedazos de tradiciones mal recopiladas.
Sin Filosofía, o sea, sin Amor a la Verdad, no hay forma de mística que no aplaste a unos para encumbrar a otros y que no resulte antinatural.
El estudio de la Historia de la Humanidad nos permite el eclecticismo de ver tan válida la fe en Apolo-Helios como en “el Padre nuestro que está en los cielos”. Y respetar filosóficamente el camino que cada uno cree y siente como el mejor, más allá del bautismo que de recién nacido se haya podido recibir de la buena voluntad de los padres, o simplemente de la moda y la costumbre familiar.
La luz de la Filosofía nos permite distinguir los muchos colores y formas, y descubrir en ellos, así como en el Universo todo, la PRESENCIA DE DIOS.
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