Según la definición más básica y corriente, historia es la suma de todos los hechos del pasado humano suficientemente conocido. Pero es evidente que este pasado humano, bien sea escrito de manera inmediata por testigos hábiles, o recopilado luego en base a datos que merezcan una razonable confianza, está manipulado, consciente, subconsciente o aun inconscientemente por los mismos historiadores y también por los que después los leen o interpretan. Y esto sin olvidar que copias y traducciones llevan una inevitable propensión a la inexactitud.
Por ello, en la llamada “Posmodernidad” se ha utilizado el término “intrahistoria”[1] para tratar de llegar a conocer interiorizaciones, motores y trabas en los comportamientos colectivos que, hasta ahora, eran muy raramente tomados en cuenta. Hemos afirmado en trabajos anteriores que “la historia la escriben los que ganan” y nos ratificamos en ello. Pero ¿por qué ganan y por qué se mencionan algunas cosas y otras no?
Esto es básicamente cierto, pero insuficiente.
En toda época y lugar han ocurrido cosas que no sospechábamos tuviesen tanto que ver con el desarrollo del pasado humano. Esta nueva forma de encarar la historia las pone en evidencia, dentro del marco muchas veces reducido de lo que conocemos como probablemente veraz.
Los ejemplos de lo hasta ahora investigado son numerosos y nos apresuramos a decir que aun en esta nueva disciplina histórica puede haber mucha falsía, ya que está concebida y aplicada por hombres. “Errar es humano” decían los antiguos y esto es válido también para los “posmodernos”.
En la historia, tal cual la concebían los especialistas hasta hace pocos años, no se valoraban debidamente los fenómenos ajenos a las formas de cultura o civilización estudiadas, ni se utilizaban los modernos avances tecnológicos para las investigaciones.
Hoy sabemos que la historia del hombre es mucho más profunda en el tiempo y más extensa en la distancia de lo que pensábamos.
La sonda espacial que investigó Venus, acondicionada para poder registrar imágenes más allá de espesas nubosidades, sirvió para revelar que los mayas habían excavado o reutilizado una fenomenal red de canales de magnífica factura, de no menos de cinco metros de profundidad y nueve de ancho, lo que explicaría un probable transporte de inmensas cantidades de piedras de sillería para las pirámides y templos que hoy semicubren las selvas. Y, por otra parte, la paralización simultánea de esa civilización -salvo en el área de Mayapán- en los siglos VIII-IX, pudo deberse, no a causas estrictamente humanas, sino a terremotos que al bloquear los canales y destruir los acueductos -que también los tenían- habrían paralizado los “caminos” que estos pueblos utilizaban desde hacía milenios para sus transportes humanos y de mercancías, alimentos y cargas en general.
La observación satelitaria ha permitido descubrir bajo las arenas, grandes y magníficas calzadas que unían las antiguas ciudades de Egipto y también el valle del Nilo con el Mar Rojo, que, aparentemente, y según las más viejas tradiciones, fue también un valle antes de que violentos movimientos orográficos permitiesen que el agua del mar penetrase desde su extremo sur. Si la zona no cae en la barbarie en un futuro que hoy vemos oscuro, se podrá investigar sobre esa parte desconocida de la historia de Egipto y sólo recogida muy fragmentariamente en sus propias tradiciones mítico-religiosas, referente a la existencia de varios periodos de esplendor en esas tierras de los que nosotros conocemos tan sólo el que siguió a la unificación de dos grandes reinos previos por Menes, sea este una persona o el nombre de una dinastía.
Un estudio detallado de factores antes no tenidos en cuenta nos revela que la Roma imperial albergaba cientos de casas colectivas de alquiler que ya Augusto, infructuosamente, había limitado en su altura a los 29 metros. Estas “insulae” eran muy parecidas a los primeros rascacielos de finales del siglo XIX, mientras que las calles, atiborradas de gente, al punto de ser todas peatonales, eran semejantes a las vías centrales de una gran ciudad contemporánea. Por otra parte, se han dado a la luz sistemas de convivencia en el Imperio romano que no se habían sospechado, como que la esclavitud era aceptada y alabada por la inmensa mayoría de los esclavos, los que disfrutaban de niveles de vida muy superiores a los de muchos trabajadores del tercer mundo actual; y de una seguridad para su vejez, rodeados de sus descendientes, que causaría la envidia de muchas familias obreras actuales.
La intrahistoria no se detiene solamente en estos aspectos técnicos y formales, sino que trata de desentrañar los capítulos oscuros, las motivaciones escondidas. Hay cadenas de causas y efectos que los historiadores convencionales no habían observado, por ejemplo, que el curioso impulso colonizador de los griegos, entre el siglo VII y el V a. de C. no se debió únicamente a factores económicos, psicológicos ni religiosos, sino a un hecho más simple: la superpoblación de sus ciudades y la potencial violencia que ello conlleva. O sea, que la otrora llamada “colonización” fue más bien una migración… más o menos obligada.
Un grave problema que presenta la aplicación del criterio de la intrahistoria a los acontecimientos más cercanos en el tiempo es que no conviene a los amos de la política, la economía y las creencias actuales que se descubra el trasfondo de los motores que los han llevado al poder.
Desde finales del siglo XVIII se ha impuesto una forzada apreciación histórica basada en un maniqueísmo a ultranza que necesita siempre definir a los “buenos” y a los “malos”, siendo los primeros los inevitables triunfadores. Esto fue generando, poco a poco, la necesidad de “santificar” la guerra y la paz, cosa que se va plasmando en el actual criterio medievalista de volver a mezclar a Dios en los asuntos puramente humanos, por lo general, innobles y egoístas.
Se recurre a todo.
Es tragicómico ver cómo las profecías de Nostradamus han venido a servir de arma psicológica en las guerras napoleónicas, en la de 1914, en la de 1939 y hasta en los conflictos actuales del Oriente Medio.
Los nuevos conceptos históricos, si no degeneran, pueden ser muy útiles al aplicar la psicología y los estudios profundos de los resortes que mueven las actuales maquinarias que empujan al mundo.
Es evidente que necesitamos una renovación, un verdadero rearme moral. Los avances “humanísticos” que pretendió lograr la “modernidad” se han mostrado como falsos; las que han avanzado son las técnicas y las máquinas, pero no los hombres. Y bajo las muy cacareadas democracias y proclamaciones de los derechos humanos subyacen las mismas injusticias y aberraciones que hace mil o diez mil años torturaron a los pueblos… y los mejores diálogos, si quieren ser fructíferos, se suelen cerrar a cañonazos.
El concepto cavernario de que los más deben gobernar sobre los menos, los ricos sobre los pobres y los de la propia cofradía sobre los que no comulgan con ella, ha enviciado el pasado inmediato, que desembocó en este presente vacilante que carece de la posibilidad de imaginar un futuro.
Si a la búsqueda casi detectivesca y al criterio psiquiátrico de la intrahistoria se le sumase la filosofía, es decir, la real búsqueda de la verdad, podríamos extraer unas experiencias valiosísimas de las que estamos cada vez más necesitados, en un mundo en donde los problemas crecen y se complican sin cesar.
No basta con elevar el estandarte de nuestra esperanza, si con él no levantamos, también, los instrumentos eficaces que aporten soluciones de manera rápida y segura.
Hacen falta menos parlamentos y más escuelas y hospitales; menos políticos y más científicos y trabajadores; menos curas, rabinos y ayatolás y más místicos, músicos y poetas; menos movilizaciones militares externas y más movilizaciones militantes internas; menos pacifistas gritones y más hombres y mujeres honrados que quieran trabajar, sanamente, todos los días, sin alardes. Esperemos que así sea.
Notas
[1] El término “intrahistoria” lo introdujo D. Miguel de Unamuno, con un significado que ha pasado al Diccionario de la Real Academia: “Vida tradicional, que sirve de fondo permanente a la historia cambiante y visible”.
Créditos de las imágenes: Margot Richard
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