Evidentemente, la presente generación de este asombroso siglo XX ha tenido el privilegio de asistir a la colocación del Hombre en la Luna. Decimos privilegio, pues, aunque nuevas hazañas empalidezcan muy pronto el evento, este tiene tal dimensión que necesitaremos años para comprenderlo en su debida grandeza y valorarlo.
En cierta medida, a todos nos ha consternado esto, y no acabamos de convencernos de que sea cierto. Más allá de si valía o no el inmenso esfuerzo realizado y el costo fabuloso invertido, más allá de la utilidad pragmática de esta conquista, está el asombro… y, hasta cierto punto, el desconcierto.
Aunque es prematuro predecir en qué medida estas conquistas se traducirán en beneficio de la humanidad, es evidente que se abren campos nuevos a la aplicación de ciertos descubrimientos científicos y técnicos.
Satélites meteorológicos y de comunicaciones ya rinden buenos frutos, y no parece lejano el día en que, en el inmenso laboratorio desgravitacionado del espacio cósmico, puedan realizarse mezclas especiales de metales y cerámicas de gran resistencia y liviandad, además de lentes ópticos y espejos de tamaño inusitado, que tendrían enormes ventajas en su fabricación. Los cuerpos celestes pueden, asimismo, aportar yacimientos de minerales raros en la Tierra, y mutaciones inconcebibles de los que nos son más comunes.
Es obvio que los costos iniciales de estas futuras industrias son también «astronómicos», pero recordemos que, en menor escala, pasó lo mismo en las primeras etapas de fabricación de muchos de los aparatos y elementos que hoy están al alcance del mercado común.
Todos estos eventos repercutirán de alguna manera en las estructuras mentales, psicológicas y objetivas de las organizaciones humanas. Es probable que muchas cosas que parecen hoy muy importantes a los hombres ya no lo sean tanto, y que nuevos campos se abran inesperadamente al interés humano. Lo único seguro es que sobrevendrá un cambio, aunque sea difícil definirlo.
El curso de la humanidad describe trazados espiralados. Generalmente, un hombre no puede prever el futuro, pues la alienación de su momento histórico le impele a contemplarlo como una línea recta que parte de su momento de observación.
Ocurre como si tomásemos una piedra atada a un cordel y la impulsásemos en violento movimiento rotatorio; al desatarse, la trayectoria en que saldría disparada no podría ser prevista por su derrotero anterior.
Así, un hombre del siglo X hubiera augurado un segundo milenio pletórico de catedrales; y un contemporáneo de la Revolución francesa no hubiera podido concebir que, doscientos años más tarde, siguiesen existiendo reyes.
Estamos en peligro de caer en el mismo error y, juzgando el futuro a la luz de nuestro siglo, imaginarlo plagado de máquinas cada vez más grandes y mejores, y con nuestras mismas perspectivas religiosas, filosóficas y políticas. Pero es muy posible que los intereses sociales y económicos, por ejemplo, que hoy nos alienan, no tengan luego la misma importancia, como tampoco la tuvieron hace mil años. Y no porque se hayan «solucionado», tal cual lo entenderíamos ahora, sino porque se hubiesen trasladado los focos de interés.
Tan solo los que hemos frecuentado la filosofía sabemos que los esclavos de Egipto o Roma estaban tanto o más conformes en su condición que el obrero moderno. Las novelas de divulgación pintan, en cambio, una presión social que jamás existió fuera de la literatura moderna. Las mentes avanzadas más grandes de los tiempos antiguos, personificadas en un Buda o un Jesús, en un Confucio o un Platón, jamás se pronunciaron sobre la esclavitud, no porque no hubiesen “alcanzado” la solución del problema, sino porque el mismo no ocupaba entonces el centro de interés.
Cuando las máquinas tornaron inútil el trabajo obligatorio de ese tipo, cambió su importancia. Se podría decir, entonces, que el esclavismo no fue desterrado por ninguna religión ni ideología, sino más bien por un avance tecnológico.
¿De qué nos liberará este nuevo avance? ¿Cuál será la nueva alienación? ¿Tal vez el arte, tal vez la exploración, tal vez la ciencia pura?
Sería aventurado definirlo, puesto que no sabemos exactamente cuál será la nueva alienación; pero, en líneas generales, sabemos que la filosofía, en cuanto es una búsqueda de valores permanentes, no variará en sus esencias. El Hombre es siempre el mismo; lo que cambia es el panorama circundante. La diferencia inconmensurable se da entre la cuadriga y el cohete estelar, pero no entre el auriga y el moderno cosmonauta. Y este es el campo en que va a ser cada vez más útil el filósofo.
El enorme crecimiento técnico no ha sido balanceado por un equivalente desarrollo humanístico: cada día se descubren nuevos elementos químicos, pero no se descubren valores nuevos. Por el contrario: los que ya conocíamos se minimizan más y más. El Hombre vuela más alto, pero no se remonta más dentro de sí mismo; no se conoce ni se domina mejor.
Hoy existen más hambrientos y más analfabetos que los que hubo en cualquier otro momento histórico, pues el crecimiento incontrolado de la natalidad arroja por tierra las mejoras de producción y distribución de riquezas. Una gran angustia anda por los caminos, de la mano de un gran desconcierto.
La solución no ha de ser económica exclusivamente; si no, todos los ricos serían felices. Tampoco la ilustración; si no, todos los universitarios habrían dejado atrás tristezas y dolores. La solución ha de estar en otra parte, ha de buscarse moviendo otros elementos, observando otras cosas.
Y allí está el rol de la filosofía tal cual la entendemos, es decir, una filosofía integral y práctica. Esa filosofía, esa doctrina de la vida, puede iluminar arte, ciencia y política con la luz de una nueva mística que, sin ser religión, haya recogido lo mejor de todas las religiones: su espíritu atemporal.
Y si cada religión dio tanto a tantos en su momento histórico, ¿qué no dará una mística fuerte y libre en esta era espacial? No basta con que el Hombre sea poderoso; hace falta que sea mejor. No basta con que conquiste nuevos mundos; urge que se reconquiste a sí mismo. No basta con que considere como hermano a alguna extraña forma de vida de algún lejano planeta; es imprescindible que se lleve armoniosamente con su padre, con su hijo, con su compañero, con su gobernante.
Esa paz exterior no puede lograrse lanzando cohetes, sino alcanzando la paz interior, que no es inacción, sino acción bien encauzada hacia un buen fin y con buenos medios.
Si en el mundo objetivo, buscando pisar la Luna, se la ha hollado, ¿qué no alcanzaríamos poniendo la misma decisión en llegar a nosotros mismos?
La técnica nos ha llevado a la Luna. Toca ahora a la filosofía llevarnos hasta nosotros mismos.
Créditos de las imágenes: NASA
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