Es común que para señalar ciertos acontecimientos importantes en la Historia, se hable de «eras». Nos hemos acostumbrado a la «era industrial», a la «era atómica», a la «era espacial», y tantas otras que indican la conmoción que esos acontecimientos logran provocar.
Pero esa conmoción no suele ser muy duradera. Los descubrimientos más importantes en cualquier terreno, ocupan la atención por un tiempo, llegan a determinar una era, y luego las oleadas de novedades que surgen aquí y allá borran de la memoria un hecho para sustituirlo por otro, que conmociona a su vez, hasta que le sobrevenga su propio destino de oscurecimiento.
Si dijéramos que ahora estamos en la «era de la información», estaríamos en lo cierto relativamente. En parte, porque esta «era» comparte su auge con otras que todavía continúan en los primeros puestos de la popularidad. Y en parte porque no podríamos establecer con detalles el nacimiento de esta modalidad ni sus características absolutamente propias. Es curioso que nuestro mundo, tan amante de las ciencias exactas y las definiciones, tenga que conformarse con tantas ambigüedades, disfrazándolas de precisiones.
Desde que se ha lanzado la era de la información, abundan las explicaciones sobre lo que es la información. Lejos ya de la sencilla tarea de dar a conocer las cosas, se elaboran mil teorías sobre qué hechos se deben dar a conocer, cómo, cuándo, quiénes, a través de qué medios… En fin, que no pecamos de atrevimiento si aportamos una nueva exposición sobre el mismo tema, aunque no sea totalmente nueva ni totalmente vieja.
Estamos de acuerdo en que informar es poner algo en conocimiento de alguien. Estamos de acuerdo en que la manera de informar ha variado considerablemente a través de los tiempos, pero también es verdad que siempre han existido sistemas de información, aunque los actuales sean más rápidos y tengan más alcance; lo que queda por discutir es si son más perfectos aunque estén más perfeccionados.
En épocas antiguas, cuando todavía no existían los medios escritos o la difusión oral y visual de las noticias a través de aparatos específicos, tarde o temprano todo llegaba a saberse, a menos que uno viviera en el último rincón del mundo. Y eso pasa también ahora… es decir, que hay rincones desgraciados o privilegiados donde no se sabe exactamente qué pasa fuera de esos reducidos confines.
Viajeros, guerreros, peregrinos, juglares, poetas, embajadores oficiales o corresponsales discretamente enmascarados, los acontecimientos circulaban en la medida en que ellos llegaban a villorrios y ciudades, a cortes y tabernas. Entonces, tal como hoy, la información no era pura, porque tampoco eran puras las fuentes en que bebían los transmisores, ni su propia personalidad podía evitar agregar sal y pimienta a las cosas que sabían, a veces por intereses especiales y a veces simplemente por hacerse notar ante el público. Detalle más o menos, casi como ahora…
Son los medios actuales los que han variado la forma pero no el espíritu de la información. Desde la creación de la imprenta hasta aquí, se han multiplicado las publicaciones, han aparecido radios, televisores, magnetofones, grabadores, videos, teléfonos, ordenadores, fax y otros varios artilugios tan maravillosos que casi parecen mágicos. Ellos ofrecen nuevas posibilidades, es verdad, pero ¿ha variado el hombre que dispone de tales elementos en relación a aquellos otros hombres que simplemente recorrían caminos?
No es fácil establecer denominadores comunes, porque no en todo el mundo los medios de información pueden actuar de la misma manera. Si se trata de países donde predominan regímenes tiránicos, o donde sin tiranías a la vista existe sin embargo un control de las noticias, la información estará sometida al crisol de determinados intereses y a recortes sistemáticos.
Pero el avance de las democracias ha incidido fuertemente en el empleo generalizado de los medios de comunicación y en la difusión de las novedades. Aparentemente hay más libertad que nunca para exponer cuanto sucede en el mundo, para alabar o para criticar, para estar de acuerdo o en desacuerdo, para clamar justicia o pedir amparo. Es fácil hacer que el público se ponga a favor o en contra de situaciones, personas, gobiernos, actos o palabras. La información se ha convertido en una forma libre de expresión, sí, pero al mismo tiempo ha asumido el perfil de una de las armas más peligrosas. La información puede mover las masas, pero el que mueve la información tiene más poder que nadie, pues puede promover imparables reacciones en cadena.
La Historia repite muchos de sus hechos, con las innegables variaciones de matices, y un elemento infaltable, desgraciadamente para quienes lo padecen, es la guerra. Mucho se ha hablado de esta explosión de violencia o de heroísmo, de enfrentamiento o de solidaridad que ha llenado tantas páginas en la vida de la humanidad. La guerra sigue en pleno apogeo y la actualidad ha creado nuevas armas para el combate. Precisamente, los medios de comunicación constituyen una de las armas más eficaces por la sutileza con que actúan porque no parecen armas, al contrario, asumen el aspecto de liberadores. Pero la información, según cómo se utilice, puede dañar más que una guerra, más que la peor de las epidemias. Y nunca estaremos del todo seguros de si no hay quienes se valen del acceso a los medios informativos para volcar la opinión pública en uno u otro sentido. Ayer se pensaba de una forma, hoy de otra, y mañana quién sabe… Al no haber una verdadera formación de la inteligencia, la simple opinión puede oscilar como una cometa al viento.
El prodigioso progreso de los medios de comunicación podría haberse constituido en una panacea para la humanidad. Si se hubiesen dedicado a difundir educación, a expandir conocimientos, si hubiesen puesto al alcance de la gente lo que pensaron y crearon los sabios más destacados, esos medios habrían cumplido una misión formativa y no simplemente informativa. El amplio espectro que logran y la gran cantidad de público al que llegan, abarcando todas las edades y condiciones, habría permitido hacer de ellos una verdadera escuela de formación digna del desarrollo civilizatorio.
Pero no. La tarea se ha limitado a lo estrictamente informativo y, en algunos casos, a lo tristemente deformativo.
Veamos lo que sucede en muchas ocasiones:
Aunque muy pocos se atreven a mencionar recortes ni censuras, lo cierto es que existen. Pero como están previamente aceptados y concertados, a las masas les llega lo que se pretende que llegue, junto con todo un esquema de argumentaciones destinadas a rellenar los vacíos que se otra forma habrían resultado evidentes.
Al haber tantos medios actuando al mismo tiempo y en todo el mundo, no es de extrañar que las opiniones vertidas por unos y otros no coincidan para nada, creando confusión en el público. Los resultados: un tomar partido por las cosas sin saber muy bien por qué, o un desinteresarse por las cosas que, en cierta medida, nos atañen a todos.
En oportunidades, lo que se lanza al mercado es lo contrario de la realidad; no es el caso de informar poco o mucho, sino de crear otras ideas bien diferentes a lo que acontece detrás de los mil telones montados en el mundo. ¿Por qué se manipula la información? Porque la libertad es buena hasta que deja de serlo, o hasta que empieza a molestar, o hasta que se descubre que la libertad también da pie a la deformación de las verdades en ese amplio marco en el que todos pueden hacer lo que quieren.
La masificación informativa permite que a toda hora, y por algún medio, se estén difundiendo noticias de toda índole, sin que importe quiénes son los receptáculos de esas noticias. Nuestros niños absorben infinidad de indignidades como si fuese lo más natural del mundo; la hora de las comidas coincide con noticieros en los que se exponen las mayores atrocidades con palabras mesuradas e imágenes escalofriantes; antes de dormir recogemos el resumen de los desastres diarios y nos levantamos con los pronósticos de nuevas catástrofes.
La competencia requiere que el producto informativo resulte atractivo. Por lo tanto, hay que darle realce a toda costa. Nada más sencillo que exaltar la morbosidad latente en las personas y ya se ha conseguido: el que relata el mayor escándalo, el que puede destapar la vida privada de quien sea, u obtener la fotografía más desvergonzada o las palabras que nunca nadie ha pronunciado de verdad, ése está en el candelero. De una piedra se hace una montaña, y además se asegura haber visto y escalado la montaña… De un rumor se obtiene una certeza, y de una presunción una culpabilidad. Que se defiendan los que pueden, que siempre es más fácil calumniar que demostrar la inocencia en quien se ha visto salpicado por las injurias. Y curiosamente, este estilo de mala información, va en perjuicio de los buenos y honrados profesionales que, sin quererlo, se ven imbricados en el conjunto de los manipuladores y los difamadores.
Podríamos continuar con esta lista, pero creemos que estos ejemplos bastan para expresar la falta de formación y, por contra, la deformación que provocan los medios en nuestro mundo actual.
Aunque pudiera parecer una alabanza a la censura, la motivación de lo que viene a continuación es bien diferente. No se trata de privar a la gente de aquello que tiene derecho a conocer, sino de educarla previamente para que pueda conocer y comprender.
Con esto queremos decir que no todas las noticias deberían ser difundidas sin más. Es cierto que al ritmo que avanzan los tiempos, necesitamos saber lo que pasa a diario en todos los sitios, pues hoy, más o menos, todos estamos relacionados y lo que incumbe a unos termina por ser de la incumbencia de todos. Pero de allí a ventilar cuanto hecho macabro ocurre en el mundo, hay una larga distancia. Es que a fuerza de ganar terreno, la información necesita ocupar espacio, y si hay noticias mejor, y si no las hay, hace falta buscarlas, inventarlas o convertir en noticia el hecho más absurdo recurriendo a las triquiñuelas psicológicas más baratas.
Hoy se vende la violencia, el sexo, el crimen, la corrupción, el fanatismo… Pues bien: todo lo que acontece debe encajar por fuerza dentro de los parámetros de la moda. No nos extrañe, pues, que la juventud intente imitar lo que es noticia, o que los niños, desde muy temprano, queden insensibilizados ante los actos más vandálicos y agresivos; para ellos – y para muchos que ya no son niños – el héroe es el bruto y el listo, y los demás son tontos sentimentales pasados de moda. Hasta los dibujos animados rezuman horror y espanto y hay que salir a buscar cariño en los extraterrestres, como si en la tierra esa fuente se hubiera agotado o no fuera cosa de humanos…
Ya es bastante desgracia el que ocurran algunos hechos como para hacer de ellos propaganda desmedida en los medios de comunicación. Y aquí no vale el argumento de que se muestran para que sirvan de ejemplo. Al contrario, en un mundo donde la moral profunda brilla por su ausencia, lo que se toma como ejemplo no es el delito para prevenirlo, sino el delincuente para emularlo. Se nos muestran los crímenes, pero no los castigos; se divulgan los horrores pero no las soluciones; se sabe del malo que ayer fue bueno y del bueno que antes era malo, con lo cual no se sabe quién es quién y en cambio se advierte la posibilidad de ser cualquier cosa con tal de destacar.
Consideramos que la información, como todas las actividades humanas, tiene un límite, y no un límite impuesto por la censura de unas mentalidades determinadas, sino por la vida misma. Todos nosotros, a lo largo del día, tenemos horas para compartir y mostrar, y horas para estar a solas, horas de intimidad. Aunque la moda imponga la grosería de hacer públicas todas las acciones, un cuarto de baño nunca será lo mismo que una biblioteca y una ducha nunca será igual a un concierto. Un libro, un poco de música, son para compartir; la ducha es para higienizarse sin tener que denunciar públicamente cada una de las partículas de suciedad que arrancamos de nuestro cuerpo.
En verdad, lo que queremos es mejor información, de la buena, de la válida, de la que construye, de la que nos ayuda a vivir y a superarnos. Nos gustaría que la cultura ocupara tanto espacio como la trivialidad, ya que no podemos hacer que lo ocupe todo; nos gustaría que el bien hacer y el buen decir fueran más prestigiosos que la grosería, que los sentimientos refinados tuviesen más cabida que la bestialidad y la crueldad. Sí, todo eso nos gustaría. Y lo mejor del caso es que tenemos los medios para hacerlo…
Aunque a veces lo olvidemos, estamos en la era de la información.
Créditos de las imágenes: Waldemar Brandt
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Un atinado analisis del caos impuesto, en un progreso tecnologico imparable, pero que de humano no tiene nada, todo apunta a una manipulacion informativa que solo enriquece a grupos con un poder inusitado. Y pienso que hasta los gobiernos son inoperantes, en crear los limites a semejante avasallamiento del ciudadano, de ultima ellos fueron votados como reaseguro del bienestar y formacion educativa de su pueblo, o solo piensan en acumular una fortuna corrupta. Siempre se esta a tiempo de cambiar, y de hacer las cosas bien.