El concepto cultura podría definirse como el conjunto de valores permanentes, conocimientos científicos, creencias y experiencias que van siendo acumulados generación tras generación por la Humanidad. Siendo los componentes de la Humanidad físicamente efímeros, vencen sin embargo al tiempo y a la muerte, perpetuándose en la transmisión de lo mejor de sí a sus propios descendientes, de manera que el hombre, siempre renovado y joven, es “experiencialmente” cada vez más viejo, y por lo tanto, más apto y más sabio.
Así, sin cultura no hay civilización.
Por lo menos, no hay una civilización viva, capaz de reproducirse en tipos cada vez más evolucionados. Puede perdurar una civilización aun luego de la disolución de su cultura, pero lo hará tal como el cadáver lo hace: sólo un breve tiempo después de la muerte. A poco, el proceso de putrefacción sobreviene, y la unión armónica que otrora regentara todo, se convierte en caótico laboratorio químico y físico, poblado de gusanos y larvas, cubierto tan sólo por fétida mortaja y por la fría lápida del recuerdo de lo que fue, pero no es ya más.
Una civilización viva, con aspiraciones de futuro, requiere de manera inexorable una cultura viva y creciente.
Y la cultura agoniza en el mundo…
Evidentemente, lo arriba afirmado puede escandalizar a muchos. Dirán: “¿Cómo agoniza la cultura en el mundo, si tenemos miles de poetas, cientos de filósofos, millones de científicos, incontables músicos y maestros?”
Sí, los tenemos, y no pocos de prestigio mundial. Mas no nos hemos preguntado seriamente: ¿a qué cantan nuestros poetas?, ¿qué razonan nuestros filósofos?, ¿para quiénes trabajan nuestros científicos?, ¿qué crean nuestros músicos?, ¿qué enseñan nuestros maestros?
¿No es verdad que podrían elevar sus miras? ¿No es cierto que muchos poetas son recortadores de prosas vacías?, ¿que no pocos filósofos carecen de originalidad y simplemente “copian” ideas?, ¿que hay científicos sin alma que trabajan para quien más les pague, sin importarles el uso de sus obras?, ¿que existen músicos compaginadores de estridencias que han convertido los órganos en matracas, sin llegar a convertir las matracas en órganos?, ¿que no escasean los maestros sin la menor vocación pedagógica, que más que verticalizar a sus alumnos los envilecen, transmitiéndoles sus propias chaturas materialistas y los estados glandulares que regulan los escasos resplandores de una mediocre cátedra?
¿No es verdad que no tenemos fe en nuestro propio futuro y damos espaldas a nuestro pasado?, ¿que un conformismo derrotista va reemplazando a las más enaltecidas emociones, y que doctrinas importadas desde países desgarrados por las guerras amenazan seducir a las jóvenes generaciones, animalizándolas?, ¿que nosotros, que alguna vez rompimos gruesas cadenas de hierro, estamos hoy presos por tiras de papel y débiles lazos de sentimentalismo?
No sólo consideremos esto, sino la interacción existente entre continente y contenido.
No son simples factores climáticos los que hicieron que en el siglo I, en Europa, se levantase un palacio de mármol y alabastro, con una nutrida biblioteca, y jardines pletóricos de flores y pájaros adiestrados, mientras que, en el mismo lugar, diez siglos más tarde, se elevaba un oscuro castillo gris, sin baños, sin biblioteca, sin luz ni jardines semejantes.
Cambió el aspecto porque cambió la idea.
Hoy, el aspecto del mundo creado por el hombre se deteriora cada vez más, y bajo la excusa de la libre creatividad, de la libertad, del más egoísta individualismo, vamos descendiendo peldaño a peldaño en usos y costumbres.
Los reyes filósofos y artistas se convirtieron en presidentes prosaicos y efímeros, no educados para gobernar, ni preparados para ello; los músicos y poetas, otrora torturados por genialidades interiores, en alegres o tristes payasos con alma de madera, cuando no de aserrín; los sacerdotes, salvo excepciones, ya no ofician para Dios, sino por apariencias, en nombre del pueblo, del cual ya no son pastores sino empleados que se conforman según los deseos de la plebe.
Al “hieros gamos” lo reemplazó un contrato social, regido por leyes comunes al comercio, y llamado aún, sarcásticamente, “matrimonio”. A la amistad la desalojó la sociedad anónima; al juramento de honor, la fianza que dice “tanto tienes, tanto vales”; al espíritu noble y fuerte de los grandes hombres, la infantil inconsciencia de los esclavos.
Un antiguo libro americano llamado Chilam Balam, nos habla de un mundo futuro en que “los tronos no sean de tres días; los conocimientos no sean de tres días; las amistades no sean de tres días”. En ese viejo libro de historias y presagios, donde mil años antes se describieran los barcos de Hernán Cortés, se encierra un panorama que debemos vivir, o perecer, el panorama de una jerarquización de las costumbres, tomando como punto de apoyo el pasado, utilizando el presente y lanzándonos decididamente hacia el porvenir.
Contrariamente a lo que afirman las hipótesis en boga, el fundamental escollo no es el económico. Las obras más grandes de la filosofía, de la literatura, del arte y de la ciencia universal, fueron elaboradas en condiciones mínimas, muy distantes de los niveles óptimos materiales que hoy se proponen como imprescindible marco a toda obra futura.
La Historia nos demuestra que el dolor y la dificultad han sido siempre acicates y motores inexorables de grandeza. La Roma de Catón, crece; la de Nerón, decae. El cristianismo de los mártires se expande; el de los sacerdotes recubiertos de oro, que habitan palacios lujosos, se desvanece. Las condiciones materiales pueden a veces facilitar el desarrollo de una cultura, pero jamás promoverla.
Lo fundamental es una recopilación cultural, no basada simplemente en híbridos folclores, sino también en las protohistóricas civilizaciones oscurecidas por el hierro, la pólvora y el tiempo.
El nuevo ideal cultural no debe excluir el aporte de ningún pueblo; pero incluyéndolo, sin prioridad de unos sobre otros, debe conformar una simbiosis de unos y de otros, entresacando lo mejor de cada cual, y cercenando lo que esté de más y traba la maravillosa unión de todos los hombres, sean cuales fueren sus formas de creer o de pensar, unidos todos en una sola forma de vivir, de vivir un ideal inmenso, preanunciado por nuestra unidad de esencias y tradiciones, y la comunidad de nuestro futuro.
Urge un eclecticismo cultural en la educación de las nuevas generaciones: urge enseñar a amar antes que a odiar, e impregnar las conciencias de los jóvenes con las armónicas potestades de las alturas, y no con los polvorientos senderillos de un materialismo apoyado exclusivamente en su vientre.
Si por titánico esfuerzo lográsemos levantar la cabeza, gran parte del trabajo estaría hecho y, por natural añadidura, como resultante inevitable, la riqueza se distribuiría más racionalmente, a la par que las responsabilidades y el esfuerzo.
Inútil es planear edenes para pueblos que se sienten esclavos. Previamente es necesario resucitar el orgullo y la fortaleza moral en el fondo del alma de cada hombre, dar un ideal fuerte para hombres fuertes; reemplazar los lloriqueos de los mendicantes por el estoico silencio de los guerreros y los místicos.
Es inútil que un hombre tenga un pedazo de tierra si antes no tiene dentro de él un pedazo de cielo; podrá ser ganado de lustroso pelaje, pero jamás un hombre completo.
Así como el pan es tema preferido entre los hambrientos, la libertad es tema de conversación entre esclavos. Los hombres realmente libres no hablan de libertad: la viven.
Interpretemos esta sed y esta hambre de nuestro mundo: sed de algo más que agua y hambre de algo más que comida. Luego de siglos, un como fermento de presentidas luces hace temblar la pesada tapa del vacío cofre de Pandora, y su único resguardo, la esperanza, se levanta como el sol de la aurora y señala un punto en el horizonte de la Historia, raíz de un nuevo despertar del prometeico gigante.
Créditos de las imágenes: Alex Holyoake
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