Las ciencias sociales, que tan ampliamente se han desarrollado a lo largo de nuestro siglo XX, establecen que la comunicación se confirma como una de las exigencias fundamentales del ser humano, tanto como el hambre física.
Charles Cooley, pionero de la psicología social (1909), define la comunicación como el mecanismo por medio del cual existen y se desarrollan las relaciones humanas. Esto incluye todos los símbolos del espíritu junto con los medios de transmitirlos a través del espacio y mantenerlos en el tiempo: expresión del rostro, actitudes, gestos, tonos de voz, palabras, escritos, impresos, ferrocarriles, telégrafo, teléfono… y todo lo que lleve a la conquista del espacio y del tiempo.
Claude Levi-Strauss, fundador de la antropología estructuralista y uno de los más importantes antropólogos conocidos, nos da también una buena definición: “Se puede interpretar la sociedad en su conjunto en función de una teoría de la comunicación. Esta se opera, por lo menos, en dos planos: comunicación de bienes y servicios y comunicación de mensajes”.
Y René Sherer nos dice: “El gesto, la palabra, el dinero, no se hacen instrumentos de comunicación entre los hombres más que pasando por una primera relación con la divinidad o, por lo menos, con la magia”.
Como principio, podemos establecer que en la Humanidad existe un doble movimiento: uno hacia la particularización y la afirmación de los grupos, cerrándose sobre sí mismos, y otro, contrario a este y a la vez complementario a él, que tiende a relacionarse con los demás, a la interpretación con otros grupos y otras culturas.
Eso mismo es lo que ocurre individualmente, es decir, en el individuo también tenemos esta doble acción: la afirmación de nosotros mismos, de nuestra propia identidad, de decir “este soy yo y no dependo de nadie”, tendiendo a dejar nuestra impronta en las cosas y, a la vez, la necesidad de relacionarnos con los demás. Esto nos demuestra que el ser humano, según afirman ya claramente los especialistas, necesita de un intercambio de experiencias con sus congéneres.
Levi-Strauss, cuando estudia los distintos grupos humanos, encuentra que en todas las sociedades y en todas las culturas, sean de la época que sean, existe una constante que es la base de sus relaciones, y consiste en el intercambio regulado. Este intercambio, basado en unos códigos que todo el mundo acepta, se va abstrayendo hacia algo que es común absolutamente a todos y es lo que él llama las “estructuras elementales del parentesco”, es decir, que para que una sociedad sea tal, se establecen unas reglas de parentesco, aceptadas por todos, que regulan cómo el grupo amplía su difusión uniéndose y procreando, a fin de autoabastecerse y no perecer como tal grupo o sociedad.
Abundando en esto del parentesco o, lo que es lo mismo, en que un grupo se emparente con otro a través de los matrimonios de sus integrantes, encontró Levi-Strauss que el parentesco, al ser un intercambio, es también una comunicación. Pero, más allá de todo esto, pudo comprobar que aun cuando lo que intercambian los grupos humanos sean bienes materiales, lo importante no son estos bienes por sí mismos, sino el significado que dichos bienes materiales tienen para ellos. Por tanto, el intercambio regulado no solo es la base de la sociedad humana, sino que esta necesidad es lo que dio origen al lenguaje, donde también advertimos que lo importante no son las palabras, sino las ideas que a través de ellas somos capaces de transmitir.
Resumiendo, diremos que la comunicación es algo consustancial al ser humano. Tanto es así que, incluso, los psicólogos evolutivos han descubierto últimamente que en los niños pequeños existe antes la conciencia del “nosotros” que la conciencia del “yo”, es decir, antes de que el niño se dé cuenta de que existe él, advierte que hay otras personas a su alrededor, lo cual viene a demostrarnos hasta qué punto está metido en la naturaleza humana ese deseo de comunicación y de relacionarse con los demás.
La comunicación humana, que es, indudablemente, la clave de las relaciones con los demás y del ser social del ser humano, se basaría, según el sociólogo Georges Mead, en que consideramos al otro como nuestro semejante, no que nos identificamos con él. La noción de “otro” es esencial para la comunicación. Tiene que haber una cierta diferencia entre los interlocutores e, incluso, en el diálogo con uno mismo, debe existir necesariamente esta diferencia de nivel. Las mismas reglas que sirven para la comunicación con los demás (coexistencia, interrelación y alteridad) son las que sirven para la comunicación con uno mismo.
Todo el mundo siente la necesidad de una comunicación con su propio ser interior. Esto es lo primero que tiene que plantearse, estableciendo las diferencias que existen entre nuestro propio ego y nuestra personalidad o nuestra psique, ya que sin estas diferencias, o alteridad, no podría existir el diálogo.
En nosotros, como sabemos, coexisten varios “yos”; no es lo mismo el “yo animal” que el “yo humano”, como no es lo mismo el cuerpo que el alma o el espíritu. Por eso podemos comunicarnos, porque existen esas diferencias dentro de nosotros mismos. En la medida en que sepamos conectar con nuestro ser interior, con nuestro espíritu, nos será también más fácil comunicarnos con los demás.
Existen muchos tipos de comunicación. Normalmente, los psicólogos hacen dos apartados: la comunicación verbal y la comunicación no verbal. Según el americano Harrison, a la verbal correspondería un 35%, y a la no verbal, un 55%. Quiere esto decir que no es la palabra lo más importante a la hora de comunicarnos sino que, además, hemos de tener en cuenta otros factores que entran dentro de lo que sería la comunicación extraverbal. En esta existen cuatro categorías, que son como cuatro lenguajes distintos que nos llegan a través del subconsciente, sin darnos cuenta muchas veces, pero son como mensajes que percibimos rápidamente sin necesidad de más explicaciones. Esta especie de códigos de comunicación no verbal serían los siguientes:
Código de actuación: se refiere a los signos que emanan del cuerpo, como puede ser la manera de mirar, de poner las manos, de moverse, etc. Es una forma de expresarse que dice muchas cosas y que llega al subconsciente directamente o, incluso, de manera paralela a como llega el lenguaje verbal.
Código artificial: este sería el de los signos culturales de apariencia, el status syimbol, como por ejemplo, el llevar condecoraciones, joyas u otros signos externos que indican la categoría social o profesional de la persona, si va bien o mal vestida, a la moda, anticuada, etc. Esto es algo que nos llega al primer golpe de vista, de forma también inconsciente, sin necesidad de más comentarios o explicaciones.
Código de mediación: aquí es donde se utilizaban efectos como la luz, el enfoque, el ponerse a una altura distinta o en una posición determinada, coger diferentes ángulos, etc. La misma cosa puede no ser igual si se la mira desde otra perspectiva, con otro tono o color de luz, etc. Este es un código importante.
Código de contexto: es lo que acompaña a la situación, el lugar donde nos situamos, o sea, el espacio que utilizamos y el tiempo. Los lugares donde trabajamos o vivimos nos están dando continuamente una serie de mensajes. De ahí que uno debe organizar su espacio vital y su ambiente de trabajo de acuerdo con su propia idea y finalidad, a fin de que no exista una disociación entre el entorno y uno mismo.
Existen también, dentro de estas categorías, otras como subcategorías o paralenguajes, que serían toda la serie de significados que se le pueden dar a según qué miradas o posturas, guiños, altura e intensidad de la voz, recursos múltiples de la mímica, gestos, etc. Resumiendo: los mensajes no verbales refuerzan o distorsionan el lenguaje verbal, cualifican la relación intersubjetiva y se perciben de forma paralela.
Existen en el ser humano tres ejes de comunicación:
En estas tres vías se va a desarrollar todo el trabajo de nuestro mundo de relación.
Como vemos, la comunicación es una cosa compleja que requiere de nosotros un esfuerzo de armonía por oposición, de equilibrio interno, puesto que si hay fallos en la comunicación con nosotros mismos, van a producirse inexcusablemente, tarde o temprano, fallos en nuestra comunicación con los demás.
Es decir, cuando nosotros vivimos un conflicto de falta de objetivos interiores, de huida de algún problema que no queramos asumir, de no saber quiénes somos ni para qué hemos venido a este mundo, etc., toda esta serie de problemas de identificación con nosotros mismos va a desequilibrar el eje de la profundidad, descuadrando los otros dos, con lo cual nuestra comunicación con los demás va a estar también llena de una serie de factores de inestabilidad que van a romper nuestro equilibrio, generándonos constantes conflictos. Y lo malo no es tenerlos, ya que los conflictos son algo consustancial a todo lo que está vivo; el verdadero problema es que los dejemos sin resolver. La vida es permanentemente conflicto, puesto que surge necesariamente de la fricción entre dos planos de distinta naturaleza: ese choque ya es conflicto, no lo olvidemos. Tenemos, por tanto, no solo que asumirlos, sino que resolverlos.
Evidentemente, la afirmación de uno mismo es lo que nos va a permitir resolver nuestros conflictos interiores. Yo siempre pienso que aquí hay una especie de “garantía” de la Naturaleza, pues cuando hay algo que no va bien en nuestro interior es como si esto nos resguardase de fastidiar demasiado a los demás, pues ya tenemos bastante trabajo con ocuparnos de nosotros. No podemos mantener un “teatro” durante mucho tiempo, pues se nos nota enseguida el desequilibrio que padecemos.
Por tanto, el requisito fundamental es que exista en nosotros una mínima autenticidad, un enfrentamiento serio con nuestras grandes preguntas: qué es lo que más me importa en la vida, adónde quiero llegar, qué quiero ser, cómo lo voy a conseguir, etc., y ese es el punto por donde hay que empezar, entablando seriamente este primer diálogo.
En este sentido, todos los especialistas afirman que es esencial la armonía con uno mismo, es decir, que uno tenga sus objetivos claros y vaya por la vida seguro de conseguirlos. En el fondo, siempre es ese el único problema: librar nuestra propia batalla, asumir la propia vida, y todo consiste en plantearse ese enfrentamiento con uno mismo de una manera clara y dispuesta a ganar.
Parece una perogrullada esto de decir “vivir la propia vida”, pero no lo es tanto, pues no siempre vivimos lo que nosotros hemos elegido vivir, sino que también somos “vividos” por las circunstancias externas, por los demás, etc. Entonces, aunque es muy importante esa afirmación de uno mismo y resolver nuestro propio conflicto de comunicación interna para empezar a enfocar una correcta, constructiva y positiva relación con los demás, esto no significa que tengamos que esperar a establecer esa comunicación horizontal y vertical hasta que hayamos conseguido equilibrarnos interiormente. Recordemos que partimos de la base de que, querámoslo o no, los conflictos vamos a tenerlos siempre. Por tanto, lo importante es conseguir un equilibrio de dentro afuera que nos permita mantenernos en armonía con nuestro entorno vital y con nosotros mismos, estableciendo así una comunicación fluida y sincera en todos los planos.
Una de las opciones que podemos elegir para empezar a practicar nuestra comunicación con los demás, y también la más sencilla, es aprender a escuchar. Nos basamos para afirmar esto en que, en el proceso de comunicación verbal que desarrollamos a lo largo de nuestra vida, se ha calculado que dedicamos un 40% a escuchar y un 35% a hablar. El problema es que, aunque parezca mentira, solamente escuchamos con eficacia un 25% de lo que oímos. De ahí la importancia de saber escuchar, pues es la vía de aprendizaje más fácil y más a nuestro alcance que tenemos para comunicarnos eficazmente con los demás.
Según N. Weiner, el diálogo “es un juego compartido por el que habla y el que escucha contra las fuerzas de la confusión. A menos que ambos hagan un esfuerzo, es prácticamente imposible que se produzca la comunicación interpersonal”. Escuchar supone, pues, un esfuerzo; es algo activo y no simplemente “dejar hablar al otro” permaneciendo en actitud pasiva. Saber escuchar consiste en:
Para iniciarnos en el aprendizaje de la escucha es bueno que empecemos por el ejercicio de escucharnos a nosotros mismos. Para ello, podemos empezar por preguntarnos qué palabras o frases repetimos o pensamos más a menudo. Pueden ser de lo más variado; por ejemplo: “no sirvo para nada”, “si yo no estoy, esto no funciona”, “no me va a dar tiempo”, “conmigo no cuentes”, etc. Es muy sencillo, y esta misma pauta nos va a servir también para escuchar y conocer a los demás.
Una vez que tenemos ya localizada esa expresión nuestra más habitual, observamos cuál es el ciclo del cual va a ser indicada esa expresión. Este se produce por el siguiente orden:
Situación – elaboración mental – comportamiento – sentimiento.
En primer lugar, el ciclo nos dice que vivimos una situación. Esta situación, inexcusablemente provoca en nosotros una elaboración mental, y esa elaboración mental nos provoca, a su vez, un comportamiento y un sentimiento. Esto es una especie de bucle que se produce en nosotros. Saber ahora analizar qué tipo de bucle es, de qué sentimiento estamos hablando, de qué comportamiento y elaboración mental, qué situación estamos viviendo, es relativamente fácil, pues a través de esa expresión que repetimos tan a menudo, podemos conocer cuáles son nuestras elaboraciones mentales o subjetivas, inconscientes o subconscientes, que afloran a nuestro comportamiento diario, con lo que obtendremos la información que pretendíamos.
Por ejemplo, si continuamente estamos diciendo: “no tengo tiempo”, “tengo muchas cosas que hacer, no voy a llegar”, eso genera en nosotros una situación de prisa, y hacemos en nosotros tal sentimiento de agobio que nos comportamos de forma atolondrada, corriendo siempre; incluso en situaciones en que no tendríamos por qué andar tan apurados, nos comportamos como si, automáticamente, estuviéramos programados ya para siempre así. Hay que saber identificar el poder de la mente sobre nosotros mismos y reconocer sus artimañas.
Conseguida esta información, que ha de ser crítica y de comprensión, o sea, sin juzgar si nos gusta o no, pues de lo que se trata en principio es simplemente de detectar, de identificar nuestro diálogo interno, hemos de observar que existen otros elementos que obstaculizan lo que sería una auténtica escucha. Son estos una especie de filtros o barreras que nos colocamos nosotros mismos y que nos restan posibilidades. Por ejemplo, cuando decimos “yo nunca…” o “yo siempre…”, estas expresiones son tan típicas que filtran en nosotros muchas veces la oportunidad de superarnos, porque nosotros mismos consideramos que son como una suerte de barreras inamovibles. No nos coloquemos etiquetas.
Hay tres niveles ya clásicos:
El psicólogo norteamericano Eric Berne utiliza una clave bastante interesante: aplica los criterios de satisfacción con uno mismo y en relación con los demás, sobre el binomio “yo estoy bien/tú estás bien”, ateniéndose a esa tendencia que hay ahora de fijarse más en las actitudes propiamente o en los comportamientos que en las cualidades intrínsecas del individuo. Importa más el estado anímico de una persona que su tipo psicológico, pues se considera que es más fácil cambiar su comportamiento que cambiar a un individuo en sí mismo.
El comportamiento es solo cuestión de hábitos, y estos ya sabemos que, con un mínimo de diez días practicando, podemos cambiarlos e, igualmente, las actitudes se pueden también modificar con solo cambiar las formas mentales que las generan. Sin embargo, a las personas no es tan fácil cambiarlas, por lo que el Dr. Berne opta por esta fórmula ideal del “yo estoy bien/tu estás bien”, la cual produce una serie de comportamientos que benefician nuestro equilibrio anímico, que es lo que importa. Las demás fórmulas es preferible evitarlas, porque si decimos “yo estoy bien/tú no estás bien”, nos erigimos poco menos que en salvadores de la Humanidad y, si optamos por la de “tú estás bien/yo no estoy bien”, nos convertimos en víctimas, y todo el que venga a contarnos algo, como no estamos bien y él sí lo está, nos va a hacer sentirnos mal. Por último, si utilizamos la fórmula “yo no estoy bien/tú no estás bien”, suele ocurrir algo muy curioso, y es que cuando le contamos a alguien que nos duele, por ejemplo, la cabeza, resulta que, por lo general, a él también le duele algo; surge como una especie de competencia tratando de descubrir cuál de los dos está peor. Por tanto, lo mejor es mantener siempre la primera fórmula.
Para esto habría que cuidar los puntos siguientes:
Es mucho más eficaz el hacerse eco de lo que nos dicen y contestar: “es verdad, tú es que tienes mucho trabajo, no sé cómo puedes sacarlo todo adelante, son tantos los problemas que tienes que resolver…”. Entonces el otro, al oír en nosotros ese eco de lo que nos acaba de decir, de golpe, se da cuenta de que no es tanto y que seguramente ni siquiera lo siente así (es bastante normal que muchas veces no nos demos cuenta de lo que decimos, porque hablamos sin pensar y decimos cosas, incluso, que no queríamos haber mencionado) e, inmediatamente, da marcha atrás.
Así, sin decirle nosotros directamente que nos parece una tontería lo que nos acaba de decir, se lo hemos hecho ver al repetírselo haciéndole eco. Esto le impacta mucho más que si tratamos de convencerle desde una posición salvadora. También, el hacerse eco de la otra persona está demostrado que sirve, incluso, para calmarle los nervios si viene muy excitado. Es muy difícil intentar serenar el ánimo de alguien que está muy enfadado, pero si nosotros nos hacemos eco de su enfado, inmediatamente se calma. También existe la posibilidad de intercalar preguntas intrascendentes para “enfriar” el clima, si la situación se pone difícil o está demasiado tensa. Este, como el eco, es un buen truco y es importante saberlos utilizar ambos, porque surten un efecto fulminante.
No dejarse enganchar, mantenerse siempre neutral, para facilitar al otro la solución de su problema. En general, nadie quiere que le den soluciones, pues, en el fondo, estamos todos inseguros y lo que queremos es que nos ayuden a encontrarlas por nosotros mismos.
Cuando alguien viene a contarnos algo, no le importa nada lo que le vayamos a decir; lo que necesita es que le escuchemos de una forma activa, es decir, que nos hagamos eco de sus palabras, que le vayamos haciendo preguntas positivas, a la manera platónica, para que avance en sus ideas y busque él mismo las soluciones, como ya vimos anteriormente. De esta manera, esta persona va a decir al final lo que quiere decir, porque partimos del principio filosófico de que cada uno lleva dentro de sí mismo las soluciones de sus problemas, y se va a sentir muchísimo mejor si su interlocutor le ha ayudado a conseguirlo. Entonces nos va a estar eternamente agradecido porque, en nuestra dinámica de relación, nos damos perfectamente cuenta de cuándo alguien nos ha ayudado, aunque no lo exterioricemos y no haya sido explícitamente.
También es mucho más positivo, para quien necesita solucionar un problema, sentir que la solución la ha encontrado él, porque así se va a identificar mucho más con ella.
Por tanto, partiendo de la base de que a la gente no le interesa nada lo que les vayan a contar, nuestra posición cambia radicalmente, pues ya no estamos “salvando” a los demás, sino que simplemente les estamos ayudando.
Resumiendo, creo que es bueno reflexionar sobre estas ideas, pues aunque muchas de las propuestas que planteamos pueden parecer verdades de Perogrullo, en realidad es importante tenerlas en cuenta, porque forman parte de nuestra vida cotidiana. En nuestra situación actual de aceleración de los tiempos (lo cual suele ocurrir siempre en los finales de siglo), el problema de comunicación se ha viciado excesivamente pues, cada vez más, se desvirtúa la condición humana como ser social a causa del individualismo receloso y conflictivo, que tan frecuentemente nos afecta. Entonces, los cauces equilibrados de una civilización ecológica de vida social se han ido perdiendo o se han tergiversado.
Al masificarse la sociedad, está claro que las dificultades de la comunicación aumentan en la misma medida que aumentan los problemas de trabajo del grupo. Por ejemplo, en una empresa o en una organización cualquiera, está demostrado que al aumentar de tamaño, empiezan a surgir determinados tipos de problemas de comunicación entre los integrantes de la misma; esto suele ocurrir cuando se pierde lo que los sociólogos llaman el tamaño humano del grupo.
En la Antigüedad, las sociedades naturales que existían en las ciudades griegas, por ejemplo, no tenían necesidad de que ningún especialista les hiciera un estudio de psicología social, porque había un intercambio natural en la comunicación; pero en nuestros días, al masificarse los grupos se ha visto que lo que se empieza a dar son sucedáneos de comunicación. Los medios de comunicación de masas, aunque se llaman así, no son tales; no son de comunicación, sino de información, o lo que es peor aún, de manipulación en la mayoría de los casos, y lo que proponen es un sistema de aislamiento, de ciudades sin personalidad, de falta de enraizamiento en los individuos, de falta de conocimiento de la propia identidad, etc. Ante este sistema de “comunicación” viciado y sin contenido, proponemos una vuelta a los orígenes y, en este sentido, aunque parezca muy simple y sean cosas muy elementales las que hemos tratado, es necesario que volvamos a ellas, para recrear una nueva sociedad que promueva las relaciones humanas de auténtica comunicación y concordia entre todos.
Todo lo que proponemos son pequeñas vías, pequeñas técnicas sencillas para que nuestra psique nos permita, junto con las psiques de los demás, tener una mejor relación e integrarnos en un todo que nos libere del aislamiento y la soledad. No estamos aún tan evolucionados espiritualmente como para captar de verdad ese ideal de fraternidad universal que conformaría una sociedad verdaderamente humana en el más elevado sentido de la expresión. Esto es todavía una aspiración, algo muy bello pero que, en nuestra vida diaria, no sabemos aún plasmar por falta de preparación, de desarrollo de las facultades que aún tenemos dormidas y que habremos de desarrollar en un futuro. Por eso, es bueno que pensemos en todas estas cosas, que son como “de andar por casa” y que, por simples y fáciles, las damos muchas veces por sobreentendidas. Pero lo cierto es que, en el fondo, tenemos conciencia de que no las hacemos bien, porque ni sabemos escuchar a los demás ni sabemos todavía lo más auténtico nuestro. El hombre de hoy vive, en general, como decía Ortega, “en un filisteísmo provinciano tan estrecho, que no deja margen para hablar con elevada claridad sobre los temas más hondos de lo humano”. Somos nosotros los que, desde nuestra mentalidad de filósofos, de buscadores y amantes de la verdad, tenemos que promover esta comunicación de alma con alma, de nuestra parte más elevada como humanos para llegar a ser realmente seres humanos.
Créditos de las imágenes: Ben White
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Excelente artículo.
A pesar de que tenemos más vías o medios para comunicarnos, lo cierto es que humanamente aún nos falta mucho para sabernos comunicar y saber escuchar. ES todavía una asignatura pendiente.
Gracias por los consejos y reflexiones, son muy interesantes.
Un saludo
Susana
Esra importante lectura realza que el ser humano es un ser social .Y para que haya la expresividad,,la claridad,la empatía entre los seres humanos.Debe existir primordialmente un conocimiento,diálogo y escucha de uno mismo.Si existe esa sanidad espiritual,personal entonces podremos abrir paso al otro y comunicarnos con sincera y fluidez necesaria para contar nuestras experiencias y lógico teniendo una buena escucha con nuestro interlocutor.Es fascinante el tema de comunicación y cada día debemos practicarla y sobre todo hacerla de manera cordial,dando confianza.
Mil gracias
Atte
María Mercedes Delgado España