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La cárcel del tiempo

A través de estas palabras intentaremos ver qué es el tiempo y por qué nos aprisiona; qué es lo que podemos hacer para no estar siempre atados a un amo duro y cruel, que se suele manifestar en gran cantidad de casos bajo una apariencia pequeña e inofensiva, como los relojes que llevamos puestos.

Cuando hablamos de las grandes coordenadas que rigen al hombre y lo sitúan dentro de la existencia, mencionamos el “tiempo” y el “espacio”. ¿En qué espacio nos desenvolvemos?, ¿cuánto podemos llegar a durar? Nuestro espacio y nuestro tiempo, si bien son dos grandes coordenadas, se nos han tornado pequeñas y hemos olvidado que también se manifiestan, aunque con formas un poco más variadas, en otras dimensiones, en otros planos, en otras formas de ser que también posee el hombre.

Si al decir de los antiguos –e, incluso, como se sostuvo a lo largo de toda la Edad Media, y como muchos filósofos aún concuerdan en afirmar–, el hombre es algo más que materia, si en el hombre existen otras formas de expresión, otras dimensiones, el tiempo y el espacio se adaptarán, lógicamente, a esas otras dimensiones.

¿Es acaso el tiempo exactamente igual para el cuerpo, para la psiquis, para la mente, para el alma? Evidentemente no. Estas coordenadas se vuelven diferentes en cuanto entran en otro plano de manifestación. Se hacen más plásticas, el espacio tiene otra forma de expresarse, el tiempo tiene otra duración.

Hay un tiempo físico que son capaces de medir las manillas del reloj, hay un tiempo mental que nos sirve para aprender determinadas cosas, más o menos largo según lo que vamos a aprender, y hay un tiempo espiritual, al que podemos relacionar con la evolución, verdaderamente largo. En este sentido, a veces caminamos como la más pesada de las tortugas, si es que nos movemos.

Hagámonos las grandes preguntas que se hicieron los antiguos: ¿existe el tiempo, es el tiempo algo que corre? ¿O quienes corremos y nos movemos somos nosotros y el tiempo es, sencillamente, estático y se deja atravesar por nuestros cuerpos, por nuestra mente, por nosotros como seres espirituales?

El tiempo psicológico, el tiempo mental, el tiempo espiritual tienen una plasticidad que no tiene el tiempo físico. Y por eso el tiempo físico puede presentarse ante nosotros como una cárcel, con barrotes duros y rígidos que nos mantienen aprisionados hasta hacernos sentir que estamos inmersos en una trampa sin poder hacer absolutamente nada.

El peligro que entraña el no dominio del tiempo es que podemos llegar al final de la vida con una terrible pregunta a cuestas: ¿qué hice de mi vida? ¿Dónde están mis años? ¿Qué he logrado atesorar?

Apenas una carrera hacia delante, apenas un intentar mover los barrotes del tiempo y, sin embargo, la incapacidad, la imposibilidad de concebir algo que vaya más allá de la materia nos obliga a estar encerrados dentro de un diminuto reloj.

¿Por qué el hombre se encarcela dentro del tiempo? Hay varios factores que nos arrastran a ello. Por ejemplo, la incapacidad de concebir ninguna otra cosa. ¿A quién se le puede ocurrir pensar que el tiempo mental sea diferente?

Además, existe una fuerza difícil de vencer en el gregarismo humano. Cuando todos hacen algo, parece ser que debemos hacerlo. Y si todos se dejan atrapar por el tiempo, por lo visto debemos todos dejarnos atrapar por él igualmente y ser sus prisioneros.

Existe otro factor. Es el factor comodidad. El tiempo, la medición, la rigidez, la hora de sesenta minutos, el día de veinticuatro horas nos dan una cierta seguridad, un cierto dominio, como si pudiésemos manejarnos con cifras, con limitaciones o con dimensiones que nos tranquilizan. Porque si saltamos a otra dimensión, carecemos de medidas, nos sentimos inseguros e, inmediatamente, retornamos a nuestra cárcel como felices prisioneros.

Hace falta, pues, para no ser prisioneros del tiempo, empezar por desear salir de esa cárcel. No hay peor prisionero que aquel que se siente a gusto, cómodo, dentro de su cárcel.

Esto no es nada bueno. En viejos libros de muy antigua tradición, al discípulo se le recuerda: “Cuidado, discípulo: si tu alma sonríe dentro de tu cuerpo, si canta dentro de su crisálida de carne y materia, si llora en su castillo de ilusiones, sabe, discípulo, que tu alma es de la tierra”. Y así decimos nosotros siguiendo esta enseñanza: si nos sentimos a gusto dentro de los barrotes del tiempo, si somos felices midiéndonos en base a minutos y a horas, somos prisioneros nada más que porque queremos.

Porque queremos hemos escogido un ritmo de vida, un ciclo que nos obliga a hacer una serie de cosas determinadas en el tiempo.

Nace un niño y está el tiempo en que se le permite jugar porque es niño. Luego viene el tiempo en que el niño debe aprender a leer y escribir, porque dicho “tiempo” lo indica. Cuando algún niño manifiesta fuera de tiempo la posibilidad de leer o de escribir, todos aterrados publicamos y leemos: “monstruo hablando a los ocho meses; monstruo escribiendo a los 2 años”. No está en el tiempo; el tiempo indica que hay que tener determinados años para leer o escribir.

Y el tiempo nos sigue indicando hasta dónde llega el próximo barrote. ¿Cómo seguiremos viviendo? ¿Cuáles son los juegos que ya no se pueden jugar? ¿Cuáles son las ilusiones que ya no se pueden tener? ¿Cuáles los sueños que no se pueden sostener, porque ya no son de niños?

Cuando pasa el tiempo y se tienen catorce, quince, dieciséis años, ya no se puede ser inocente, porque claro, uno ya ha “entrado en la vida”. Ya no se puede soñar; la poesía debe cambiar, ya no se miran más los pájaros, y el sol y la luna son adornos en el cielo.

Más adelante sabemos que hay que preparar una carrera, eso es fundamental. Para valer hay que tener una carrera. Si a alguno no le gusta, mala suerte.

Resultado: a los tres días de terminado el examen final y con flamante diploma colgado en nuestra pared, nos hacen una pregunta y necesitamos consultar nuestros libros.

Esto sucede porque no se ha aprendido verdaderamente. Fue una de tantas imposiciones del tiempo. Como esas otras imposiciones que dicen que hay que casarse, cosa que está perfectamente bien siempre y cuando no lo imponga el tiempo y sea una decisión natural de dos personas que quieren hacerlo, pero no porque hayan cumplido los años “propios” para ello.

El eslogan más corriente es decirle a una pobre niña, amargándola para siempre: “Hija, ya tienes veinticinco años, ¿cuándo te vas a casar?, ya es tiempo, ¿verdad?”. Y claro, la pobre siente que sus veinticinco años son una tonelada que lleva a las espaldas, y como no se ha casado todavía, será marcada por siempre jamás, porque no entró en la rueda del tiempo, en la cosa señalada.

Cuando ya se casan y el hijo no nace más o menos pronto, viene la otra pregunta: “Hijos míos, ya lleváis tres años casados: ¿y los niños?”. Esa pobre pareja se siente hundida debajo de un enorme peso, porque a veces no puede contestar por qué no llegaron, o no se atreve a decir que porque no se puede o porque no se quiere. “El tiempo” indica que hay un ciclo y es necesario, forzosamente necesario, cumplir con el ciclo y besar los barrotes uno a uno, tal como están distribuidos.

Por no seguir con los barrotes más tristes, aquellos que vienen después, cuando uno es viejo y esa palabra significa que no podemos hacer nada. Viejo significa triste, amargado, solo, alejado, y hay que cumplir con el rito del tiempo. No se puede reír, no se puede jugar, no se puede soñar, no se puede vestir de color, no se puede buscar nada nuevo. ¿Por qué? Porque el tiempo indica que uno es viejo.

Y este es un ciclo que nos come la vida. Este es el gran ciclo que se revierte en el pequeño ciclo de todos los días, que nos come todas las horas, pues ya están prefijadas. Horas prefijadas para levantarse, para vestirse, para lavarse, para estudiar, para trabajar, para comer, para seguir trabajando, para volver a lavarse, para volver a dormir…

A veces está en medio la hora de la televisión, o la hora del diario que se lee, o de la revista que se hojea apresuradamente. Y uno se queda esperando el ciclo, el pequeño ciclo del día que se revierte en el gran ciclo, en el enorme ciclo de todos los días.

No queremos decir con esto que podamos escapar de ciertos ritmos. Algunos ritmos de la vida son absolutamente necesarios. No podemos escapar de ellos. No podemos evadirnos de jugar cuando somos niños, de crecer, de tener que estudiar, de tener que trabajar en algo…Eso es absolutamente natural.

 

Lo que se impone para no estar prisioneros en la cárcel del tiempo es no dejarse atrapar por el ritmo, sino sentirlo y vivirlo como algo natural. Para poder vivir el tiempo con sus procesos naturales, deberíamos distinguir entre lo que podríamos llamar tiempo activo y tiempo pasivo. Llamaremos “tiempo activo” al que significa evolución y crecimiento. Y “tiempo pasivo” al que supone inercia en cuanto a dichos valores.

El tiempo activo no es el que se mueve mucho, es el que puede caminar mucho. Pero a veces se camina mucho muy lentamente. Recordemos al respecto las famosas anécdotas de fábulas de carreras entre liebres y tortugas, y cómo generalmente ganan las que son lentas, porque tienen la preciosa condición de la continuidad, de la perseverancia, de la persistencia.

Así que, para salirse de esa cárcel, hay que tener verdadero deseo de hacerlo y lograr la posibilidad de vivir un tiempo verdaderamente activo.

Consideremos otro punto más: el del tiempo concebido como una gran energía. Nosotros, como seres humanos, disponemos de energía y tenemos la capacidad de escoger dónde vamos a volcarla. Refiriéndonos al tiempo, lo inteligente es invertir nuestra energía no en lo que tiene apariencia de muchas horas, sino en lo que es efectivamente duradero; o, por emplear un término filosófico, en aquello que tiene aspecto de eternidad. Si ponemos nuestra energía en lo eterno y no en lo pasajero, nuestro tiempo habrá sido realmente aprovechado.

Así, si el tiempo es energía, hay que distribuirla inteligentemente. La energía llevada al tiempo nos acerca a la eternidad, a aquellos misterios profundos en que las cosas no cambian jamás.

Tenemos aún más factores por considerar aparte del tiempo-activo, que es evolución, y el tiempo-energía, que es eternidad. Un factor importantísimo es juventud.

¿Qué es juventud? Juventud es, precisamente, salir de la cárcel del tiempo. Juventud es colocar nuestra conciencia no en un cuerpo que está destinado a gastarse y envejecer, sino en lo eterno, en aquello que es siempre y que permite reconocernos y decir: “Yo soy”. Porque hay una continuidad desde que fuimos niños, jóvenes, hombres maduros, ancianos. ¿Qué es lo que nos permite reconocernos? ¿Cuál es ese hilo que une todas las cuentas del collar y que viene desde el fondo del tiempo a plantarse en nuestro presente? Allí es donde nace la juventud sin tiempo; allí es donde se abren los barrotes de la cárcel…

Con estos tres factores nos podemos lanzar verdaderamente a romper aquello que nos tiene detenidos. Esto, que puede parecer para nosotros casi imposible, era, sin embargo, un estudio al que dedicaban mucho tiempo –valga la redundancia– los antiguos en las escuelas de misterios, dado que, de alguna manera, habían logrado manejar el tiempo.

¿Cómo? A través de una conciencia y de una atención continuas, y no de altibajos. ¿Por qué nosotros tenemos tan a menudo la sensación de un tiempo que nos sacude y nos traspasa? Porque vivimos a saltos, porque nuestra conciencia se ubica en cada punto solo unos instantes, pues hay cosas que la distraen. Y nuestra atención se desespera porque el tiempo le pesa en cuanto no logra continuidad.

Tal vez uno de los secretos más difíciles de comprender de estos grandes sabios haya sido ese sentido de la continuidad y de una conciencia tan fija que el tiempo se tranquilizaba, se estabilizaba y se tornaba activo, por cuanto la atención podía abarcar todo lo que necesitaba.

Ellos han acelerado el tiempo. Han transformado el futuro en presente. Han acelerado su evolución, su capacidad de conocer, de comprender, y con esa aceleración de tiempo han asumido una dimensión de grandiosidad que nos maravilla y nos hace hablar de grandes seres, grandes Maestros, Iniciados.

Entre las viejas tradiciones que aún se guardan –aunque entrecortadas y a veces hasta incomprensibles–, podemos encontrar referencia a las ceremonias que se celebraban en el viejo Egipto, en el Caracol de Abydos. Eran todas ceremonias relativas al tiempo.

El caracol era el símbolo del tiempo, y el hombre que se internaba en sus recovecos misteriosos tenía que pasar una serie de pruebas vinculadas al tiempo. Al salir, de alguna manera tenía que haber trascendido el sentido del tiempo.

Ese era el símbolo que se atribuía al caracol, con su casa a cuestas, con su tiempo de pequeñas experiencias sobre la espalda, pero con la capacidad de levantar sus ojos y sus antenas por encima de la cabeza, del cuerpo, de la materia inerte y pesada.

Ya en el viejo Egipto, jóvenes discípulos –jóvenes con esa juventud sin cárcel y sin barrera– se reunían en el interior de los templos para celebrar ceremonias a su dios del tiempo, a su capacidad de pasar más allá de aquello que les retenía.

Hoy estamos encarcelados. ¿Escuelas de misterios e iniciáticas? No se conocen. ¿Posibilidades de realizar ceremonias mágicas? Pocas o ninguna, puesto que estas cosas se consideran “sectarias”.

Estamos viviendo un momento histórico de aceleración en los tiempos. Todo a nuestro alrededor se acelera. Como aceptaban muchos pensadores e historiadores, el transcurrir de la vida no es una simple línea recta de evolución constante y ascendente donde el día de hoy es siempre mejor que el de ayer y el de mañana será mejor que el de hoy.

El proceso histórico ascendente no es una línea, sino una espiral –como el caracol de los egipcios– que asciende, pero lo hace lentamente, vuelta a vuelta, paso a paso.

En cualquier espiral, si hiciésemos una prueba física, veríamos que hay instantes de “giro” –sobre todo, cuando estamos a punto de cambiar de dirección–, en que se produce una pequeña aceleración. Es la aceleración e impulso que necesitamos para subir un paso más en el giro histórico que estamos dando.

El análisis de lo que sucede en todos los niveles, a lo largo de toda la Tierra, nos permite determinar que estamos en uno de estos momentos que, aparentemente, y bajo una visión fría y un poco fatalista, resulta terrible.

En este momento de aceleración no podemos jugar al tiempo pasivo, a quedarnos dentro de los barrotes, porque, en ese caso, la Historia nos barrerá. Tenemos que jugar a estar a tono con la Historia.

¿Cómo vamos a hacerlo? Cada cual tiene en su tiempo, a todos los niveles, una posibilidad de hacerlo.

Cada cual tiene en su tiempo físico una posibilidad de contabilizar mejor sus minutos. Cada cual tiene en su tiempo psicológico una posibilidad de buscar mejores y más depurados momentos. Cada cual tiene en su tiempo mental la posibilidad de escoger los conocimientos o de investigar las leyes o conceptos que le permitan ampliar el ámbito de la estrecha cárcel en la cual nos movemos. Cada cual tiene espiritualmente la posibilidad de buscarse y encontrarse, y cumplir con aquel requisito que se exigía desde hace tiempo en los viejos Templos: “¡Conócete a ti mismo!”.

Todos tenemos la posibilidad de alargar el tiempo, la vida, y acelerar el proceso de evolución.

Todos tenemos la posibilidad de ser jóvenes. De hecho, lo somos. Bastaría nada más que variar el punto de conciencia.

Nosotros dirigimos el tiempo, no es el tiempo que nos traga a nosotros. Entonces vamos a gestar el milagro de salirnos del tiempo material, de las horas que nos indican cómo “debemos” ser; el milagro de abrir los barrotes y lanzar hacia delante el alma, que es siempre joven.

Abrir las barreras no significa eliminar relojes, la vida diaria y el complejo proceso vital. Significa vivir, además del tiempo de los relojes, la otra vida en las otras dimensiones, en los otros tiempos. Y que cada día no nos resulte de veinticuatro, sino de infinitas horas.

Nunca en Nueva Acrópolis –ni en nuestras breves charlas semanales ni en nuestras clases– hemos prometido prodigios exóticos, ni milagros fuera de la Naturaleza, porque tampoco consideramos que los milagros estén fuera de la Naturaleza. Desde el momento en que se producen es que forman parte de ella.

Si desde estas páginas pudiese, os lanzaría juventud a manos llenas. Pero no la juventud de los años, no la de los rostros. Lanzaría esa otra fuerza que nos dice: “¡qué importa el tiempo, si yo soy, si yo estoy! ¡Qué importa lo que midan las horas si yo estoy más allá de estas horas, y vengo desde antes que ellas!”.

Que seamos todos nosotros infinitamente libres, infinitamente jóvenes, infinitamente humanos, infinitamente nosotros.

Delia Steinberg Guzmán.

Créditos de las imágenes: Origen desconocido

JC del Río

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