Hace ya muchos años asistí a la proyección de una súper-producción cinematográfica llamada “La caída del Imperio Romano”. Luego volví a verla varias veces, atraído por la acertada interpretación que se hace del Emperador Marco Aurelio y de su época; pero la primera visión me resultó imborrable.
Muy especialmente, aquella de la locura del Emperador Cómodo, que heredando todos los bienes espirituales y materiales del Emperador-filósofo al que había creído su padre, los agota hasta morir. Y cómo el pueblo se contagia de su locura, y con muchísimas máscaras sale a la calle a bailar y gritar que ahora ya no hay un César, sino miles. Vuelan las monedas de oro. Se saquean los templos.
El viejo filósofo Timócrates mira con ojos desorbitados, desde el borde mismo de su tumba, ese espectáculo que pretende ser una fiesta, el nacimiento de un mundo nuevo, pero que no pasa de una gran mascarada en medio de la cual muere una forma de civilización y de entendimiento, sin que casi nadie se dé cuenta de ello.
Aunque por razones de mercado, en la filmación de marras se hace aparecer a Timócrates como un converso cristiano, históricamente sabemos que era un estoico, un filósofo que asesoraba a Marco Aurelio de la misma manera que el filósofo Séneca asesoró, mientras pudo, al Emperador Nerón. En verdad fueron muchos los Emperadores, empezando por el primero, Octavio Augusto, que buscaron el consejo de los filósofos estoicos.
Dado su peso histórico en ese momento tan crucial para Occidente, es interesante tener una idea sencilla pero firme de quiénes eran estos estoicos y qué podemos extraer de sus enseñanzas.
Aclaremos, primeramente, que según nuestra propia posición filosófica, los hombres no inventan -estrictamente hablando- absolutamente nada: simplemente lo descubren, ya que todo está potencialmente en la Naturaleza, en su mecánica y en Dios, en su esencia. El acto de inventar sería, desde este punto de vista esotérico, una forma de descubrimiento interior y un pasar este descubrimiento de las tinieblas a la luz -como diría Parménides- para que se haga inteligible, visible y aplicable prácticamente.
De tal suerte podríamos descubrir una “actitud estoica” en numerosos hombres desde los tiempos más remotos. Pero a lo que nos referiremos seguidamente es al “Estoicismo” o doctrina desarrollada por la Escuela Estoica.
La fundación de esta Escuela de Filosofía se debe a Zenón, hijo de un mercader, que leyó las obras de los filósofos socráticos y grandemente atraído por estas disciplinas, oyó cuidadosamente las enseñanzas de los Cínicos. Diógenes Laercio afirma que Zenón, sintiendo repugnancia por ciertas desviaciones intelectualistas en que habían caído los Cínicos, decidió expresar sus propios pensamientos en las galerías del mercado y más exactamente en la puerta o “Estoa”; de allí vendría la denominación de “Estoicos” con que se les conoció más tarde.
Zenón nació en Chipre hacia el 358 a.C. y falleció en Atenas a muy avanzada edad, que se estima en 98 años, aunque uno de sus discípulos, Perseo, afirma que sólo tenía 72. Su padre, Mnaseas, ayudó tal vez inconscientemente a la aparición de este fenómeno del estoicismo, pues gracias a las representaciones comerciales que otorgó a su hijo en Atenas, lo puso en contacto con los grandes pensadores del siglo IV a.C. Su primer maestro fue Crates, discípulo directo de Diógenes. El primer libro de Zenón se llamó “Política”, tal vez ya influenciado por sus siguientes maestros de la Academia.
Según el mismo Diógenes Laercio, se tomó 20 años de reflexión antes de atreverse a hablar por sí en la famosa Puerta, al noroeste del Agora, que estaba pintada por Polignoto y había sido sitio de encuentro de los Poetas. Zenón logró tanto éxito que poderosos reyes de su época, como Antígono, y Ptolomeo Philadelpho, lo reclamaron como asesor en asuntos de Estado, pero éste rechazó esas honrosas oportunidades. Tan sólo no pudo evitar que la ciudad de Atenas, que lo hizo su hijo adoptivo, le ofreciese una corona de oro a su ya muerta cabeza y una sepultura triunfal en el Ceramio.
Afirman sus historiadores que la virtud de su entrega a lo que luego sería llamado “estoicismo”, tiene un doble valor si consideramos que siendo joven, al instalarse en Atenas, poseía una fortuna personal de unos cinco millones de dólares USA, traducidas a la actualidad las cifras. Y que esa fortuna, originalmente compuesta por cargamentos de púrpura y de plata, la invirtió totalmente en la adquisición de libros que quedaron a disposición de los ciudadanos de Atenas, y en ayudas para que los más jóvenes pudiesen viajar desde lejanos países hasta el entonces Corazón del Pensamiento, la bella capital que aún nos sobrecoge con su Partenón.
Desgraciadamente, de sus numerosos escritos no nos quedan más que los títulos recopilados en las bibliotecas romanas desaparecidas, podemos citar: “De la Etica de Crates”; “De la Vida Informe de la Naturaleza”; “De la Naturaleza del Hombre”; “De las Pasiones”; “De lo Conveniente” y numerosos estudios sobre las obras de Platón, como uno titulado “El Arte de Amar” inspirado en “El Banquete”, que no sabemos hasta donde inspiraría de alguna manera la obra homónima de Ovidio Nasón escrita más de 300 años más tarde. También habría realizado estudios sobre Homero y escrito poesías.
Tan singular personaje desarrolló una Filosofía basada en la búsqueda directa de la Realidad, pero no una Realidad tan sólo óntica y metafísica, sino una Realidad que se refleja y anida en todas las cosas y que da a luz la Fuerza, el Movimiento y la Naturaleza toda. Dios era denominado como “El Alma del Mundo” y en El estarían inmanentes todas las cosas.
Para los estoicos el Hombre es fundamentalmente un Individuo que tan sólo madurando se convierte en verdadero Ciudadano. Esto fuerza a entender al Hombre como a toda la Humanidad, más allá de todas las fronteras y acondicionamientos. El Hombre de los estoicos es fundamentalmente libre, pero con una Libertad Natural que no es amiga sino enemiga de las esclavizadoras pasiones.
La filosofía estoica divide las cosas en aquellas que dependen de nosotros y aquellas que no dependen de nosotros. Las que dependen de nosotros pueden ser las opiniones, los movimientos, las reacciones, el valor, la dignidad, el desarrollo de la inteligencia y de las virtudes, el ejercicio de la voluntad. Las que no dependen de nosotros son los cuerpos, los bienes, las dignidades, el entorno, la Naturaleza, el Destino.
Los obstáculos serios que encontramos en la vida devendrían en buena parte de no hacer una real diferenciación entre las cosas y no atinar a manejarlas con justicia y justeza. Si cada uno tomase de la vida tan sólo lo que le pertenece, y considerase extraño a él lo que de él no depende, muchas situaciones angustiosas se superarían fácilmente.
Decía el famoso estoico Epicteto: “Aunque yo soy cojo, constituye esta falta un obstáculo para mi cuerpo, que no depende de mi, pero no para mi voluntad”.
La voluntad libre y pura, de acuerdo con la Naturaleza, es para el Estoicismo, el “principio fecundo” de toda Moral. Los estoicos insisten en que la Moral no debe ser abstractamente intelectualizada, sino una forma de vivencia cotidiana. El sabio es el que puede comprender y marchar al ritmo de “Aquello que todo lo produce”. No niega la realidad del objeto, sino que se apoya en él para realizar su Ser. Si el sabio llega a este estado, deja de ser “esclavo” y se convierte en “libre”.
Pero debe entender la “necesidad de las cosas”; doctrina de la “necesidad” de la marcha del Universo, que por otra parte sostienen las Escuelas de Misterios de la antigüedad y los verdaderos esoteristas de todos los tiempos. El Tiempo marcha y nos somete a sus ciclos; pero el Tiempo es necesario para la purificación y la conciencia de la propia inmortalidad natural, sin obligatoriedad de creer adquirirla a través del sometimiento a ninguna forma de Fe, Religión o Secta.
La “razón del sabio” es para el Estoicismo, el conciliar amablemente y sin desplantes la propia libertad con la obediencia a la Ley Natural. Siendo la razón patrimonio de todos los hombres, aunque expresada en diferentes grados de actualización, la Humanidad está formada por todos los hombres y mujeres sin excepción. De allí que se rechace todo egoísmo y se recomienden las acciones generosas, que beneficien a todos. Al respecto recomendaba Cicerón: “caritas generis humani… civis sum mundi” (“amor al género humano… soy ciudadano del mundo”).
Este pensamiento recoge el cosmopolitismo de los estoicos. Así, las Normas Morales, dejarían de ser humanas para convertirse en universales; el Estoicismo recomienda referirse siempre a la “Obra entera” y a la Vida que une al Todo. Así, la virtud es en sí misma, y no un mero medio para lograr cosas, en éste o en otro mundo. (Este concepto está muy por encima, obviamente, al actualmente sostenido por el capitalismo y el marxismo).
El Estoicismo proclama algo que mucho antes había sido escrito en el Mahabharata hindú, en aquel trozo que es su corazón, el Bhagavad Gita: la obra se debe hacer rectamente, por ética y estética espiritual, y no por lo que nuestra obra nos recompense. Es de “comerciantes”, en el peor sentido de este concepto, el actuar de manera interesada.
Séneca, que fue un estoico, llega a “divinizar” la moral en su versión de la Etica Profunda, y no la moral de las cambiantes costumbres, y asegura que se basta a sí misma para señalarnos a Dios en nosotros y en la Naturaleza; que nos hace resistir a la necesidad de las cosas exteriores y que nos lleva a la “apatia” o victoria sobre las perturbaciones del Alma, a la Divina Serenidad, a la Salud Perpetua que no cesa con la muerte.
Como consecuencia vemos que el Sabio debe controlar toda forma de sensibilidad y aún destruirla cuando ya no le haga falta, toda pasión que enturbie su virtud.
El Estoicismo, por su carácter práctico y alejado de fantasías, por su dignidad y transparencia, ha trascendido no sólo su patria griega para extenderse con el Imperio Romano y conformar no pocas de las costumbres de los primeros cristianos en contra de la vieja Ley Mosaica, sino que su Teoría del Conocimiento alcanza al mismo moderno Kant y ayuda a todo aquel que a tan excelsa Filosofía recurre, especialmente en las horas más amargas, en aquellas en que una locura colectiva puede amenazar todo lo justo y lo bueno que las generaciones pasadas nos legaron.
Jorge Ángel Livraga Rizzi.
Créditos de las imágenes: Nueva Acrópolis
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Magnífico artículo! Por cierto, que diferencia entre el Marco Aurelio de la película "La Caída del Imperio Romano", con su enorme dignidad y sabiduría, su gravedad y dulzura al mismo tiempo; y la imagen más reciente del mismo emperador en el famoso Gladiator. Creo que el guionista poco se informó, sólo que era filósofo y lo asoció a una especie de hippy espiritual y desinteresado de todo, una piltrafa togada.