– “¡Profe, he visto al Diablo!”
Así me grita, con el terror marcado en el rostro, un “cholo” amigo mío de la costa central del Perú.
No es un niño, sino un hombre con sus 40 años cumplidos, complexión excepcionalmente fuerte y mirada en la cual brilla la inteligencia. Su contacto con turistas le ha dado una relativa cultura y hasta puede entender y contestar expresiones simples en tres o cuatro idiomas. No es cobarde ni supersticioso… simplemente ha visto algo.
Y ese algo lo ha aterrorizado lo suficiente como para hacer renacer en él las creencias ancestrales. Mientras me habla, nerviosamente aprieta su collar de pallares (semillas que llevan los colores rojo y negro y que se tenían por sagradas en época de los mochicas hace 1.500 años) y besando una cruz que lleva en su parte superior una piedra-imán, invoca a todos los santos y a sus actos buenos.
Cree que en un sendero de la Cordillera de la Costa se le ha cruzado el diablo; lo describe como una figura antropomorfa, flotando en medio de fuegos multicolores, mientras despide un fuerte olor a azufre. Afirma que también escuchó un sonido, pero que no es como los que ha oído hasta ahora y no lo sabe describir. Insiste en que no tiene miedo (en verdad, lo tiene, pero no quiere reconocerlo pues instintivamente sabe que eso lo debilitaría) y que el diablo no pudo con él. El encuentro se habría efectuado a altas horas de la noche y mi amigo asegura no haber estado borracho… “Y si lo hubiese estado, con esa visión se me pasaba”.
No es esta la única persona que conozco que afirma haber visto al diablo.
Otras dicen que han sido poseídas por el demonio que penetró en sus cuerpos.
Es evidente que, aparte de las exageraciones lógicas en todo estado de “shock”, este impacto psicológico ocurrió realmente, por lo menos en un 80 por ciento de los casos que conocí de manera directa.
La primera pregunta es: ¿existe el diablo, demonio, o como se llame?
Los estudios de Fenomenología Teológica, efectuados eclécticamente, es decir, no a partir de una fe religiosa sino de la reconocida ignorancia sobre el tema, presentan una contradicción inicial. Si aquello al que, o a lo que llamamos Dios es un absoluto, está provisto de todas las potencias, es omnipresente y está en toda cosa y lugar conocido o no por el hombre, la lógica nos impide concebir un “enemigo” de Dios irrecuperable y tan absoluto como él. En ningún sistema lógico pueden coincidir dos o más absolutos.
La segunda objeción sería de carácter ético, pues siendo Dios amor y redención, no puede haber alguien o algo que escape de sus características y poder. No puede existir un “absoluto mal” que limitaría forzosamente la gracia divina y que estaría eternamente condenado; pues para sufrir un castigo absoluto y total, tendría que haber pecado de manera absoluta y total.
Ciertos teólogos cristianos afirman que sí, que puede existir, pues si pecó contra Dios, siendo este absoluto, su pena será de la misma naturaleza. Esto se rebate con el más simple de los ejemplos: si un arpón hiere a una ballena, la herida no tendrá el tamaño del cetáceo sino la del arpón. Así, no podría existir el pecado absoluto pues no dependería de lo herido sino del heridor.
La historia de las religiones nos muestra que el concepto de un mal opuesto a un bien se da únicamente en las creencias que personalizan a Dios, actitud netamente antifilosófica y ametafísica, fruto de la imaginación humana. Las dualidades registradas en el Yin-Yang, Ormuz-Arimán, Brahma-Shiva, Osiris-Seth, son sólo aspectos encuadrados en una manifestación temporal y, por lo tanto, no afectan al Dios supremo. Son más bien, mecanismos y sistemas binarios de la Naturaleza, cuya completura se realiza con ambos aspectos, como el día y la noche, el macho y la hembra, la juventud y la vejez.
Lo absoluto estaría más allá del bien y del mal, por otra parte relativos a lo que el hombre entienda por ello. Lo que es bueno para unos, puede ser malo para otros. Dad una copa de agua al sediento y lo verá como una bendición y, en cambio, si vertéis el líquido en la boca de alguien que se está ahogando, lo apreciará como una maldición, un acto de mal puro.
Es, asimismo, innegable que las religiones personales, o sea, en las que han personalizado a Dios, la imagen de un “enemigo” es necesaria para su propia justificación teológica, pues de no existir el diablo… un “tentador”… ¿de qué nos redimiría un redentor? ¿Y qué sentido tendría su propia existencia como tal?
Es cierto que en todas las religiones que conocemos, antiguas y modernas, se da siempre una personalización de la que podríamos llamar “presencia divina” y que esta es ayuda y sentimiento de amor profundo, de amor y fuerza que arranca a las almas del barro caótico de la materia, sobre la base de su potencia espiritual. Pero en las que guardaron un sentido más esotérico y filosófico, el salvador no es Dios, sino un intermediario que encarna su virtud. El mal sería tan solo el “menos bien”, lo pasajero y engañoso, pero no por voluntad propia, sino por naturaleza, de la misma manera que una superficie de agua refleja la luz o una piedra desprendida que rueda cuesta abajo en la montaña. Y esa naturaleza no estaría ni sería ajena a los llamados “designios de Dios”.
El esoterismo tradicional niega la existencia del diablo, afirmando la de Dios como un absoluto y la de los dioses y los héroes y los santos como seres más “evolucionados” que el hombre, que lo ayudarían en su marcha hacia la perfección colectiva e individual.
Tratar de simplificar estas cosas diciendo de ellas que son un misterio que se revelará mañana, nos hace recordar ese simpático cartelito colgado en algunos comercios, que reza: “Hoy no se fía, mañana sí”. Como broma, pasa, pero si tomamos el asunto en serio y sin descartar los infinitos enigmas y lo mucho que ignoramos, por lo mismo, no podemos dar credibilidad a un Dios y a un anti-Dios. Estas afirmaciones peregrinas de los que creen que para percibir a la Divinidad hay que dejar de lado todo lo razonable, son las que han producido los millones de ateos que hoy en día hay en el mundo… con sus consecuencias negativas de materialismo, violencia y desesperanza. Si Dios existe, ha de estar incluso en la razón, pues nada puede limitarlo.
Milenarias tradiciones hindúes relacionadas con el Yoga, dicen que hay “caminos” para percibir a Dios. Uno es la acción, otro la devoción, otro la mente y otro la voluntad. Estos “caminos” serían convergentes y quien transita uno de ellos, de alguna manera, tiene que ir recorriendo también los otros, al llegar a cierta altura espiritual. Este símbolo se da asimismo en los triángulos convergentes de las pirámides en Egipto y en América y, en general, en toda la arquitectura sagrada de todos los tiempos.
El “diablo” sería así sólo una imagen de la dificultad en el ascenso y no el “enemigo de Dios” como un ser real en sí y en existencia, y no podría darse la posesión diabólica.
Sin abundar, para no cansar al lector, podemos deducir que el llamado “diablo” por nuestro amigo, el que citamos al principio del artículo, podría ser un “elemental” o “espíritu de la naturaleza”, o como quiera llamarse a esas criaturas que normalmente no se ven, pero se sienten como presencias intangibles a nuestro alrededor, sobre todo cuando es de noche y nos encontramos en parajes alejados. Es de presumir que la propia condición psicológica del buen “cholo” estaba alterada esa noche por la soledad, el aspecto del camino elegido, algún cuento de aparecidos escuchado y, tal vez, algo de pisco ingerido en casa de sus amigos. Todo ello facilitó la percepción de un elemental o de lo que la iniciada H.P. Blavatsky llamaba “cascarones astrales” de los recientemente difuntos (el “doble” de los antiguos egipcios). La sorpresa y el terror pusieron el resto y movieron sus pies de tal suerte que su registro del fenómeno fue harto breve e incompleto.
Sus creencias religiosas un poco infantiles y la propia vanidad le hicieron luego identificar la experiencia parapsicológica con el diablo en persona, queriendo atacarlo a él y sin lograrlo en virtud de la protección de Dios, de su propia naturaleza fuerte y de la seguridad “de que no había hecho mal a nadie”… Aunque no sé, exactamente, que entenderá ese señor por “hacer mal”, pues todo es según las aceptaciones de los individuos y las costumbres de los pueblos.
El diablo no existe… aunque el hombre, con sus maldades, a veces lo parezca.
Jorge Ángel Livraga Rizzi
Créditos de las imágenes: Pxhere
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