En esta calurosa tarde de verano es un poco difícil recordar –por las incomodidades del clima– que se sigue siendo filósofo.
Mi intención es referirme a un fenómeno de la naturaleza y a ese sol que en alguna u otra medida, podemos hacer nacer dentro de nosotros.
Hace pocos días me preguntaban en una entrevista si los filósofos dejamos de trabajar en el verano. He tratado de explicar que cuando uno es filósofo, ama la sabiduría y siente inquietudes interiores, esto no se detiene con el verano, sigue toda la vida…
El verano nos trae a la mente ideas relacionadas con paseos, con aire libre y, sobre todo, con descanso. Y quiero detenerme sobre este anhelo de descanso y de tranquilidad que buscamos en el verano, tal vez huyendo precisamente de estas inquietudes que nos preocupan a lo largo de todo el año y que –como es natural– no dejan de preocuparnos en el verano…
Pero sucede algo curioso que ya explicaban los filósofos de antaño: no se descansa de cualquier manera. No basta con que los calendarios indiquen la entrada del verano para que podamos reposar. Hace muchos cientos de años, Marco Aurelio nos explicaba que cuando hay un dolor interno, una preocupación, cuando algo nos corroe, ¿de qué sirve viajar? Él nos explicaba que, vayamos donde vayamos, en nuestras maletas vienen nuestras preocupaciones y nuestro dolor; y aunque cambie el panorama, lo que no podemos cambiar es ese mundo que llevamos dentro.
En realidad, estamos buscando otro sol, otra luz, otra respuesta que –aprovechando las enseñanzas del viejo Marco Aurelio– se encuentra dentro de nosotros.
El sol puede estar en muchos sitios… puede estar detrás de las nubes. Una vieja enseñanza, de las consideradas «iniciáticas» en las que los maestros educaban a sus discípulos a través de ejemplos, cuenta que en una oportunidad un discípulo trataba de realizar una ceremonia al sol. Cuando el discípulo lo tenía todo preparado para realizar su ceremonia, se encontró con que el día amaneció nublado. Le dijo a su maestro: «No puedo hacer la ceremonia, ¡no hay sol!». A lo que el maestro le contestó: «Tú no ves el sol, pero el sol ha salido, a pesar de las muchas nubes que en este momento cubren su visión».
Así, el sol puede estar detrás de una nube, o en los múltiples seres que conviven con nosotros. Puede estar dentro de nosotros, o bien en las cosas que más amamos. Puede estar en nuestros sueños y en nuestros anhelos. Esto que puede parecer extraño en nuestros días, fue sin embargo motivo de conocimiento y de estudio de muchos pueblos, de muchos hombres que nos precedieron y que se preocupaban por las mismas cosas que hoy nos preocupan a todos nosotros.
Estos sabios buscaron el símbolo del sol, su significado oculto, y trataron de plasmar este significado en todas las cosas que veían. Citemos algunos de estos viejos símbolos tradicionales, algunos de aquellos significados del sol que se siguen ajustando hoy a nuestra vida.
Para empezar, hay que considerar que cuando hablamos de símbolos del sol, nos referimos al concepto símbolo tal y como se ha entendido en la época de la filosofía clásica. Un símbolo es una cobertura, una protección; dentro del símbolo, se encuentra un elemento válido: el alma del símbolo. Y la protección externa cubre y protege aquello que se encuentra dentro, haciendo que cada cual –según su capacidad de comprensión, su desarrollo y habilidad–, interprete poco a poco lo que se encuentra escondido y guardado.
Los egipcios ejemplificaban el concepto «símbolo» con dos manos unidas que dejaban un pequeño hueco entre sí. Las manos cerradas constituyen el símbolo, pero lo que importa es lo que está dentro. Y cuando los viejos pueblos utilizan el símbolo del sol, se refieren a las muchas formas que el sol puede tener de aparecer ante nosotros. Lo que trataban de buscar es este misterio que subyace más allá de las presentaciones, más allá del aspecto «forma».
Por eso no debe extrañarnos el hecho de que los antiguos no hablasen simplemente del sol, sino que le otorgaron muchos significados que ahora vamos a mencionar brevemente.
Efectivamente, se hablaba de un sol físico, el que vemos y del cual recibimos luz y calor, y que siempre ha sido designado como fuente de vida para todos nosotros. El sol sale todas las mañanas y esta fuente perpetua de vida, nos alimenta cada día.
El sol físico, incluso, ha sido relacionado con partes de nuestro organismo humano, y ha habido simbolistas que mencionan al corazón, como si este fuese el sol interior que nos mantiene vivos. Ha habido otros que han hablado del sol como nuestro cerebro: ese conjunto de centros tan especiales que funcionan de una manera tan indefinida para nosotros, y que nos mantienen vivos como seres pensantes.
Hoy nos basta con estudiar lo que podemos del sol –aunque bien poco es lo que sabemos acerca de cómo está constituido, el tamaño que tiene, etc.– pero nos gusta hablar de sus radiaciones, sus ondas, sus manchas, los efectos que produce sobre la tierra, en fin, de la apariencia del sol.
Sin embargo, hubo momentos en que se hablaba claramente acerca de que detrás de este cuerpo del sol, había también elementos sutiles. Nosotros reconocemos –como seres humanos– que en nosotros mismos hay un cuerpo, pero hay también otros elementos mucho más sutiles. Por ejemplo: nuestros mismos sentimientos, pensamientos que nos mantienen y nos llevan… Se trata de elementos mucho más sutiles que nuestro cuerpo; y, de la misma manera, se sabía, se intentaba averiguar si con el sol, como ser vivo, sucedía otro tanto.
Así entonces, se exponían las propiedades de aquellos cuerpos sutiles del sol. Se hablaba –por ejemplo– de un «sol vital». Es decir, ya no simplemente físico sino referido a su vitalidad, a la energía solar que transmite también energía a todos los seres vivos. Este sol ya no está simplemente relacionado con el «estar vivo», sino con algunas características del estar vivo: de crecer, de desarrollarse, del movimiento perpetuo que nos lleva a través de la vida. Se trata ya no de una cosa estática, sino que es una corriente, una energía.
Los antiguos se referían a los ciclos de la vida. Y nosotros –aunque ya no empleemos aquellas viejas palabras–, seguimos reconociendo esa «vitalidad» que cambia a lo largo de la vida y nos permite referirnos a distintas estaciones. Es decir, esa vitalidad solar que se manifiesta en los ciclos que afectan a las plantas. Todos sabemos que hay momentos que son los propios para sembrar y otros para cosechar.
Esa misma energía solar se refleja también sobre nosotros mismos. Sin quererlo, somos un poco las cuatro estaciones encarnadas bajo la forma de seres humanos. Hay en nosotros una niñez, una juventud, una madurez y una vejez, que siempre se han relacionado precisamente con las cuatro estaciones y las posibilidades del sol a través de ellas.
De modo que el «sol vital» refleja el ritmo y el movimiento de la vida, y se le ha comparado fundamentalmente con una etapa de la vida: con la juventud. Y, –como ha mencionado muchas veces el profesor Livraga– juventud no es simplemente el tener pocos años, ni el tener mayor o menor cantidad de arrugas o de canas; si eso fuese juventud, habría muchos «jóvenes» en el mundo… Es esa otra actitud de entusiasmo, de vitalidad interior. Es una capacidad de estar siempre despiertos, el tener siempre sueños, el querer hacer siempre algo todos los días. A esa juventud, a ese movimiento perpetuo se refería el sol vital.
Otro aspecto más del sol es lo que podríamos llamar el sol «emocional». Abarca los sentimientos y el sol relacionado con este mundo psíquico, el cual, aunque puede tener diferencias entre los seres humanos, sin embargo, los impacta y los toca a todos, de la misma manera que la luz y el calor.
Se ha hablado siempre de que este sol psíquico afecta a los humanos concediéndoles una serie de características como, por ejemplo, una formación activa, positiva, una actitud alerta, un estar perpetuamente despiertos. Se relaciona ese sol psíquico con la capacidad humana de fuerza, de poderío, de organizar, de colocar todas las cosas en su exacto lugar. Se le relaciona con esa capacidad de liderazgo, de brillo, de honor. Es como si de pronto un sol estallase dentro de estos seres, y ese sol les hace ser de una manera diferente.
Estamos ante estos seres que, habiendo percibido el sol, se nos muestran con una energía, una capacidad, una actitud y un poder diferentes a los corrientes. Estas son las personas de las cuales decimos que nunca tienen miedo, que nunca tienen dudas, que saben a dónde quieren ir, que saben cómo hacer las cosas, que saben hacia dónde dirigirse cuando quieren hacer las cosas.
Estos son los seres que llevan vivo el sol psíquico; son los que –si lo queremos decir a la usanza moderna– han encontrado el estado psicológico ideal para recoger estos rayos tan especiales y sutiles, que no se advierten a simple vista.
Asimismo, se hablaba de un sol mental, un sol a nivel de idea, a nivel razón. Este era el sol que estaba relacionado con la conciencia: el tomar conciencia de sí mismo. Estaba relacionado con la conciencia moral, el distinguir qué es lo que se corresponde con la ley de la naturaleza y qué es lo que no se corresponde con ella.
Es decir, este sol mental estaba vinculado con el concepto del yo interior, con el hombre que se reconoce a sí mismo. Estaba relacionado no solo con el «yo» pequeño, tal y como nos hemos acostumbrado a manejar hoy y que aceptamos con todos sus defectos, porque, ¿qué otra cosa podemos hacer?… Era un sol relacionado con el superyó, el gran yo, aquello poderoso que todo ser lleva dormido dentro de sí, y que a veces logra despertar.
Este sol ideal, este sol de las ideas, estaba unido también con el concepto de justicia, con las cosas bellas, con las cosas valiosas. No valiosas en un sentido material sino valiosas en cuanto a contenido profundo.
Creo que no es tan difícil comprender a aquellos antiguos que nos hablaban de un sol con una serie de características que podían reflejarse sobre nosotros. Un sol físico, un sol vital, un sol psicológico y un sol mental. ¿Cómo habían reflejado los antiguos todas estas ideas? Muy hábilmente, tanto que han logrado que estas ideas a través del tiempo hayan llegado hasta nosotros casi sin que nos demos cuenta.
Todas estas características solares se volcaron con el correr del tiempo en lo que nosotros llamamos hoy mitos, especialmente en los llamados mitos solares o en los mitos zodíaco-solares. Aquellos mitos relacionados con el cielo, con los signos zodiacales y con el eje central de los mismos: el sol.
En estos mitos, el sol ejerce la función de figura central. Alrededor de él, giran todas las cosas: los trabajos, los problemas, todos los seres y todas aquellas cosas que él ilumina. Y aunque el sol está quieto y las cosas giran a su alrededor, en los mitos zodiacales las cosas están quietas y el sol camina alrededor de ellas…
El sol hace las veces del hombre que prueba sus fuerzas a lo largo del camino de la vida, y va tratando de superar cada una de las dificultades que se le presentan día a día, mes a mes, año a año. ¿Quién no recuerda un famoso mito que nos habla de esta realidad: el de Hércules y sus doce trabajos? Especialistas hubo que han relacionado cada uno de los doce trabajos de Hércules con los distintos signos zodiacales. Así pues, Hércules es el mismísimo sol que va pasando a través de todos los signos, y en cada uno de ellos ha de cumplir un trabajo. Tiene algo que hacer, tiene una dificultad que afrontar.
Este Hércules es el prototipo del ser humano que está tratando de despertar el sol dentro de él. ¿Cómo lo despierta? Venciendo dificultades, venciéndose a sí mismo, superando todo aquello que el destino le presenta. En algunas descripciones, para reforzar todavía más esta idea, se nos muestra a Hércules vestido de oscuro metal, con su cabellera rubia brillando sobre su armadura. Y se recalca exactamente este detalle de los rubios cabellos como si fuesen los rayos del sol que refulgen sobre la oscura armadura, sobre el hierro de la materia que lo ata a la tierra.
Si nos trasladamos a la lejana Sumeria, encontramos a Gilgamesh, el prototipo del héroe, retomado después por los babilónicos. Se relata que este héroe pasó por una infinidad de pruebas para conseguir únicamente la Inmortalidad. Luchó con gigantes, con animales fantásticos; tuvo que atravesar montes, ríos, mares; enfrentarse con multitud de problemas, con seres que le esperaban emboscados en todos los recovecos de sus rutas… Pero él buscaba una sola cosa: la inmortalidad. Gilgamesh quería ser como el sol que sale todas las mañanas y no se detiene nunca. Quería tener esa sensación de perdurabilidad que sentimos nosotros cuando, con solo mirar el reloj, sabemos que al cabo de unas horas el sol estará otra vez presente para alumbrarnos.
Si ponemos nuestra atención en la América precolombina, encontramos, por ejemplo, que en las viejas culturas de Colombia –conocidas hoy bajo la denominación de culturas de San Agustín– existe un mito muy curioso. Y digo curioso porque como no es conocido; lo traigo precisamente aquí para que veamos hasta dónde las coincidencias nos hablan de una misma realidad.
Un personaje llamado Bochica, desciende del cielo para traer a los hombres el conocimiento, las artes, etc.; y para enseñarles la mejor forma de sobrevivir sobre la tierra. Pero como sucede habitualmente, Bochica es traicionado y es aniquilado en lo alto de una montaña de la cual desaparece. Mas se dice que él retorna otra vez entre los hombres y les enseña una ceremonia, un rito, una danza que deberá cumplirse por siempre jamás para que sus enseñanzas tengan resultado.
Esta ceremonia consiste en que él se coloca en el centro de un círculo y, alrededor de sí, clava doce postes de distintos colores. Él realiza una danza mágica entre estos postes mientras la ceremonia se efectúa. La oscuridad se disipa y la luz se presenta. Una vez más, Bochica es el sol entre sus doce postes de colores –o doce signos zodiacales– que le sirven de apoyo para realizar su trabajo.
En la vieja China encontramos un mito similar. Una tradición cuenta que en un comienzo –hace mucho, mucho tiempo– existían diez soles, pero que estos daban tantísimo calor que fue necesario hacer descender nueve de ellos. Un arquero mágico se encargó de que nueve soles cayesen, y quedó uno solo; un solo sol que expresó su calor y su potencialidad a través de doce ramas, a través de doce meses.
¿Qué vemos en todo esto? Vemos que siempre ha interesado el despertar ciertas fuerzas ocultas, ciertos poderes interiores relacionados con el sol.
Todos los pueblos han concebido al sol en su doble faz: en una faz externa que somos capaces de ver, aunque con dificultad –porque es muy difícil mantener los ojos fijos en el sol–, y una faz interna que representa el misterio, el espíritu, el secreto del sol…
Los egipcios nos presentaban este esquema misterioso bajo la forma de Amón–Ra. Es un disco solar en el centro, y un par de alas desplegadas a los costados.
El disco solar es el sol físico: es Ra, el radiante, el que ha dado origen a esta palabra; el que todavía hace gritar tres veces «¡ra!», cuando los vencedores llegan a la meta, porque se les saluda en nombre del sol que les ha iluminado. Pero además del disco del sol, están sus alas que expresan aquello de misterioso que se oculta detrás del sol; la sutileza de estas alas indica que hay algo más aparte del cuerpo físico. Y eso es Amón el secreto, el misterio…
Ese misterio, corriendo a través de los años, pasando a través de muchas lenguas –incluso el latín–, nos hizo durante largo tiempo, terminar nuestras oraciones pronunciando el mismo nombre: «amén», el sol, el secreto, el misterio que nos alienta y el que cierra y sella todo lo que surge de nuestro corazón.
Los antiguos iranios hablaban del sol desde el mismo punto de vista y lo relacionaban con un elemento físico que nosotros conocemos muy bien: el fuego. Y decían que hay dos tipos de fuegos: el que vemos y otro que no podemos observar. El que vemos es apenas un reflejo; el que no podemos observar vive dentro, es la llama que alienta dentro de cada ser humano. Y decían estos antiguos iranios que cuando el hombre muere, esa llamita queda solitaria porque pierde la lámpara que la protegía y busca desesperada otra lamparilla donde refugiarse porque los vientos del destino suelen ser muy crueles y muy fuertes. Así, otra vez, la llama se esconde dentro de una lámpara muy pequeñita y vuelve a expresa esa potencialidad Interior.
Volviendo a América, en el actual México, en Teotihuacan existe una fabulosa Pirámide del Sol, que en proporciones puede emular casi a la Gran Pirámide de Keops. Incluso sus proporciones en cuanto a la base son casi idénticas, es apenas un poco más baja. Esta pirámide fue elevada al sol, y estaba coronada por un templo donde se terminaba el rito, donde el hombre se realizaba y donde, cuando llegaba a lo alto, el sol se había despertado dentro de sí.
Precisamente los aztecas tenían una deidad que reflejaba este proceso. Este había comenzado siendo un penitente. Él se encontraba impuro y no sabía vivir sobre la tierra; este dios se dedicó a la penitencia, oraba y buscaba la solución dentro de sí.
Se cuenta que un día sintió que una forma de pequeño granito surgía dentro de su pecho. Ese granito iba creciendo y creciendo hasta que llegó a ocupar casi todo su cuerpo; y cuando ya no pudo crecer más, estalló como un sol en medio del pecho.
Estamos, nosotros mismos, muy acostumbrados a ver la imagen de Cristo con un sol radiante en medio del pecho… El Cristo, el Iluminado, el que despertó su realidad interior, el que recibió luz por dentro…
Vemos pues que el sol fue un elemento vital para todos los hombres. El sol y el espíritu eran una y la misma cosa. Hablar del despertar del sol dentro del ser humano, era tomar conciencia de la propia espiritualidad, era tomar conciencia de la propia Inmortalidad.
Los antiguos nos enseñaban que este espíritu solar, esta fuerza solar, se reflejaba bajo tres formas. Algo similar aparece en todas las religiones figurando bajo la forma de un padre, una madre y un hijo; es decir, una trinidad, un misterio que, si bien es triple, sigue siendo uno porque son tres en una relación tan íntima, tan cerrada, tan perfecta que los tres no tendrían sentido por separado y necesitan unificarse para adquirir valor.
En Egipto, esta trinidad está conformada por Osiris, Isis y Horus. Y si nos vamos a la India, hablamos de Brahma, Vishnu y Shiva. Así, muchas más tríadas podríamos citar, pero para no hacer excesivos los ejemplos, diremos que todas estas tríadas expresan las tres potencialidades del sol.
Estas tres potencialidades son: las del padre, las de la fuerza vertical.
Las potencialidades de la madre son dobles. Por un lado: amor-sabiduría, por otro lado, energía-vida.
Las potencialidades del hijo, que surgen de los otros dos son inteligencia y forma.
Todo este proceso existe también en los seres humanos. Veámoslo brevemente. Las potencias del padre están en la voluntad. Nos enseñan los filósofos que, si bien esta es la fuerza más grande del ser humano, es también la más difícil de despertar. Pero, sin embargo, aunque no tenemos una voluntad pura, tenemos formas de voluntad que se manifiestan al menos en aspectos más corrientes. Nuestra voluntad se expresa en nuestros deseos, en nuestros quereres, en nuestros anhelos. En esa fuerza que lanzamos para conquistar aquello que de verdad queremos… Esa es nuestra forma de expresar nuestra voluntad.
Y la ley, para nosotros, es esta concepción de lo que puede llegar a regir el universo. Cuando el hombre se queda a solas consigo mismo se encuentra con que no puede por menos que aceptar un orden, una realidad universal, una comprensión de elementos, una maravilla que nos supera, que aunque sea en el último de los casos vamos a recibir y aceptar con el nombre de ley.
La ley es ese sistema ordenado que mantiene todas las cosas exactamente en su sitio, cumpliendo exactamente con su función. Cuando el hombre concibe esa ley, ese principio de orden, ha hecho despertar una parte del Sol dentro de sí.
Si seguimos hablando de las características solares, habíamos mencionado el amor-sabiduría. Esto es «filo-sophia»: amor a la sabiduría. El amor a la sabiduría nos resulta sencillo, humano, natural y fácil de vivir. Por eso, esta cualidad de «amor-sabiduría», es lo que llamamos filosofía: la inquietud de querer saber cosas. La inquietud de buscar el porqué de las cosas, el querer entender el mundo que nos rodea.
Agregábamos otra característica Ssolar: la energía-vida, la energía vital. Es la fuerza que llevamos dentro, que nos hace sentir en muchos momentos de nuestra existencia que somos capaces de hacer grandes cosas. A veces no importa dónde hemos nacido, cómo lo hemos hecho, qué hemos estudiado. No importa tampoco qué es lo que piense la gente de nosotros. A veces importa ese Impulso que nos permite saber que seríamos capaces de muchas cosas. Esta es la energía de la vida.
Incluíamos la inteligencia como otra característica del sol. Este no es el concepto de inteligencia que vamos a encontrar reflejado en nuestros libros de psicología habituales, no es el poder responder con mayor o menor rapidez a las preguntas que se nos hace, o relacionar distintos elementos con mayor o menor habilidad. No es clase de inteligencia.
La inteligencia que viene del sol, más que una rapidez mental es una Intuición profunda. Es la captación de las cosas que no necesitan grandes explicaciones. Son estos soles que nos estallan en el pecho y que se hacen realidades cuando menos lo esperamos. Son estas cosas que sentimos vivas y que ni siquiera nos hemos dado cuenta cómo han comenzado a vivir dentro de nosotros. Eso es otra forma de inteligencia, es intuición.
Y la última de las características solares: la forma. Es aquello que somos capaces de formar, lo que somos capaces de hacer. ¿Qué hemos realizado cabalmente a lo largo de nuestra vida? Los antiguos decían: plantar un árbol, escribir un libro, tener un hijo… Esto también es simbólico, pero… ¡qué bueno sería que todos pudiéramos decir, aunque más no sea esto!
Pero remitámonos a aquello que somos capaces de hacer de verdad. Generalmente, nos sentimos insatisfechos con nosotros mismos y somos incapaces de explicarnos por qué. Es más, rehuimos el quedarnos a solas con nosotros mismos porque no queremos nunca hacernos la gran pregunta: ¿Qué hice?, ¿qué me propuse hacer?
Todos nuestros sueños, ¿los hemos llevado a la práctica? ¿Por lo menos, los hemos comenzado? ¿Por lo menos, nos hemos lanzado a lo que queríamos hacer? Y es allí donde nos falta la forma. Por eso muchas veces el sol interior no termina de despertar en nosotros…
Decíamos antes que, repasando la historia, no es difícil encontrar estos hombres y mujeres que fueron magníficos porque dejaron nacer el sol dentro de sí. Pero la cuestión no está en repasar la historia, sino en repasarnos un poco a nosotros mismos.
¿Por qué nuestra ansiedad de buscar el sol? Porque dependemos excesivamente de las circunstancias exteriores… Pensamos que sin sol no hay verano, sin descanso no hay vacaciones, sin viaje nada tiene sentido. Luego –aunque sin entender muy bien lo que estamos haciendo–, nos trasladamos de un lugar a otro, montamos maletas aquí y las desmontamos allí, nos ponemos debajo del sol como sea, nos gastamos gran parte del sueldo en bronceadores, y a la larga seguimos dependiendo de las circunstancias…
A la larga, sucede lo que decía Marco Aurelio: los problemas viajaron con nosotros. Y aún bajo el sol, y en medio de la más moderna playa, seguimos complicándonos la vida porque seguimos sin podernos dar respuestas a nosotros mismos.
Creo que para que el sol despierte dentro de nosotros, debemos buscar un acuerdo dentro de nosotros mismos y dejar de depender de esas circunstancias exteriores que tanto nos preocupan. ¿Que no son agradables y que necesitamos cambiar de ambiente?, claro está. Pero que necesitamos variar de ambiente interior, ¡claro está también…!
Al insistir en la necesidad de despertar el sol interior, no hacemos más que reflejar una vieja enseñanza astrológica. Los antiguos explicaban que por cada astro que hay en el cielo, hay un reflejo de ese mismo astro dentro de nosotros. Que la misma mano que gestó el cosmos en grande, gestó también ese cosmos pequeño que somos nosotros como seres humanos. Y así como nacieron astros en el cielo, nacieron los correspondientes astros dentro de nuestro interior.
De modo que, si hay un sol en el cielo, también hay un sol en el ser humano. Y si a veces hay nubes en el Cielo, muchas veces también hay nubes en el hombre… Y si apetecemos tan frívolamente un verano radiante, luminoso, tranquilo y reparador, es porque en realidad estamos anhelando ese reposo interior, esa tranquilidad, esa luminosidad que nos está faltando por dentro. Es porque en realidad nos falta despertar el astro que también llevamos.
Según esta enseñanza, cada hombre es un trozo del universo. Todos nosotros tenemos una porción de cielo y una porción de tierra. Hay en nosotros astros, nubes, montañas, árboles, ríos… Todo eso está en nosotros, ¡hay que saberlo encontrar!
Todos nosotros hemos leído alguna vez –en aquellos libros sagrados que acompañaron nuestra infancia– que una buena vez ¡se hizo la luz! Y ha llegado la hora de ¡hacer la luz! dentro de ese pequeño retazo de universo que constituimos como seres humanos.
No sé si descenderá el dios de los cielos para pronunciar las palabras mágicas, pero creo que, en este momento, si nos lo propusiésemos tendríamos el mismo poder y la misma magia…
Todo consistiría en que, sin alejar los ojos del sol que nos da Vida, rogásemos con profunda convicción interior: ¡hágase la luz dentro de mí! Y veremos cómo comienza a amanecer un sol dentro de nosotros…
Veremos amanecer mañanas, veremos crecer Ideales, y sentiremos ese Impulso ilimitado que viene moviendo la historia desde hace tanto tiempo… Que nos viene arrastrando desde hace tanto tiempo… Y que nos viene gritando perpetuamente: si haces la luz, ¡serás como yo! Si haces la luz, ¡habrás tocado el cielo!
Y qué mejor que tocar el cielo con las manos. Hacer luz por dentro. Empezar a clarificar este ser interior que nos ha acompañado a cada uno de nosotros penosamente, a lo largo de tanto tiempo.
Qué mejor que, tras un nuevo amanecer, nos encontremos con un poco más de claridad, con un mayor entusiasmo, con más energía todavía, y reemprendamos el camino porque habremos aprendido a despertar el sol en nosotros.
¡Hágase la luz!
Créditos de las imágenes: Mark Olsen
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