En la Antigüedad, el bárbaro o extranjero era susceptible de ser integrado en la sociedad. En la Edad Media, por efecto de la voluntad de uniformar las creencias, aparece la intolerancia religiosa.
En el siglo XVIII se desarrolla la noción de superioridad de las naciones civilizadas que constituye la excusa de las guerras coloniales ulteriores. La civilización europea descubre la referencia en función de la cual estaban clasificados los demás pueblos, llamados primitivos.
En todo tiempo ha existido la no aceptación; se puede también hablar a este respecto de una constante del comportamiento humano, unidad al egoísmo y a la estrechez de espíritu, que puede incluso manifestarse en el seno de una familia. No en vano, todas las morales del mundo han incidido en la tolerancia y en una mayor comprensión del otro.
La noción de separatividad, de segregación, existía en los tiempos antiguos, bajo formas muy diferentes de las que conocemos. Sin embargo, incluso si un pueblo o ser humano era considerado como diferente, nunca esta noción se erigía en ideología de grupo.
Así, para los romanos, existían por una parte los civilizados, y por otra los bárbaros, es decir, todos los demás. Pero esta segregación no era ni étnica ni religiosa: se trataba de saber solamente si los individuos o los pueblos en cuestión estaban o no integrados en la civilización. En este sentido el bárbaro es simplemente el extranjero, sin incluir en este término ningún juicio de valor. Por otra parte, el bárbaro puede ser integrado, asimilado y llegar a ser ciudadano romano de pleno derecho. Es a la caída del Imperio Romano cuando el extranjero se torna “malvado”, porque en el siglo V el bárbaro invade el imperio y lo destruye. Es en este momento cuando al término de “bárbaro” se le añade la noción de “destructor” que no existía en el origen.
En una sociedad coherente, las diferencias son consideradas como una garantía de dinamismo, de originalidad y de armonía. Así, nueve etnias estaban agrupadas en la sociedad egipcia y lo importante era ser egipcio. La diferencia se consideraba entre los que eran egipcios y los que no lo eran. Los principios jurídicos que regían el país hacían de él una sociedad multirracial. Y esta sociedad ha sido a este nivel un éxito.
Roma tuvo generales africanos, negros. Lo importante era ser romano y no tener tal o cual color de piel. El Imperio Romano desarrolló la idea de “ciudadano del mundo”. Después de su caída, ¿dónde ha quedado esta gran idea de un mundo donde todas las razas y todas las religiones podían circular y expresarse libremente?
El hombre ha sido siempre consciente de las diferencias; forman parte se su existencia cotidiana. Pero las diferencias ¿son negativas o bien son, por el contrario, un criterio de variedad, y enriquecedoras, por tanto?
Con la entrada de la Edad Media, se organiza una uniformidad de la fe y del sistema político. Es entonces cuando aparece un nuevo tipo de diferencia unido al hecho religioso. Queriendo homogeneizar el mundo, se han hecho aparecer nuevas diferencias. Estas van a engendrar un acto reflejo de defensa, y de esta visión demasiado estrecha va a nacer una incapacidad de pensar que el otro también puede tener la razón.
La intolerancia religiosa o étnica conocerá un advenimiento floreciente y se expandirá en el siglo XVIII, cuando todas las técnicas de clasificación científica sean desarrolladas. Después de los minerales, los vegetales y los animales, el hombre también entrará en el inventario. La expansión de la Biología contribuirá al desarrollo del racismo basado en las diferencias físicas. El hecho de pensar que las diferencias del otro son congénitas las hace irremediables y le impide evolucionar. Es así como el Occidente del siglo XVIII piensa que es necesario recluir a los pueblos “salvajes” en reservas o bien exterminarlos. La Enciclopedia define en la palabra “salvaje”: “Pueblos bárbaros que viven sin leyes, sin policía, sin religión y que no tienen lugar de habitación fijo”. Explica por la etimología el uso de la palabra, derivada de silvaticus, porque los salvajes viven ordinariamente en los bosques, y pone como ejemplo América, poblada aún en gran parte por naciones salvajes. Ni rey, ni fe, ni ley, y sin fuego ni lugar. A primera vista una cascada de negaciones connota el estado salvaje, es decir, el estado natural de la sociedad.
En efecto, la antropología de Siglo de las Luces es particularmente significativa porque busca dar cuenta de la existencia, recientemente descubierta, de las naciones salvajes, para oponerla mejor a la del mundo europeo civilizado. Lo que interesa a los filósofos es descubrir el sentido de la historia humana asociada al devenir de las naciones europeas. Al hacerlo, “confunden las apariencias raciales y las producciones sociológicas y psicológicas de las culturas humanas” (C. Lévy-Strauss, Raza e Historia) buscan situar la los hombres salvajes contemporáneos entre los antepasados históricos del hombre moderno. Este orden históricos creó a su vez el orden de los valores.
En 1739, Buffon, en su Historia Natural, marcó muy netamente la separación entre el hombre y el animal. Buscaba al mismo tiempo explicar las causas de las variaciones en la especie humana. Los criterios que reconocía Buffon eran el color de la piel, la forma y la talla, en fin, lo que llama “lo natural”. Si los tres primeros criterios son corporales y visibles, lo natural remite a la interpretación de los comportamientos culturales. Pero, para explicar las variaciones derivadas de la unidad del fenómeno humano, es necesario creer que a partir de un modelo original, los hombres se han distinguido poco a poco de él por degenerar a medida que se alejaban de la zona templada. “Porque –escribe Buffon– es bajo este clima donde se debe tomar el modelo o la unidad a la cual es necesario referir todos los otros parámetros de color y de belleza”. Estas son, pues, según Buffon, las causas accidentales que hacen variar las naciones que pueblan la Tierra, creciendo así el abismo entre la Europa civilizada y el mundo salvaje. Por los progresos que aquélla manifiesta se debe convencer a los salvajes, siempre siguiendo a Buffon, de volver a formar parte de la naturaleza del hombre.
Así, Europa quiere cumplir, vista la degeneración de los salvajes, la misión de conducirlos a la ley superior. Ésta debería ser la excusa de las conquistas coloniales.
Si la meta de Voltaire es otra, sus conclusiones recogen las de Buffon en cuanto a que sitúa a Europa en la cumbre de la civilización. Ve entre los pueblos de la Tierra tales diferencias que cree de otra especie a los hombres salvajes. Basándose en estos diferentes grados de genialidad, que se ven cambiar de forma tan extraña, proclama Voltaire la superioridad de las naciones cultivadas y la lógica de dominación a todo el mundo. Y si protesta contra las atrocidades de los conquistadores, es porque querría ver triunfar la civilización no por la violencia, sino solamente por derecho y razón. El hombre salvaje es siempre opuesto al hombre civilizado, y muy a menudo reducido a la calidad de primitivo. La historia así orientada sitúa a los pueblos salvajes en la infancia de la Humanidad, y designa a Europa como misionera de la civilización después de haberlos sido de la religión. Es en nombre de la superioridad del civilizado como se impone el progreso y su orden.
Apariencia y realidades del racismo occidental en el siglo XX
Tras las apariencias de gran apertura de espíritu se ocultan a veces compromisos poco claros. La diferencia es aparentemente reconocida y aceptada como normal, pero si surge un problema concreto, un contacto real, se pone de manifiesto entonces que se trataba en efecto de un sentimiento adormecido, momentáneamente sometido: se toleraba, es decir, se soportaba, pero no se aceptaba. Para tratar adecuadamente este problema ante todo hay que asumir la diferencia y no solamente tolerarla pasajeramente.
El racismo nace como efecto de la dificultad que cada uno experimenta de aceptar al otro, rehusando, voluntaria o involuntariamente la apertura a los demás.
El hombre se abandona a sus propios hábitos: la rutina, las facilidades, la pereza de cuestionar sus ideas le limitan terriblemente. Esta carga de prejuicios, de los cuales no es consciente la mayor parte del tiempo, es una traba a la apertura al otro. Los hombres respiran el mismo aire, comparten el mismo planeta, tienen los mismos orígenes, una misma madre (la Naturaleza). Sus estructuras físicas, psicológicas y espirituales son comunes. Son nuestras experiencias las que nos han transformado, nuestros caminos los que no han cambiado. Es cierto que cada hombre es diferente por su meta exterior e interior. Esto se observa igualmente en su psicología, su sensibilidad, sus gustos, sus objetivos. No es menos cierto que el común denominador es la Humanidad. Esta raíz común crea la unión, pero el dinamismo propio de la vida obliga a la aparición de las diferencias. Debemos ser prudentes con respecto a la homogeneización, porque con frecuencia entraña desaparición, destrucción. ¿No insiste Claude Lévy-Strauss en el hecho de que toda tendencia a la homogeneización entraña ineludiblemente un aniquilamiento? La diversidad de las experiencias permite desarrollar cualidades de supervivencia innegables. Todos los grupos humanos han aportado su parte a la experiencia humana. Desarrollar una cultura única sería llegar a una catástrofe planetaria. Por eso ciertos organismos internacionales tratan de promover la diferencia y no la segregación.
Todos los sistemas que tienden a homogeneizar una sociedad le hacen perder su tono. Es el caso de las sociedades colectivas que no permiten la expansión del potencial humano; privan a millones de seres la posibilidad de guardar una memoria viva de posibilidades múltiples. Tienden al desarraigo y por ello, a hacer tabula rasa de todo el planeta.
Fernando Schwarz
Créditos de las imágenes: Markus Spiske
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