Después de haber escuchado al Dr. Luciano Ruiz de Navarra en la magnífica conferencia dictada anteriormente, yo voy a aportar simplemente algunas palabras.
En verdad, cuando hablamos de Roma, nos encontramos con las huellas de un gigante. Yo he recorrido Europa y he visto esas huellas del gigante. El gigante partió hacia el fondo del tiempo, partió hacia el fondo del misterio, adonde van las cosas que regresan a sus principios, pero yo he visto las huellas del gigante en todas partes: huellas de mármol, de alabastro, de leyes, de honor, laureles esculpidos que no se marchitan.
(…) Roma es esa suma de gloria, es la sede augusta en la que el hombre puede tener cualquier color de piel, cualquier creencia, cualquier afirmación; pero si ese hombre tiene honor, si ese hombre se siente romano o ciudadano del mundo, es el aporte más fantástico que pueda ofrecer Roma.
(…) Ya os hablé de Numa Pompilio; hablo también ahora del último emperador filósofo, Juliano, quien a través de un sueño ve irse el águila imperial hacia las altas montañas de la India. Juliano, que a pesar de todos los augurios, sigue combatiendo por lo que él cree, porque los hombres ¡ay! han olvidado que lo que vale no es morir o vivir, sino creer en algo. El real aporte de Roma es habernos dado ese sentido de honor, de fuerza, ese sentido del Derecho y de Humanidad.
Desgraciadamente, de Roma se recuerdan más sus defectos que sus virtudes: la vieja inclinación de todos los hombres. Si alguien nos dijese que ese señor que vive en la esquina es un hombre virtuoso, contestaríamos: “¿Quién sabe?” Mas, si nos dijesen que es un drogadicto, agregaríamos: “¡Ya le veía yo cara de eso!”. A todos los grandes hombres se les busca su aspecto negativo. Sí, hubo emperadores malignos, diabólicos, pero todos fueron geniales, todos tuvieron un sello propio, un sello de grandeza, de enormidad. En este mundo actual faltan esos líderes. ¡Ay, señores! En este mundo actual el problema no son las formas de gobierno; el problema es la “enanocracia”, el gobierno de los enanos. Todo lo chato, todo lo chico, todo lo que sea débil, enfermo, eso es digno de admiración y reverencia. Todo lo que sea fuerte, grande, espiritual, eterno, eso se rechaza.
A nuestros niños les hemos enseñado a no tener vergüenza de hablar de sexo, pero también les hemos enseñado a tener vergüenza de hablar de Dios. A nuestros jóvenes les hemos enseñado a no tener vergüenza de hablar de violencia, pero les hemos enseñado a tener vergüenza de hablar del honor.
Hoy más que nunca necesitamos salir de esta enanocracia, de este mundo de plástico, de este mundo pasajero con sillas que se deshacen, con mesas que se deshacen, con casas que se construyen para una generación, con enseñanzas que son para hoy y no para mañana, con creencias que son del momento, con tronos que duran tres días y a veces no hay ni tronos, con amistades que duran cuatro días, con amores que no son amores, sino acumulación de sexo, con manos que ya no se saben enlazar en una verdadera amistad, sino que se enlazan con el sentido del comercio: tanto te doy, tanto me das…
El verdadero mensaje de Roma es ese águila de bronce que viene desde el fondo del tiempo, que con sus alas nos señala el cielo. El verdadero mensaje de Roma es el poder de revivir el honor, la justicia, la fuerza y la belleza en la Tierra. Evidentemente, cuando digo fuerza no me estoy refiriendo a la material; la verdadera fuerza está en el alma de los hombres, la verdadera fuerza es siempre moral; si no, el mundo estaría dirigido por los elefantes o por los tigres. La verdadera fuerza es moral, es interior. Cambia más el mundo un filósofo con su mensaje que un bárbaro con una espada.
El mundo ha sido inclinado por el amor de un Cristo, por la liberación de un Buda, por la razón de un Confucio, mucho más que por las hordas de bárbaros que quemaron ciudades y castillos.
En verdad, nosotros hoy tenemos no una crisis económica, ni social, ni política; lo que tenemos es una crisis de fe, lo que tenemos es una falta de gloria, una ausencia de orgullo, ni siquiera ese pequeño orgullo de aquellos hombres. No digo ya ese gran orgullo que se dice que tuvo Sócrates cuando, al combatir y retirarse, lo hacía de espaldas, presentando el pecho al enemigo. Hoy, aunque parezca mentira, los pueblos tienen hambre de moral, tienen sed de gloria y quieren abrigarse con nuevas ideas, ideas que tengan un halo de eternidad.
Los jóvenes se pierden en extrañas búsquedas, en ese vestirse de manera atípica, ese saludar de forma diferente. Están buscando ese mundo que no solamente sea nuevo, sino también mejor. Están buscando algo en que apoyarse, porque no es posible que los profesores un año enseñen algo y al siguiente lo rebatan. Sí, esa es la investigación científica que acumula conocimientos para llegar de la hipótesis a la teoría, de la teoría a la tesis. Pero hay cosas que no pueden ser discutidas ni aumentadas ni disminuidas, cosas como la vida, como la muerte, el amor o Dios, que no se pueden medir, que no se pueden poner en el platillo de ninguna balanza, que ningún agua regia puede decir si son oro o son cobre[1].
Nosotros, hoy, a través de nuestro sentido de Acrópolis queremos buscar una ciudad alta; no una ciudad de cemento, que ya las han hecho demasiado altas, que a veces hasta ensucian el cielo. Queremos una ciudad alta en lo moral, una ciudad alta en lo espiritual.
Queremos una nueva sociedad que engendre seres humanos nuevos y grandes, que no sean enanos.
Hace unos meses andaba yo por la meseta de Castilla, en un lugar de la vieja ciudad de Segóbriga[2], y encontré una gran placa de mármol donde una leyenda en latín recordaba que había pasado por allí una legión romana y que debían saludarlos, porque ellos pasan como lo hacen las horas. Y recuerdo también los relojes de sol de mármol, volcados, que decían: “Cuenta tan solo las horas felices, las demás se olvidan”.
Esa es la fuerza moral que nosotros necesitamos hoy. Esa es la fuerza moral que puede levantar el mundo. No es un problema de sistemas, no es un problema de planes. Es un problema humano de cada uno de nosotros, porque no somos algo producido en serie. Cada uno de nosotros tenemos nuestras sonrisas, nuestras lágrimas, nuestros anhelos, nuestras ansiedades y nuestra sed de amor. Cada uno de nosotros somos, en cierto modo, pequeñas y efímeras vasijas, pero de un agua, de una divinidad que no es efímera y tampoco pequeña. Necesitamos saltar por encima de los bordes de nuestras propias vasijas, poner en contacto toda nuestra agua interior, poder conformar una gran corriente cultural y moral que unifique a todos aquellos que en el mundo ven este peligro. Dicho peligro no está en las armas atómicas, no está en la contaminación. El peligro está en los hombres que manejan las armas atómicas y en la contaminación moral, espiritual, psicológica… Ese es el verdadero peligro.
Debemos aprender a levantar la vista del suelo. Es evidente que estamos hechos de carne; sin embargo, estamos hechos de algo más. Ni vosotros me veis a mí, ni yo os veo a vosotros. Lo que vosotros veis de mí es este traje, estas gafas y estas células epiteliales. Y lo que yo veo de vosotros es igual. Yo no puedo ver vuestro mundo interior, vosotros no podéis ver mi mundo interior. De ahí que sea un error decir que el hombre, cuando muere, pasa a lo invisible; el hombre es siempre invisible. Lo único que vemos de él es su máscara, esta manta de carne que se rasga y se va. El único valor real del hombre es el valor espiritual, la bondad y la comprensión. La suma de bondades y comprensiones espirituales crea una gran Bondad y una gran Comprensión en toda la Humanidad.
Así como una cadena es tan fuerte como el más débil de sus eslabones, para poder hacer una Humanidad mejor necesitamos ser cada uno de nosotros mejor. Y poder contestar a ese tumulto que grita: “¡miedo!”, “¡valor!”. Y a ese tumulto que grita: “cansancio”, “¡fuerza!”. Y a ese tumulto que grita: “violencia, drogas, sexo”, “¡honor!”.
Ese es el mensaje de Roma que viene desde el fondo del horizonte de la Historia y llega hasta nosotros. Y así como son cíclicos los días, y así como son cíclicas las estaciones, y así como todas las cosas vienen, transcurren, se van y vuelven, así también hoy está llamando ese viejo honor a las puertas de muchos corazones.
Si alguna vez este tráfago del mundo os deja guardar silencio una noche, más allá de los crujidos de los muebles o de las paredes, escucharéis una especie de murmullo interior que viene de muy lejos. Es un susurro de niños que viene desde el fondo del horizonte, que se acerca desde el futuro, son las nuevas generaciones que traen otra vez un derecho universal y una paz augusta.
Nunca os sintáis solos en medio de la noche, escuchad esa voz interior. Más allá del ruido de los coches y de las ciudades, está el tremendo tronar de la Historia que ha pasado y de la Historia que viene. Que no os convenzan de que la Historia solo se lee…
¡La Historia se construye!
Notas
[1] El agua regia es una solución altamente corrosiva y fumante, de color amarillo, formada por la mezcla de ácido nítrico concentrado y ácido clorhídrico concentrado generalmente en la proporción de una en tres. Es uno de los pocos reactivos que son capaces de disolver el oro, el platino y el resto de los metales. Fue llamada de esa forma porque puede disolver aquellos llamados metales regios, reales, o metales nobles.
[2] Importante yacimiento romano de origen celtibérico, que era el centro cultural, administrativo y minero de una amplia zona del centro peninsular. Situada en el actual Cerro de Cabeza de Griego en Saelices (Cuenca).
Créditos de las imágenes: David Köhler
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