Cuando la noche esconde nuestras casas en su seno, aparecen en el firmamento esas pequeñas lucecitas que llamamos estrellas, y pensamos… ¡qué inmenso es el universo! ¡Cuánta majestad encierra su misterio! Y caminamos lentamente, con un resignado andar de impotencia. Una pequeña piedrecita ocupa justo el lugar por el que nosotros hemos decidido pasar, y una patada es más que suficiente para alejarla varios metros. Es un detalle sin importancia que hemos repetido infinidad de veces. Sin embargo, en la pequeña piedrecita está encerrado, nada más y nada menos, el misterio del universo.
La piedra, esa concreción natural que se distingue del suelo, siempre ha sido sagrada. Desde las piedras de rayo, las hachas-amuletos, los betilos, hasta las combinaciones hebraicas del Pectoral, las piedras siempre fueron veneradas por sus propiedades misteriosas. Y no es de extrañar que tuvieran ciertas propiedades, pues todo en la Naturaleza tiene poderes ocultos que muy pocos conocen.
No escapan las piedras a esta propiedad, y así nos encontramos con un hecho insólito: al situar sobre la frente de la esposa de Denton un pedazo de piedra de la casa de Cicerón en Túsculo, pero sin saber de dónde procedía, esta describió no solo el ambiente físico del gran orador romano, sino el del dictador Sila, a quien antes había pertenecido aquella casa. Un trozo de mármol del primitivo templo cristiano de Esmirna, le representó a los fieles en oración y a los sacerdotes oficiantes.
Pero esto no es un caso aislado. Afortunadamente las facultades de los psicómetras son hoy «racionalmente» admitidas y, en la actualidad, se cuenta con testimonios veraces de multitud de personas que poseen esta cualidad[1].
Las características de las piedras son tan sencillas y humildes que ellas constituyen el primer elemento de adoración al mundo divino. Son la base de todo culto, de toda devoción, y subyacen bajo el espíritu de todas las grandes empresas que en honor de los dioses el hombre se decide a acometer. La misma Divinidad da instrucciones concretas sobre esto al pueblo de Israel, y en Reyes I se lee:
«La Casa fue construida con piedras preparadas en la cantera; durante su construcción no se oyeron en la Casa martillazos ni sierras ni instrumentos de hierro».
Era la confirmación de que Salomón había obedecido las instrucciones de Dios para la construcción del templo. En efecto, en el quinto libro del Pentateuco, el Deuteronomio, se dice:
«Levantarás allí en honor de Yahvé, tu Dios, un altar con piedras, sin labrarlas con hierro. Con piedras sin labrar harás el altar de Yahvé, tu Dios…».
Pues Dios no necesitaba un altar suntuoso, le bastaba uno construido con un montón de rocas. Rocas toscas y burdas, pero tan humildes en sí mismas que cumplían a la perfección su destino: mostrar al Cielo toda la piedad y devoción que atesora el alma humana.
Más tarde, esas rocas se convirtieron en catedrales por gracia de los grandes maestros de obras. Estos maestros tenían el deber de volver a crear la morada divina en el suelo de Occidente, con el fin de que todos los hombres tuvieran ante sus ojos una imagen de la arquitectura secreta del Paraíso, una imagen que les permitiera perfeccionarse y edificar el templo en sí mismos. Los creadores de catedrales debían reconocer, en primer lugar, la armonía del universo y de sus leyes, seguidamente manifestarla en una construcción de piedra, y por último, ofrecerla al hombre como ejemplo a seguir. Así, la catedral entera se convirtió en una «central» que emite y distribuye la energía cósmica.
Dice Michelet: «Hombres vulgares, que creéis que esas piedras solo son piedras, que no sentís circular la savia, cristianos o no, reverenciad, besad el signo que contienen. Aquí hay algo grande, eterno».
F. Colfs escribió: «La lengua de piedras que habla en este arte nuevo es a la vez clara y sublime. Por esto, habla al alma de los más humildes como a la de los más cultos. ¡Qué lengua tan patética es el gótico de piedras!».
Cuando la piedra habla, la materia se convierte en espíritu, el hombre y la catedral son una sola carne. Más allá de las edades, la piedra nos llama por nuestro verdadero nombre y podemos oír el eco de su palabra, que resuena bajo las bóvedas y repercute de símbolo en símbolo. Como diría san Bernardo, hemos de entrar en la casa que no ha sido erigida por la mano del hombre, en la morada eterna de los Cielos, construida con piedras vivas, que son los ángeles y los hombres.
Y con piedras vivas se construyó Stonehenge, el complejo megalítico situado a 20 km de Salisbury, también llamado el «Baile de los Gigantes». Son piedras impresionantes de varios tamaños y tonalidades que, trabajadas con esmero y dispuestas en círculo, se alzan majestuosamente ante la mirada del viajero a cuya mente acude aquella antigua leyenda céltica que dice que son piedras sagradas y que curan todas las enfermedades.
Y con piedras vivas se construyó la redonda pirámide de Cuilcuilco, única en el mundo. Y también las pirámides del país de Kem, el maravilloso Egipto, tan misteriosas como la profecía de Hermes Trimegisto:
«¡Oh, Egipto, Egipto! Algún día no quedarán de tu pensamiento y de tus grandes misterios para las generaciones futuras más que los signos tallados en la piedra, indescifrables para la mayoría de los mortales. Pero bastarán para inmortalizarte por los siglos de los siglos».
¡Y qué decir de Grecia! ¡Grande y pedagógica, aun en sus ruinas! Dorada en su esplendor y orgullosa en su decadencia, la Hélade conquistó el corazón y la mente de cientos de pueblos, de miles de artistas y pensadores. Aún hoy, los templos erigidos para honrar a sus dioses dan la sensación de que el dios al que estaban dedicados sigue estando allí, eterno, vigilante y silencioso. El aroma de sus días se esparció por todo el mundo, y la profundidad de sus noches llegó hasta las puertas de nuestro tiempo llamando al corazón de nuestros más célebres eruditos. Dorado fue su esplendor y orgullosa fue su decadencia…
«Debéis saber que esta época es ahora senil. No tiene la energía que solía mantenerla en pie, ni el vigor y robustez que solían hacerla fuerte… Hay una disminución en las lluvias de invierno que dan alimento a las semillas en la tierra, y en los calores del verano que sazonan las cosechas… Esta es la sentencia que se ha pronunciado sobre el mundo; esta es la ley de Dios; lo que ha sido tiene que morir y lo que ha crecido tiene que envejecer».
De esta forma escribía san Cipriano, uno de los padres de la Iglesia occidental, acerca de la caída de la civilización helénica. Todo lo que nace, muere; todo lo que comienza, termina, mientras el manto del olvido ondea triunfante en este inmenso campo de batalla. Él se adueñó de los aqueos, de los egipcios, de los incas y de tantos otros grandes pueblos. Su caída está registrada en la eternidad del tiempo y escrita desde tiempos inmemoriales en la ley de los ciclos. Pero no todo ha desaparecido…
Un ejército de pétreas figuras está esparcido por toda la Tierra, protegiendo con su muda mirada los restos gloriosos de grandes construcciones, colosales monumentos que se levantaron en su día en honor de los dioses, y que con el paso de los siglos se han convertido en gloria de los pueblos.
Cuando la Tierra vomite generosamente el fruto de sus entrañas, aparecerán sobre la faz del planeta antiquísimos testimonios de pasadas culturas y civilizaciones. Entonces, la arqueología y los verdaderos científicos cargarán sobre sus espaldas con la enorme responsabilidad de contar la historia tal como realmente fue, sin alienaciones ni absurdos prejuicios que impiden a la Verdad mostrarse cual es: una doncella desnuda que rechaza a todos aquellos que no son puros de corazón, y que no pertenece a nadie porque nadie ha hecho los suficientes méritos para poseerla.
En el crepúsculo del día, cuando ya estas palabras llegan a su fin, miro una piedra incrustada en el muro que contempla mis paseos y recuerdo que siempre la he visto ahí. Pienso que si ella contara lo que ha visto, quizá llenara de maravillosas aventuras el vacío deambular en este siglo de caras anónimas y espíritus aletargados.
La miro, y las palabras de Auguste Rodin acuden a mi boca:
«¡Oh, razonadores! Un sencillo gremial de antaño encontraba en seguida, en sí mismo y en la Naturaleza, esa verdad que vosotros buscáis en las bibliotecas. Y esa verdad era Reims, era Soissons, era Chartres, eran las rocas sublimes de todas nuestras grandes ciudades. A menudo sueño que los veo, que los sigo de ciudad en ciudad, a esos peregrinos de la obra, aquejados del mal ardiente de la creación… Me gustaría sentarme a la mesa de esos canteros».
Historia del ocultismo. L. de Gerin-Ricard. Barcelona, 1967.
Lo que dijo verdaderamente la Biblia. Manfred Barthel. Barcelona, 1982.
El misterio de las catedrales. Fulcanelli. Barcelona, 1979.
El mensaje de los constructores de catedrales. Christian Jacq y François Brunier. Barcelona, 1974.
Amuletos, talismanes y pantáculos. Jean Rivière. Barcelona, 1974.
Isis sin velo, tomo I. H. P. Blavatsky. México, 1975.
Stonehenge, el templo misterioso de la Prehistoria. Fernand Niel. Barcelona, 1974.
[1] Psicometría es la facultad que algunas personas receptivas poseen de describir el carácter y aspecto de una persona o los sucesos ocurridos, con tal de retener en la mano y pasárselo por la frente un objeto cualquiera relacionado con la persona o el suceso, por mucho que sea el tiempo transcurrido.
Créditos de las imágenes: Christopher Alvarenga
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