Humanismo

El hombre interior y el hombre exterior

Hemos titulado nuestra charla “El Hombre Interior y el Hombre Exterior[1]”, como si viviésemos dos entidades juntas dentro de cada uno de nosotros, como si fuésemos dos cosas que compartimos el camino de la vida. Y no creamos de ninguna manera que esta forma de entender al ser humano es nueva; o que esta dualidad la ha planteado por primera vez la psicología; o que es tan solo hace 100 años o 200 años que el Hombre se ha preguntado si hay algo más aparte de su apariencia, de su cuerpo.

Esto de poder hablar de un hombre por fuera y otro por dentro es una tradición muy vieja; nos puede remontar en la Historia varios cientos –por no decir varios miles– de años atrás. En los textos más antiguos en los que he buscado, he tratado de encontrar algún trozo, alguna referencia donde se hablase de cómo es este hombre que nosotros llamamos el de afuera, el exterior, el que presenta la cara; y el otro ser, el que vive dentro, un poco encerrado, el que es interior.

He hallado que bajo formas poéticas, simbólicas, a veces un tanto oscuras, en los viejos libros de Dyzan –antiquísimas obras escritas en hojas de palma, que se conservan todavía allá por el siglo XIX en los que fue la región del Tíbet antiguo, donde hubo tantos monasterios y maestros– aparece una relación al Hombre exterior y al Hombre interior.

Nos cuentan simbólicamente en este texto, que cuando la Tierra todavía no se había conformado tal como la conocemos ahora; cuando no era tan consistente y se encontraba rodeada de una enorme atmósfera de gases, los seres humanos que vivían en ella tampoco eran tan densos como observamos en la actualidad.

Se nos habla de que en aquella lejanísima época –época que no podemos siquiera situar con números o fechas– los cuerpos humanos eran como sombras. No eran materia concreta, sino como “fantasmas”; sombras diluidas, etéreas, que podían supervivir en esa espesa atmósfera repleta de gases.

Mas a medida que fue pasando el tiempo, estas figuras etéreas van concretizando en su parte exterior, una suerte de cáscara que las protege, y que va a contener cada vez más hacia adentro, esa sombra sutil e insubstancial. La parte exterior del cuerpo se forma cada vez mejor, se materializa cada vez más, llegando incluso al aspecto que nosotros tenemos ahora.

Aquella vieja sombra se encierra definitivamente adentro. Poco a poco va perdiendo la poca capacidad material que tenía y se va organizando como lo que los antiguos llaman el Hombre Interior. A todo este proceso se le conocía como la internalización del hombre psicológico.

Nos cuentan cómo hace miles y miles de años, dentro de una cáscara, se introdujo un hombre psicológico y que, cuando este proceso terminó, descendieron y se imbricaron en este ser humano otros principios de naturaleza superior: la entidad pensante y razonadora; también, una capacidad intuitiva de comprensión directa, rápida y segura; y además, una chispa de la Gran Divinidad bajo la forma de voluntad.

He aquí que tenemos a un ser humano con dos facetas: lo más conocido y habitual, lo que se maneja todos los días, su cáscara exterior; y aquel ser que se guardó por dentro, el hombre interior, psicológico, mental, el hombre con el que nos entendemos todos los días…, si es que nos entendemos.

Repasando lo que hay escrito desde aquellas viejísimas épocas hasta hoy, nos encontramos con que siempre se entabló una relación más o menos amistosa entre el hombre interior y el hombre exterior, la cual ha sido estudiada por muchas disciplinas y diversas ciencias.

Hemos tratado de recoger todas las fórmulas de relación exterior e interior bajo tres puntos de vista generales. Vamos a ver cómo se conectan estas dos formas humanas desde los aspectos psicológicos, religiosos y filosófico.

Comencemos por uno que nos interesa mucho: el matiz psicológico; algo del “conócete a ti mismo”, para ver con quien vivimos.

En líneas generales –y englobando todo lo que se ha dicho antes y ahora- para la psicología el hombre exterior es el cuerpo con sus órganos, las funciones de estos las actividades del organismo con sus instintos y necesidades. Funciones, impulsos y apetitos que muchas veces suelen hundir sus raíces más allá del simple cuerpo físico. Es entonces que preguntamos por el hombre interior. ¿dónde encajan estas raíces?

Tenemos un hombre interior que se manifiesta por una serie de fenómenos no estrictamente físicos –que es lo que estudia la psicología–. Pero que, sin embargo, tienen la particularidad de reflejarse sobre el hombre exterior.

Veamos cómo se reflejan.

Cuando los fenómenos son muy sencillos, simples y básicos, se muestran de manera absoluta y directa sobre el cuerpo físico. Es más, necesitan de la parte material para reflejarse, porque si en el hombre exterior no tienen apoyo, no pueden vivir, no tienen forma posible de expresión.

Tomemos algunos ejemplos.

Todos hemos oído hablar de reflejos, de instintos, sensaciones, percepciones, hábitos, etc. Estas funciones psicológicas necesitan del hombre exterior, pues sin él, no tiene cabida. Hablamos de unos reflejos que son propios del hombre como individuo, y de unos instintos que son patrimonio de la especie completa; de unas sensaciones que son los efectos primeros que recibimos en el hombre interior, porque las percibimos forzosamente a través de los sentidos. Sin sentidos no hay impresiones.

Pocas veces nos hemos detenido a analizar cómo se introducen estas percepciones dentro de nosotros mismos y cómo viven tan solo en el hombre interior; y por qué necesitan el apoyo del hombre exterior.

De manera muy primaria y simple nos llega un color, un perfume, una sensación que pasa a través de nuestras manos, un sonido. No pensamos mucho sobre ellos, nos llegan. Pero necesitamos del cuerpo –del hombre exterior– y de sus ventanas –que llamamos sentidos– para que todo esto entre en nosotros.

Pasemos a otro ejemplo.

La psicología estudia muchísimo los hábitos. Decimos que los hábitos son una manera de reproducir cada vez con mayor facilidad una serie de actos para no tener que pensar demasiado en ellos, sino que surjan espontáneamente.

Esta necesidad de estar libre, estas costumbres rutinarias que dejamos crecer en nosotros para tener una mayor libertad interior y para que nuestro cuerpo funcione mecánicamente, no pueden existir como entidad psicológica sí no poseemos un vehículo externo que les brinde apoyo.

Es útil psicológicamente el hábito de escribir a máquina con toda rapidez, porque no podemos detenernos a leer, mirar lo que imprimimos, pensar dos veces en cada palabra. Es mejor mecanizar el hecho y además dejar la mente libre. Mas es necesario un cuerpo como apoyo; de lo contrario, no podemos escribir a máquina.

Sin embargo, hay otros fenómenos psicológicos mucho más sutiles que no necesitan de una manera tan imperiosa descansar en la materia, pero se manifiestan de todas formas en el hombre físico y su comportamiento.

Cuando hablamos de sentimientos, de atención, memoria, inteligencia, imaginación, voluntad –elementos que son mucho más sutiles que un hábito o un instinto– nos damos cuenta de que ya no los podemos localizar estrictamente en un sentido, o en una de las funciones de nuestro cuerpo. Están en un más allá psicológico.

Sin embargo, inciden en nuestro comportamiento físico exterior, de tal forma que se nota cuando una hombre es atento, cuando hay atención interior, porque varía la actitud. Si estamos de pie, lo estamos de otra manera, y si sentado, con otro gesto. Hay otra postura, otra fuerza. Hay como toda una energía que recorre al hombre que está atento, e incluso su mirada se fija diferente, y todo parece estar en una expectativa de lo que pasa, o percibe, que se acoge en el interior.

Cuando el hombre tiene memoria como función simplemente psicológica, no lo reconoceremos tan solo porque pueda almacenar datos y datos en su interior. Eso es nada más que una de sus posibilidades. Nos damos cuenta porque su capacidad de recordar, de saber, de no olvidar, otorga a este hombre una seguridad en sí mismo muy grande. No es tan solo el retener una fecha o el nombre de alguien. Es sentir que podemos conservar todas las cosas que nos suceden, y experimentar seguridad en esa tranquilidad del recuerdo.

Cuando un hombre vive en sus sentimientos –aunque estos sean intangibles e insubstanciales– transfigura todo el ser con ellos. Poetas, durante cientos y cientos de años, artistas de toda índole, pintores y escultores han tratado de reflejar el rostro humano cuánto pueden variar las facciones cuando los sentimientos pasan sobre ellas.

Pero, ¿dónde pasan?

Solemos hablar del corazón que siente y aún ni siquiera sabemos exactamente dónde está situado. Mas no es exactamente el corazón que se altera; es algo que nos barre, que nos transfigura; es algo que cambia la expresión de los ojos, del rostro, que hace que las manos sean diferentes y que hablen como si cada uno de los dedos fueran palabras.

Cuando un ser humano tiene inteligencia, no encontramos simplemente la vivacidad de la respuesta, la capacidad de reaccionar rápidamente. Concurre otra cosa. Existe captación: ese hilo de comunicación que nos permite darnos cuenta de que la persona que tenemos enfrente nos comprende inmediatamente.

Hay ese algo insubstancial, algo que no tiene materia pero que, sin embargo, se refleja en el comportamiento y hace que sepamos que no estamos aislados. Hay un puente, una relación, una unión; una fuerte unión, aunque no haya materia.

Cuando en un ser humano hay imaginación, no hay tan solo una capacidad de pintar, de escribir, de hablar. Imaginación es riqueza; es poder contestar ante cada circunstancia con una palabra, no original por lo nueva, sino desconocida por lo auténtica, sencilla, íntima y sentida.

Entonces vemos brotar el río de la imaginación. No tenemos dónde localizarlo de modo tangible, pero se trasunta físicamente en una tremenda creatividad. Nos encontramos ante estos seres humanos a los que catalogamos de afortunados, seres con una gran variedad, con una gama de expresiones que nos admiran, y a quienes –a veces– llegamos a envidiar como si tuviesen el tesoro más grande del mundo.

Cuando hablamos de personas con voluntad, tampoco sabemos dónde guarda esa energía, pero sí la percibimos. Son los cuerpos físicos, los hombres exteriores, los que albergan la voluntad. Hay en ellos una entereza que parece como si todo el esqueleto –como si todo lo que hay adentro– fuese de metal, un hierro firme que mantuviese ese ser. Hay una decisión irrevocable, seguridad, capacidad de elección, responsabilidad.

Y no damos cuenta que aunque no podemos guardar en ninguna parte del cuerpo la voluntad, ésta sale al hombre exterior y lo convierte en un pequeño dios.

Vemos, pues, que todas las funciones psicológicas, internas, se transmiten al ser externo. Entre el hombre exterior y el hombre interior hay una relación innegable.

A tal punto que el hombre exterior se hace espejo del hombre interior: lo refleja, lo vive, lo exterioriza.

Nos preguntamos qué papel tiene la conciencia en todo este proceso.

Muchas veces en psicología se habla de conciencia y no sabemos qué hacer con ella, ni lo que es la conciencia, ni qué representa tenerla.

Imaginemos que la conciencia es el puente de unión entre el hombre exterior y el hombre interior. Concibámoslo como una vía que hace que se pueda pasar de uno a otro.

En otro sentido, figurémonos la conciencia como un centro. Decían algunos autores que era como la posesión de sí mismo, como la concentración, la capacidad de colocarse en el centro de gravedad humano que –por ende– estaría dentro del hombre interior y se relacionaría con el hombre exterior desde allí.

Pero, ¿qué hemos hecho nosotros de la conciencia, de esta que debería ser un centro, un eje fijo e invariable dentro del ser humano? Hemos hecho de ella un punto móvil que va de adentro a afuera, y viceversa. La conciencia está allí donde la llamamos. Si la llama el hombre interior, la conciencia se internaliza; si la requiere el hombre exterior, sale de inmediato.

¿Quién es el que la llama más? El hombre exterior.

La razón es muy simple: el hombre exterior ha sido educado para acaparar la conciencia, para exteriorizarla y minorizarla también, para tornarla cáscara y hacerla tan vacía como el hombre exterior, y para que la conciencia no pueda en ningún momento tomar contacto con el hombre interior.

Desde todo punto de vista se nos obliga a salir. Si queremos pensar no sabemos cómo hacerlo, porque en ninguna escuela se enseña a pensar. Se instruye para escribir, leer, multiplicar, sumar, dividir, restar, sacar raíces cuadradas o hacer cosas mucho más difíciles con los números. Estudiamos historia, geografía, anatomía, astronomía. Pero a pensar, a direccionar la mente, nadie aprende.

Como no sabemos pensar, nos vemos arrastrados hacia fuera cada vez que queremos, hacerlo. Cuando nos queremos meter dentro, decimos: “¿dentro de qué?, ¿dónde estoy?, ¿qué es esto?” Y ya estamos otra vez afuera. Sonidos, colores, propaganda que nos atrae y atrapa; llamadas que nos sacan al exterior. Siempre estamos en la superficie, siempre hay algo que nos lleva a lo visible.

Si salimos a la calle, todo nos traslada afuera: mucho ruido, mucha gente, muchos olores y colores. Demasiado de todo; siempre todo multiplicado.

Si estamos en nuestra propia casa, constantemente hay cosas que nos sacan de dentro, porque hemos aprendido que la vida es atender las circunstancias exteriores nada más. A fuerza de estar afuera, nuestra conciencia ha terminado por conocer perfectamente al hombre exterior, todos sus caprichos, instintos y necesidades; pero no sabe absolutamente nada del hombre interior. Y como lo desconoce, le teme.

Podríamos decir sin ningún temor a equivocarnos, que el hombre exterior ha perdido al hombre interior. Lo perdió, lo dejó en alguna parte de su camino. No sabe ya ni quién es.

Mas el hombre interior no se resigna, y llama y golpea. Por esto, desde el punto de vista psicológico, decimos que si bien se ha perdido al hombre interior, la búsqueda ancestral que viene desde el fondo de los tiempos continúa.

Ahora, hemos descubierto que cuando el hombre interior llama de manera desconocida y extraña, podemos referirnos a la parapsicología –más allá de la psicología. Hay que ir al fondo de la psicología, porque hay más porqués de los que ofrece esta ciencia.

La realidad es que la búsqueda sigue y aunque la conciencia aprendió a vivir por fuera, no se resigna a haber perdido algo que recuerda vagamente y que es su centro, su natural domicilio, el sitio donde realmente tendría que estar.

Todo esto que decimos lo expresamos desde el punto de vista psicológico. Vamos a ver ahora qué nos han dicho las religiones a lo largo del tiempo sobre esta realidad “hombre exterior – hombre interior”, porque es un tema que ha interesado enormemente a los diferentes cultos.

Si pudiésemos sumar todas las definiciones de las distintas religiones y resumirlas en una, llegaríamos a decir que el hombre exterior es el cuerpo que sirve de vehículo al alma. Este vehículo es una forma material que se toma prestada nada más que para poder soportar una serie de pruebas, y después de salir vencedores de ellas, dejarla definitivamente y reunirse con el alma, única y verdadera esencia.

Para todas las creencias, el hombre interior es el alma, que es un reflejo de Dios, pero que momentáneamente se halla atrapada por la forma material. Es decir, el hombre exterior se apodera de un modo transitorio del hombre interior, pero el primero debe pasar por una serie de pruebas para reconocer que lo único que vale es el espíritu.

Absolutamente todas las religiones nos dicen que el hombre exterior es perecedero y mortal. El viene y va. No se lo puede retener, no es eterno; es como arena que corre entre las manos. Mas todas coinciden en que el hombre interior es eterno; siempre nos aseguran que el ser oculto es de otra naturaleza, que es permanente.

Incluso hay algunos cultos que nos van a asegurar –yendo más al fondo de la cuestión– que el hombre interior permanece eternamente: no tuvo un principio ni tendrá un final. Para él es la Eternidad, aunque a veces se vista de materia y aparezca a la vida.

Así –según estas otras religiones– entraríamos a tratar el tema que en muchas oportunidades hemos tocado y que se refiere a la Reencarnación.

Según esta doctrina, el alma eterna e imperecedera toma a veces cuerpo, y cuando esto sucede recoge experiencia, desarrolla una serie de aptitudes, las guarda en su interior, saca conclusiones, resultados. Cuando termina su aprendizaje, deja el cuerpo, vuelve a su naturaleza íntima, recupera su forma real de ser. Luego descansa, toma de nuevo otro cuerpo, lleva a cabo más tareas –sobre todo en base a las anteriores–, las afirma y afianza. Termina el ciclo, se libera de la materia, reposa, y otra vez vuelve al contacto con su esencia íntima.

Siempre nos encontramos con que aparecer con cuerpo una y muchas veces es para el alma un experimento. Todas las viejas religiones nos hablan de la prueba, el dolor, el sacrificio, el tener que pasar por circunstancias difíciles. Y todo esto es por algo muy simple que podríamos explicar brevemente.

Las pruebas hacen que a través del dolor, la conciencia –aquel famoso puente, aquel famoso centro– recobre al hombre interior. Por medio de las pruebas, la conciencia puede llegar a reconocer la inmortalidad del hombre interior, y va a llegar a redimir al alma que alguna vez se incrustó en la materia, liberándola así del vehículo que la atrapa, enceguece, oscurece e imposibilita.

Las pruebas son como piedras en el camino, toques de atención, son llamadas para decir al caminante: “¡Detente! Mira un poco lo que pasa a tu alrededor. Ahora recoge tu experiencia y sigue; el dolor es apenas una enseñanza”.

Hemos encontrado siempre relaciones a peregrinaciones, a largos viajes para llegar a un punto, castigos que uno se aplica a sí mismo, penitencias, torturas, sacrificios, misterios que se realizaban en la antigüedad. Todos ellos tienen el mismo fin: reduciendo el cuerpo y las apetencias del hombre exterior, el hombre interior puede aflorar en su verdadera naturaleza.

Cuando los antiguos –especialmente los griegos de los cuales recogemos esta tradición– celebraban sus misterios, el hombre ponía su cuerpo al límite: sin dormir, prácticamente sin comer, etc. Y lo llevaba a una pureza y a una sensibilidad tal, a un afinamiento de sus necesidades materiales, que el alma se veía liberada y podía entrar en contacto con Dios a través de experiencias místicas, casi en estado de éxtasis, y con un ansia íntima de abrirse hacia adentro –que aunque parezca paradójico es como abrirse hacia fuera.

Cuando hablamos de peregrinaciones y de seres que caminaban muchos kilómetros padeciendo penurias con tal de llegar a la meta, ese fin no es tan solo un centro de adoración, un altar, una iglesia, una catedral, un templo a la religión que fuese. Esa meta es el propio hombre interior.

Cuando se termina la peregrinación lo que hay que encontrar es el Cristo que subyace dentro, la luz que está dentro. Por eso se caminaba siempre a través de las religiones con objeto de encontrar esa otra verdad.

Como decíamos al principio, en lo psicológico y también en lo religioso, la búsqueda continúa. Y sigue, porque el hombre interior no se ha podido hallar todavía por muchas razones.

Una de ellas es que las religiones –todas ellas– han sido despedazadas por la acerada crítica humana. Al hombre se le enseñó a criticar, a destrozar, a ser fiera. Se le instruyó no a partir el alimento, sino a desgarrarlo, a arrebatarlo. Y cuando ya no sirve para nada, dice que no lo quiere.

De las religiones extraemos poco –o nada– para nuestra búsqueda, porque la fe humana ha sido reemplazada por la razón. Ahora en vez de creer queremos a razonar, sin darnos cuenta de que son dos cosas absolutamente distintas. La razón sirve para un ámbito y la fe para otro. En ciertas ideas de índole espiritual, la razón es totalmente inútil.

Por esto razonamos, pero no creemos; buscamos, pero no encontramos. Además, faltan aquellos viejos sacerdotes que llevaban este nombre porque se habían constituido en verdaderos médicos para el alma: la curaban, sabían trabajar con ella. Podían comprender los problemas de este hombre interior que muchas veces está abandonado sin que nadie le atienda.

No habiendo sacerdotes médicos del alma, los que nos llamamos fieles, dejamos de serlo. Como no existen ni sacerdotes ni fieles, la búsqueda continúa.

Ante esta situación comprendemos que resta un solo paso para llegar a la negación del hombre interior. Si las religiones no nos hacen caso, si los sacerdotes no nos satisfacen, el hombre interior –al que no podemos encontrar– – no existe.

Si el hombre interior no existe, el alma tampoco. Si el alma no existe, la inmortalidad menos. Y si la inmortalidad no existe, Dios muchísimo menos.

Por lo tanto al encontrarnos con la gran cantidad de ateísmo que prolifera sobre el mundo, pensamos que lo milagroso es que todavía no haya mucho más, pues es una consecuencia totalmente natural de una situación donde nada sirve, todo se razona, donde ya nada está situado en su lugar.

Hay personas que de manera particular e individual intentan una búsqueda místico-religiosa, en base al conocimiento, a la meditación, a la oración; una búsqueda basada en perfumes, colores, lectura de viejos libros, tomarse de las manos y convocar a los dioses.

Existe una añoranza en el interior de todos los seres vivos de una Religión –así con mayúscula– que cubra todas las heridas interiores que nos hemos venido haciendo a través del tiempo. Una Religión que restaure todos estos dolores que cultos múltiples han generado en nuestros corazones.

Todos evocamos una Religión grande que cumpla su función de religar, de reunir, de volver a unir lo que alguna vez estuvo ligado: el hombre exterior con el Hombre Interior; o lo que es lo mismo, el Hombre consigo mismo. Al hombre con los demás hombres –que ahora se amontonan, pero no están unidos. Al hombre con Dios –que ahora tiene grandes casas, pero nadie cree ya en Él.

Esta es la Religión que en el fondo todos añoran, y por eso decimos que la búsqueda continúa.

Vamos a enfocar ahora esta cuestión desde el punto de vista filosófico, que por lo mismo que es filosófico –en Nueva Acrópolis llamamos Filosofía al “amor al conocimiento”, según la antigua tradición– es un aspecto que engloba al psicológico, al religioso, al moral y a toda aquella consideración que podemos entablar sobre el hombre interior y el hombre exterior.

Unificando todas las filosofías, podemos decir que el hombre exterior es una ilusión. Muchas corrientes ideológicas han explicado este concepto de ilusión. Ilusión es algo que no es que no exista, no es que no esté ahí, sino que simplemente no dura, no perdura a través del tiempo, no tiene existencia eterna.

El cuerpo exterior participa del estado de ilusión: tiene existencia relativa. Es como las limaduras de hierro que se juntan bajo el fuerte impulso del imán. El imán es el hombre interior; las limaduras de hierro son el hombre exterior.

Entonces, el hombre interior sí es real, es lo único que existe. Siendo lo realmente verdadero utiliza al hombre exterior para reflejarse, expresarse y plasmarse a través de él. Pero lo que “existe” es lo que está adentro, lo cual se refleja en nuestros comportamientos.

Cuando a veces catalogamos a los seres humanos como “vacíos” e intranscendentes es porque duerme el hombre interior. No es que no esté, sino que está adormecido. Cuando hablamos de un personaje lleno de vida, es que tiene el manantial interior vivo, que brota, que se nota y se expresa a través del hombre exterior.

Decíamos que el hombre exterior es reflejo del hombre interior. Yo me atrevo a decir que sí y no. El hombre exterior se transforma como en un espejo que mira hacia adentro, recoge imágenes y las refleja. En tal caso sí que el hombre exterior es la estampa del hombre interior, porque ambos existen.

Mas cuando no hay hombre interior, cuando duerme, ¿qué va a reflejar el de afuera? Nada. Entonces la figura material toma imágenes del medio ambiente en lugar de captarlas de su espíritu. Proyecta todo lo que viene de afuera: las modas, circunstancias, casualidades.

Por eso cambia y cambia; es completamente variable, estúpidamente móvil, aunque se crea poderosamente libre. No refleja nada de adentro, el símbolo viene del exterior. Se podría decir: “Con verte, es fácil saber dónde vives, quiénes son los seres que te rodean, porque tu eres el reflejo de todos ellos”.

Aquella tan mentada afirmación de que un cuerpo bello representa un alma bella es cierta a veces, pero no siempre.

Una apariencia agradable también puede pertenecer a un ser vacío que dedica todo su tiempo a cuidar su vehículo material. Entonces lo tiene bastante bien, porque lo mima, lo lava, le da muchas vitaminas, masajes, toma el sol, va a la playa, mucho médico, etc. Por todo ello, ¡claro!, lo tiene estupendamente.

La realidad es que es una hermosísima cáscara que si la sacudiésemos, no tendría absolutamente nada. Es el típico rostro bonito que cuando queremos mirarlo para ver qué surge desde adentro, no sale nada, porque no hay nada.

De la misma manera, no podemos asegurar que un cuerpo de estos que llamamos feo tenga que tener por fuerza un alma oscura. Puede ser feo porque está enfermo y gastado; porque ha vivido y actuado.

Mas hay cuerpos que si los vemos nada más en una fotografía, nos parecen poco agraciados, y sin embargo, al tenerlo delante, sale a través de ellos una fuerza, un impacto, una vitalidad, un encanto tan irresistible, que no podemos dejar de decir “tiene algo especial”. Ese “algo especial” es lo que está vivo, lo que está dentro.

De la misma forma, nos atrevemos a asegurar que cuando hablamos de hombres malos, de seres que hieren, matan, destrozan, roban, violan, son personas que no reflejan su ente interior, porque este está dormido. Son seres que viven nada más que del exterior, de los instintos, de la fuerza de provocar malas intenciones que no pueden controlar. Son personas que no se respetan a sí mismos y por consiguiente no respetan a los demás; que destruyen porque en su desesperación por no encontrarse, hacen como los niños: romper los juguetes para ver si adentro hay un secreto.

Estos hombres rompen y destrozan, porque en el fondo están buscando algo dentro del juguete que para ellos representa la vida.

Cuando hablamos de hombres buenos, es que estamos en presencia de aquellos que tienen su ser exterior perfectamente armonizado y dirigido por su ser interior.

El problema humano reside en que el Hombre Interior duerme, y nos preguntamos qué podemos hacer para despertarlo.

Vamos a suponer que el Hombre Interior es un prisionero que llevamos dentro, encerrado en los barrotes de nuestra propia materia. Le hemos fabricado una extraordinaria y fortísima cárcel día tras día. Para llegar a él necesitamos internalizar la conciencia, que ésta pase a través de las rejas de su celda, y lo despierte.

Hay que tener cuidado, porque adentro está muy oscuro, es un caos, porque nunca se prestó atención a este ser interior. Habrá que tener paciencia y cuidado para volver a dar un poco de luz, de orden; para aceptar –ante esta realidad que se acaba de iluminar– los propios errores, los defect6os, las incomprensiones, las angustias, las ignorancias.

Una vez aceptado todo lo anterior, hay que tomar la firme resolución de comenzar a trabajar con este ser de la misma manera que actuamos con el hombre exterior todos los días, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos.

Sobre todo hace falta la dosis de valentía necesaria, para en medio de este mundo tan tremendamente materializado, poder decir: “Yo salgo en busca de mí mismo; yo voy en busca de mi Yo Interior; abriré mis propios barrote y trataré de encontrar la Realidad que duerme en el fondo”

Una vez despertado el Ser Interior, ¿cómo lo alimentaremos? Ningún ente vive si no se le nutre.

Hemos aceptado que para que el hombre exterior viva hay que darle de comer varias veces al día, y no cualquier cosa, sino los artículos sanos, limpios, puros, aprobados, sin contaminación, etc.

Con el Hombre interior debemos tener el mismo cuidado. Alimentarlo psicológicamente con los mejores sentimientos. Nutrirlo mentalmente con las mejores ideas. Sostenerlo espiritualmente con una fuerte dosis de fe exente de toda duda, de toda desesperación; una fe íntima, profunda, sincera y natural.

Y hay que tener muchísimo cuidado con los contaminantes.

Los malos sentimientos y las bajas pasiones nos enferman el ser interior. Las malas ideas, las dudas progresivas, los razonamientos estériles quebrantan nuestra capacidad de razonar. La falta de fe, la frialdad interior y la creencia en el hombre como ser absoluto y único en la naturaleza, destroza, destroza al pobre espíritu que ya bastante prueba tiene con tener que vivir dentro de un cuerpo.

¿Cómo educar al Hombre Interior? No se lo educa desde abajo –puesto que no es el hombre exterior el que le educa, sino desde arriba.

Le educa y modela la fuerza más grande de que dispone el ser humano: la voluntad. Mas como muchas veces no disponemos de esta virtud, porque no la hemos desarrollado, vamos a utilizar los substitutos que tenemos al alcance de nuestra mano: la paciencia, la perseverancia y la fe. Con estos tres elementos es casi como si obrásemos con la voluntad, así encaminar poco a poco a este ser oculto al que tuvimos tato tiempo descuidado.

El hombre interior –como el exterior– no crece en un día. Tenemos paciencia con un pequeño bebé, porque sabemos que en la torpeza de hoy está la habilidad del mañana. Debemos ser tolerantes con nuestro ser interior porque en él está la grandeza del mañana. Necesitamos tiempo para dedicarle día a día un poco de tiempo, para que se nutra, para que se expansione entre en contacto con nosotros.

Entonces podremos asegurar que la búsqueda continúa, puesto que estaremos detrás de este prisionero que subyace dentro de nosotros y que necesitamos liberarle.

Cuando este Hombre Interior salga, podemos llegar a sentir por un instante que un enemigo se ha levantado dentro nuestro. Un enemigo moralizante, filósofo, creyente.

Él no dice que los instintos, pasiones, necesidades haya que erradicarlas por completo, sino darles su justo lugar, otorgarle la cantidad de energía justa para que otro tipo de manifestaciones humanas también tenga cabida, con objeto de no ser un instinto que camina, un trozo de pasión que pasa por la vida sin hacer absolutamente nada. Y para que nuevas y mejores expresiones también puedan salir a través del hombre exterior.

Yo quisiera rogarles –a ustedes amigos que me escuchan con tanta paciencia– que hoy se levanten de sus sillas sintiéndose inmensamente ricos, felices. Con la riqueza y la felicidad que supone el saber que llevamos al Hombre Interior con nosotros y que lo tenemos, que no está perdido. Saber que hemos encontrado al amigo que tuvimos mucho tiempo abandonado, pero que es nuestro íntimo amigo a través del tiempo.

Escuchémosle. El hablará con nosotros, nos contactará lo que sabe desde el infinito, nos comentará acerca de la vida, del universo y de los hombres. Nos dirá por qué vivimos…

Entonces, cuando este amigo se haya levantado dentro de nosotros, llamaremos al hombre exterior y le diremos: “Tú, que no estás solo, sal y actúa en el mundo”.

 

Notas

[1] Nota del Editor: el presente texto muestra la transcripción de la conferencia dictada por Delia Steinberg en 1980. No hemos corregido el término genérico “hombre” por otro más propio actualmente del lenguaje inclusivo, para reflejar con más exactitud el original. Asimismo hemos respetado el uso de la mayúscula en conceptos abstractos y/oascendentes.

Créditos de las imágenes: Alexander Aarao-Ward

JC del Río

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