Vamos a tratar sobre el Hombre, sobre sus características. Los antiguos decían que el Hombre abarca todas las cosas. Hoy, entonces, la humanidad habla sobre la propia humanidad. Esa humanidad que tendría dos vertientes: una de tipo individual y otra de tipo colectivo. En la vertiente de tipo individual encontramos al Hombre tal cual es hoy, en este momento.
Tenemos que ver entonces: ¿qué es lo físico, qué es lo metafísico, qué es lo ontológico, qué es lo óntico? Cada criatura dentro de nosotros habla de distinta manera. Hay unos que dicen: «tengo frío», «estoy solo, querría hablar con alguien, querría compartir un poco de calor con alguien, estoy solo»; otro de nosotros le explica que no está solo, que todo el Universo está compenetrado, que existe una Idea Divina que rige todas las cosas, que hay una interrelación entre todo lo manifestado; y la voz le contesta: «estoy solo, estoy solo, estoy solo».
Existen otras voces, voces también primarias, cuando a veces nuestra parte superior, aquella que ha leído tantos libros, que ha meditado tantas cosas, que ha sentido tanto, presiente que está más allá de todas las circunstancias, más allá de todos los peligros, que de alguna forma es inmortal, indestructible, que va a continuar a través de los siglos, que tal vez haya vivido ya en otras existencias; pero una voz pequeña, rotunda y clara, le dice: «tengo miedo, tengo miedo». Y se le explica: no hay por qué tener miedo, nada te puede destruir, piénsalo bien, tú eres una esencia de la Naturaleza, las esencias no pueden ser destruidas. Le explicamos Platón, le enseñamos lo que pudo haber dicho Aristóteles, le hablamos de Kant, y esa pequeña voz dice: «sí, sí, lo recuerdo, pero tengo miedo».
Esas dualidades que tiene el individuo, que en un grado o en otro tenemos todos, esa elección continua existe dentro nuestro, como en ese viejo libro hindú que todos o casi todos vosotros conocéis, el Baghavad Gita, cuando Krishna, aconsejando a Arjuna, en ese carro de guerra entre los kurús y los pandavas y antes de entrar en combate (¿tal vez antes de entrar en la vida, en la manifestación real?), tiene que elegir, tiene que saber qué es lo que va a hacer. Una de las cuestiones más difíciles para el Individuo de hoy es poder elegir.
Pido perdón si me guío por un esquema muy simple, pero que a mí me hizo mucho bien: el sistema de Ortega, el filósofo, que nos explicaba que una cosa es el Ser y otra cosa es el entorno. Debemos ver en nosotros primero esas pequeñas dicotomías, esos pequeños impulsos encontrados que, sin embargo, en su pequeñez, rigen muchas veces los destinos de nuestra Alma, porque esos impulsos son los que eligen si vamos a ver una película de cine u otra, si vamos a pasear o a tomar una bebida fuerte para tratar de olvidar, si vamos a salir con un tipo de amigo o con otro, si vamos a hacer un viaje o no. Esas pequeñas cuestiones van determinando lo que los indos llamarían nuestro «karma» individual y personal, o sea, nuestro propio juego de causas y efectos, que nos va condicionando y que nos va, de alguna manera, manteniendo dentro de un conflicto.
Ionesco decía en París que el Hombre debía estar en una suerte de conflicto perpetuo, porque si no dejaría de ser Hombre. Hay una gran verdad en todo esto; dicen las antiguas enseñanzas que hay tan solo dos clases de seres humanos que no se preocupan de sí, de esta microguerra interior; los Budhas, porque ya han transcendido el carácter humano, y los imbéciles, porque todavía no lo han alcanzado. Uno porque está por encima y ya no tiene ningún problema, y otro porque es un idiota, porque todo le da lo mismo. El Hombre, en cuanto Hombre, en cuanto está en el medio, siente esas pequeñas voces que surgen poco a poco en nuestro interior y que van condicionando nuestra forma de ser. Pero no estamos solos, estamos frente a un mundo, hemos aparecido en la tarima del mundo. Hay muchas teorías sobre cómo hemos aparecido y por qué; dejemos de lado eso en este instante, si estamos aquí por el karma acumulado por encarnaciones anteriores, porque el buen Dios quiso que viniéramos, por la simple casualidad de que mamá y papá nos tuvieron. Algo o Alguien, de alguna manera, nos cogió de un brazo y nos puso en el escenario del mundo.
El Hombre se va adaptando a ese lugar, y así, uno va creando un lenguaje, entra dentro de una creencia, de una fe, de una línea de costumbres. Entonces viene el árbol de Navidad, o uno cree en los Reyes Magos, hasta que llega una contradicción en el Hombre mismo contra ese ambiente; descubre que muchas cosas que le habían contado no son ciertas. Además el hombre está separado por los idiomas, por las costumbres, por las formas de vestir.
Recuerdo que en una oportunidad en que estuve con Sri Ram, un filósofo hindú muy famoso, cuando terminábamos nuestra conversación él me echaba del hotel a empujones, y yo al principio me ofendía, pensaba: «¡Dios mío, qué mal habré estado, qué falta de educación habré tenido para que este hombre me tenga que sacar así!». Hasta que supe que en la aristocracia hindú es una buena costumbre empujar a la gente para que se vaya de casa, porque se sobreentiende que no se quiere ir. Obviamente eso es un choque entre costumbres humanas, simples costumbres, pero es un choque.
Ese choque entre las pequeñas cosas, entre aquellas que tal vez no tienen gran importancia, pero pasan, entre nuestra forma de hablar, de ser, de comer, de vestir, configuran entre todas, grandes diferencias que ha establecido la sociedad, esta sociedad en la cual aparecimos. Igual sucede en la política; en ella se es de derechas o de izquierdas. Pero cuando uno escucha, se da cuenta de que la derecha tiene ideas de izquierda y la izquierda tiene ideas de derechas: ¿cómo hace uno para definirse? ¿Cómo llegar a ese estado en que ya no se es ni de derechas ni de izquierdas, sino de arriba y de adelante, del futuro?
En este momento cada uno de vosotros estáis sentados en una silla, es vuestra, y si alguien os la quitase, os preguntaríais: ¿quién me quita mi silla? Es algo automático, algo que nos sale de dentro, habría una especie de propiedad de uso que la gente desconoce y que cuando se lleva a los tribunales no funciona. Sin embargo, el obrero que ha trabajado muchos años en un torno, en un mismo torno, le llama suyo. El hombre que ha trabajado mucho tiempo en el campo con un arado o con una pala, llama a ese arado o a esa pala mi pala, mi arado.
Por encima de todos los papeles, más allá de todas las convenciones, chocamos también con varias formas de entender lo que puede ser la sociedad. Es tal vez un error histórico, por falta de información o por información deformada, creer que todas las grandes revoluciones han venido siempre de lo que se llama la «izquierda». No, las revoluciones no vinieron de izquierdas ni derechas, las revoluciones vinieron siempre de los hombres. Las re-evoluciones, porque no es hacer revolución tomar un arma y pegar un tiro en la cabeza a alguien; no, eso es un acto de bestialidad y de cobardía, condenable desde todo punto de vista. No, una verdadera re-evolución es hacer que la evolución corra otra vez, hacer que el agua que se ha estancado se mueva de nuevo, hacer que el aire que había quedado preso dentro de una habitación y que ya olía mal circule otra vez, que se abran las ventanas, eso sería una real re-evolución y eso no nos lo dan ni derechas ni izquierdas, eso nos lo da siempre el Hombre.
El Hombre que surge, se levanta ante una circunstancia histórica y dice: «Basta, esto no puede seguir así, tiene que ir de otra manera». Estamos también condicionados ante ese mundo que ya está hecho, formado, y que no tenemos la fuerza de formar o de cambiar; no somos el Buddha, no somos el Cristo, no somos esas figuras que en lo religioso pueden cambiar el curso de la Historia, sino que somos los pequeños, los puñaditos de arena que hacemos el gran desierto, las hojas que conforman el árbol y que cuando pasa el viento hacemos nuestra música; parecemos pocos, pero a nuestra manera gritamos una verdad individual. Y ese puñado de gente que somos nosotros, aparecemos ante un mundo ya predeterminado pensando si es que lo podemos cambiar, si podría ser diferente.
Volvamos atrás brevemente, hacia ese polifacetismo interior nuestro. En medio de ese torbellino enorme, en donde hay voces que nos reclaman cosas desde dentro y voces que nos reclaman cosas desde fuera, tenemos que llegar a aquello que mencioné al empezar esta pequeña charla; llegar a ser ciudadano del mundo, llegar a ser verdaderamente algo que abarque todas las cosas, todas las facetas.
¿Cómo podré llegar a ser ciudadano del mundo? ¿Cómo podré llegar a unificarme dentro de mí mismo y con lo exterior?
Lo primero que tenemos que hacer es comprender que las formas no son iguales. Yo estoy viendo aquí el rostro de cientos de personas. No tienen una el rostro igual a otra, y para fortuna vuestra ninguna tiene el mío. De tal suerte, todos somos formalmente diferentes. Hay entonces una parte que los divide, que los diferencia, pero hay otra parte que los une. Esa parte que los une, interior, invisible, permite que podamos apoyarnos; no en lo que separa, sino en lo que nos une, en esa fuerza interior que nos hace seguir caminando día a día, que nos hacer ser optimistas todas las mañanas. Ese optimismo básico, ese optimismo que nos hace continuar caminando, que se refleja en las velas encendidas en las tartas de cumpleaños, en los niños que crecen, en los jardines que verdean, en las bibliotecas que se van poblando de volúmenes, en la vida que sigue y nos va aportando diferentes experiencias, todas necesarias para nosotros. Ese optimismo, que nos permite concebir un Hombre que no solamente sea Nuevo, sino también Mejor –básicamente mejor que lo que podemos ser nosotros–, un Hombre como lo hemos soñado, un hombre que extraiga su pensamiento, su Alma, de esos rincones escondidos donde están los versos que no escribimos nunca, las palabras de amor que nunca nos atrevimos a pronunciar, las esperanzas que tuvimos miedo de expresar por temor a que la gente se riese de nosotros. Allí donde está nuestro cariño por toda la Humanidad, sin importar si tiene la piel negra o blanca, allí donde está nuestro básico entendimiento con todos los hombres, no importa que hablen un idioma u otro.
¿Qué se nos ha derrumbado dentro? ¿Qué se nos ha derrumbado fuera? Nosotros, que creíamos en las vidas de los grandes hombres y las grandes mujeres, ahora nos dicen simplemente que no fueron grandes, y a veces les creemos.
¿Qué nos pasa? ¿Qué nos ocurre? ¿De qué estamos enfermos? ¿Estamos enfermos de tristeza tal vez, de desconfianza? ¿Nos han engañado tanto que ya no creemos en nadie?
De alguna forma, debemos volver a ser jóvenes, debemos volver a tener fuerza interior y exterior. Más allá de las palabras, más allá de los carteles, más allá de las denominaciones que el mundo pone a las cosas, debemos reaccionar como hombres y mujeres, con toda la fuerza de nuestro corazón y de nuestra naturaleza. Debemos entender que cuando sentimos algo en el corazón tenemos que poder expresarlo, y si sentimos amor tenemos que saber gritarlo, y si sentimos concordia tenemos que saber gritarlo, y si sentimos que la Humanidad es una tenemos que poder afirmar la Unidad de esa Humanidad. Tenemos que volver a Ser –otra vez– Damas y Caballeros. Tenemos que recorrer los caminos del mundo buscando el mítico Grial, el mítico lugar, el mítico objeto que nos reunirá a todos los que estamos durmiendo y nos despertará, nos hará encontrarnos a nosotros mismos y a los demás, a los viejos sueños, los conocimientos primarios que nos dieron nuestros abuelos, las palabras balbuceantes de nuestros nietos.
Encontrémonos de nuevo, más allá del espacio, más allá del tiempo; seamos en verdad «ciudadanos del mundo», hombres y mujeres capaces de sentirse a sí mismos, de sentir sus manos, de sentir a Dios, de no tener vergüenza de lo santo ni de lo bueno. Un Hombre al cual no se le pueda comprar con oro ni se le pueda apagar con plomo. Ese es el Hombre Nuevo.
Ese es el Hombre que Acrópolis propone, el Hombre que vendrá Mañana, el Hombre que hará girar los molinos de la Historia con el nuevo viento de la resurrección espiritual: la Revolución más profunda de todas.
Extraído de la conferencia dictada el 12 de marzo de 1983 en la sede de Nueva Acrópolis, Gran Vía 22, Madrid, España.
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