Vivimos en un mundo en el que el bienestar se ha convertido en el primer artículo de consumo. Al menos, es lo que sucede en los países llamados desarrollados. La publicidad nos acosa desde todos los rincones ofreciéndonos mejores posibilidades de vida en todos los aspectos: físico, emotivo e intelectual, e invitando a la gente a buscar en esa comodidad la fuente de toda dicha.
Sin embargo, la vida cotidiana y real nos muestra un panorama bien diferente. Buscar el bienestar es una carrera sin fin porque cuando se cree haber hallado algo, surgen nuevas y perentorias exigencias que obligan a más y más cosas. Así, el bienestar se aleja y se vuelve una meta inalcanzable, aunque deseable.
En el plano material, obtener beneficios y posesiones es como beber de un agua que da más sed en lugar de calmarla. Nadie se siente satisfecho Con lo que tiene porque todo el sistema propagandístico está montado de modo que haya que acrecentar los bienes para sentirse mejor. Las falsas necesidades se llevan toda la energía, mientras la gente sueña con el instante en que, por fin, tendrá todo lo que espera.
En el plano psicológico, el deseo de bienestar suele manifestarse como una huida de toda preocupación, de todo compromiso. Se pretende una tranquilidad que se demora en aparecer porque la vida está llena de esas aparentes zozobras, que no son otra cosa que pruebas para adiestrarnos precisamente en el arte de vivir. Cuanto más se quiere no sufrir, más se sufre. Cuanto más se trata de alejarse de las turbulencias emocionales, éstas acosan con más fuerza al incauto que las repele. Nadie quiere aprender a dominar las turbulencias, sino encontrar un camino que esté libre de ellas. Es como desear un río sin corriente, un mar sin olas, una cumbre montañosa sin vientos. Tampoco se trata de frenar las corrientes, las olas o los vientos, sino de aprender a vivir con ellos, a usar la inteligencia para compartir nuestra existencia con esos fenómenos naturales de los que, hábilmente, podemos protegernos pero no escapar, aprovecharlos sin huir.
En el plano mental, el bienestar es el no pensar. Las ideas molestan porque vienen cargadas de preguntas. Y cuando las preguntas se quedan sin respuestas, llega la angustia. Así, es mejor que otros piensen por uno y que uno se remita a dejarse llevar por esquemas prefabricados, por corrientes de opinión que suelen resultar bastante más peligrosas que las corrientes de los ríos, las olas y los vientos.
En síntesis, el concepto usual de bienestar se ha convertido en sinónimo de molicie, en una pereza que gana a la persona entera en todos sus aspectos y la vuelve inútil e incompetente para vivir sin las muletas cada vez más numerosas que reflejan una satisfacción cada vez más lejana.
¿Por qué el deseo de bienestar es una muestra de carencia? En principio, porque todo deseo indica lo que no tenemos; jamás deseamos lo que ya es nuestro. Es decir, que carecemos de bienestar. Como hemos visto antes, solemos buscarle por camino equivocados, pero lo cierto es que no lo tenemos.
¿Por qué es una señal de debilidad? Porque falta seguridad en uno mismo, porque hacen falta soportes externos a la personalidad para sentirse firmes, porque no suele haber valor para encontrarse con uno mismo y antes de descubrirse por dentro es mejor propiciar el vacío interior. Porque sin ese vacío y sin los soportes artificiales, no hay posibilidad de recorrer el complejo pero interesante sendero de la vida.
El que busque apasionadamente, desesperadamente, un bienestar que está fuera de uno mismo, entrará en un laberinto de difícil salida, tanto, que puede pasarse toda una existencia surcando vías erróneas que conducen a otras más equivocadas todavía. El que se halla en esta situación, siempre vivirá dependiendo de las personas y las circunstancias; será tan feliz como se lo permitan las personas con las que convive y tendrá tantas o tan pocas satisfacciones como lo dicten las circunstancias.
La base de todo bienestar parte del alma que, al decir del profesor Livraga, «no desea bienestar porque es naturalmente bienaventurada». Esto no significa que el cuerpo no necesite de determinadas cotas de salud, reposo, alimentación, o que la psiquis no requiera una serenidad como para acceder a sentimientos superiores, o que la mente deba superar sus dudas y vacío adquiriendo certezas. Pero nada de esto se consigue si no se parte desde adentro hacia afuera. «Adentro» es el alma -donde radica por ahora nuestra conciencia en el mejor de los casos- y el alma sabe lo que necesita, siempre que no esté asfixiada o relegada por las exigencias de la materia. Hay que buscar en el alma la medida de nuestro bienestar, porque el alma, en estado natural, es la fuente de todo bienestar. Y entiéndase por «natural» el estado primigenio, perdido y recuperado conscientemente por medio del esfuerzo evolutivo; la naturalidad de hoy es el fruto de la conquista humana en el retorno a sus fuentes espirituales.
Sabiendo dónde hallar el bienestar, hay que saber buscarlo y tener presente que toda búsqueda implica un trabajo. Que nadie pueda decir de nosotros que no hemos sabido o no hemos querido trabajar para llegar a nuestra alma. Saber, sabemos dónde reside. Trabajar para encontrarla es abrirse paso entre las falsas promesas de bienestar y comodidad paralizante hasta darle al alma el sitio que le corresponde. Hasta que sea ella quien se exprese a través de nosotros en lugar de las sensaciones e impulsos meramente animales.
Y por fin, recordar que una vida dedicada a causas nobles aunque no exentas de dificultades, nos puede proporcionar la verdadera felicidad, sin tensiones ni ansiedades; esa felicidad es el efecto de una causa justa.
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