Hay una pregunta que, calladamente o en voz alta, solemos formularnos varias veces al día, muchas, demasiadas veces en la vida.  ¿Por qué sufren los hombres?  ¿Por qué existe el dolor?

Esta pregunta señala una realidad de la que nos es imposible escapar.  Todos sufren; por una u otra razón, todos sangran en su corazón e intentan vanamente apresar una felicidad concebida como una sucesión ininterrumpida de gozos y satisfacciones.

Viene a mi memoria una parábola del budismo que siempre me ha impresionado; aparece en los libros bajo el nombre de “El grano de mostaza”.  Y, en síntesis, refleja el dolor de una madre que ha perdido a su hijo pero que, sin embargo, confía en volverlo a la vida gracias a las artes mágicas del Buda.  Este no desalienta a la madre; sólo le pide que para resucitar a su hijo le consiga un grano de mostaza obtenido en un hogar donde no se conozca la desgracia…  El final de la parábola es evidente: el grano de mostaza, ese grano tan especial, jamás aparecerá, y el dolor de la madre se verá mitigado en parte, al comprobar cuántos y cuán grandes son también los sufrimientos de todos los demás seres humanos.

Pero el hecho de que todos los hombres sufran no quita ni explica la realidad del sufrimiento.  Y otra vez nos preguntamos, ¿por qué?

Viejas enseñanzas -más viejas aún que la parábola citada- nos ayudan a penetrar en el intrincado laberinto del dolor.

En general se nos indica que el sufrimiento es el resultado de la ignorancia.  Así, sumamos dolor tras dolor, es decir, a los hechos dolorosos en sí, sumamos el desconocimiento de las causas que han motivado esos hechos: no somos capaces de llegar hasta las raíces de las cosas para descubrir la procedencia profunda de aquello que nos preocupa; simplemente nos quedamos en la superficie del dolor, allí donde más se siente, y allí donde más se manifiesta la impotencia para salir de la trampa.  Ignoramos la causa de lo que nos sucede, y nos ignoramos a nosotros mismos, sumando una doble incapacidad de acción positiva.

Asimismo desconocemos otras leyes fundamentales de la Naturaleza, y una vez más, por ignorancia, acrecentamos nuestro dolor.  Deberíamos saber que ningún dolor es eterno, que ningún dolor se mantiene ante el embate de una voluntad constructiva.  Nada, ni dolor, ni felicidad, puede durar eternamente en el mismo estado.  Hay que aprender, pues, a jugar con el Tiempo para hallar una de las posibles salidas del laberinto.

El dolor de lo porvenir no tiene cabida en el presente, ya que es un sufrimiento inútil, antes de tiempo y, tal vez, sin razón de ser.  Es verdad que en el presente ya se está gestando el futuro, pero también es verdad que el temor del futuro es germen de futuros males, mientras que la voluntad firme y positiva da lugar a circunstancias más favorables que también pueden gestarse en el presente.

El dolor de las cosas pasadas, es como intentar mantener el cadáver de un ser querido en nuestra casa, repitiéndonos constantemente que no ha muerto, volviendo mil veces los ojos a la irrealidad de un cuerpo que no existe y desconociendo la otra realidad espiritual que sí existe.

Y en cuanto al dolor del presente, es apenas una punzada que en breve se hunde en el pasado, para dejar lugar al futuro.

Por eso decía un sabio que los hombres somos capaces de sufrir tres veces por la misma cosa: esperando que suceda, mientras sucede y después que ha sucedido.  Así se refuerza la tesis de “la ignorancia como madre de todos los dolores”.

Para los orientales, siguiendo con la tónica de la parábola budista, “El dolor es vehículo de conciencia”, lo que equivale a decir que todo sufrimiento encierra una enseñanza necesaria para nuestra evolución.

El dolor es el que nos obliga a detenernos y a preguntarnos acerca de las cosas.  Sin el dolor, jamás nos diríamos, como tantas veces lo hacemos: “¿Por qué a mí?”, para advertir seguidamente que no es “a mí” solamente…  Sin el dolor, no nos propondríamos indagar en las leyes ocultas que mueven todas las cosas, hechos y personas.

Por poco que volvamos los ojos, encontraremos sufrimiento: sufre la semilla que estalla para dar lugar al árbol, sufre el hielo que se derrite con el calor o el agua que se endurece con el frío, y sufre el hombre que, para evolucionar, tiene que romper las pieles viejas de su cárcel de materia.

Pero tras todos estos sufrimientos se esconde una felicidad desconocida:  la plenitud de la semilla, del agua, del alma humana que descubren, en medio de las tinieblas, la luz segura de su propio Destino.

Créditos de las imágenes: Road Trip with Raj

JC del Río

Ver comentarios

  • Bajo sus distintas formas y expresiones ,el dolor siempre será un maestro, nos alerta, nos vuelve al camino, nos previene,nos enseña... Hay que saber leer en el dolor aun estando en el dolor, creo que ese es nuestro reto...mil gracias maestra Delia!

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