Imposible abordarlo sin recordar a Malthus, quien en 1798 dijo: “Creo que la capacidad de reproducción de la población es indefinidamente mayor que la capacidad de la Tierra para producir los elementos de subsistencia del hombre”. Como siempre, este visionario tuvo que soportar las críticas más acerbas, y fue puesto en ridículo cuando el desarrollo industrial en el siglo XIX, la explotación de las grandes reservas en países nuevos y los avances técnicos en cuanto a transporte y conservación de alimentos, pintaron un futuro sonrosado, o por lo menos mucho más benéfico que el esbozado por los llamados “malthusianos”.
Pero las estadísticas de la “belle epoque” estaban imbuidas de un cierto romanticismo no del todo científico, y basaban sus pronósticos pura y exclusivamente en la sociedad europea, presuponiendo que el resto del mundo se avendría a funcionar como un inmenso campo de producción de materias primas en beneficio de esta cultura occidental. Con el correr del siglo XX el panorama se fue ensombreciendo, y Malthus fue invocado con más respeto y temor.
El avance de la medicina preventiva, la geriátrica y el amparo de la infancia, rompieron el equilibrio natural, y niños y ancianos crecieron proporcionalmente, a la vez que los adultos restringían sus horas de trabajo en la misma medida en que se facilitaban sus tareas. Una verdadera explosión demográfica tomó cuerpo en Asia, África e Hispanoamérica triplicando la población mundial en un siglo.
Y entiéndase que no creció en la misma proporción la población activa, sino que fue la pasiva la que aumentó catastróficamente. Incluso los mayores índices de reproducción se dieron, justamente, en los núcleos humanos con menor poder adquisitivo y el hambre se hizo sentir de manera alarmante.
Países de Asia, África y América que antes de la segunda guerra mundial exportaban unos 11 millones de toneladas de granos, llegaron a la necesidad de importar 25 millones de toneladas anuales. Esto convirtió el problema en mundial.
Experimentos impulsados por los departamentos especiales de las Naciones Unidas, demostraron en África y Asia, alrededor del año 1950, que tecnificando el agro y explotando riquezas no tradicionales, tampoco solucionaban el problema. Allí se comprobó que la población aprovechó las mejores condiciones de vida para “explotar” demográficamente, de tal suerte que esas zonas experimentales se han convertido en verdaderas pesadillas y hoy tienen que recurrir, para su manutención, a regímenes de trabajo agobiantes, a las importaciones “de obsequio”, y a soportar niveles de pobreza más graves que los que recuerdan sus anales desde el neolítico.
Nos hemos preguntado si ésta es la primera vez que la humanidad enfrenta este problema, para intentar extraer antecedentes que nos aporten una experiencia válida en nuestro tiempo.
Nuestra investigación choca con el prácticamente insalvable muro de la evidencia de que, lo que llamamos “historia” es apenas una minúscula parte del pasado, y no de toda la humanidad, sino de la cuenca del Mediterráneo y de algunos focos más o menos aislados y conocidos a medias. Los más antiguos tratados de que disponemos son de origen hindú y chinos. Los demás están demasiado adulterados, o sólo quedan miserables fragmentos. Y aun estos mismos, no tratan específicamente de lo que nosotros entendemos por “historia”, ni tampoco son “cronológicos” por lo menos para el moderno estudioso.
En los “Puranas” hindúes existe una versión que tal vez venga al caso, y es la referencia a pasadas humanidades o ciclos de civilización que habrían existido antes que el nuestro, y que aparecen destruidos por horrorosos cataclismos, a medias naturales y a medias provocados por el hombre, al hacer uso de fuerzas indefinidas que extraían de ciertos metales, con fines bélicos.
Así, se dice que la humanidad jamás perece, pues de una manera más o menos cruenta vuelve a nivelar sus posibilidades de supervivencia. Mas, en verdad, estos textos protohistóricos, oscuros y conformados para una mentalidad ya inexistente, nos ayudan muy poco; y lo que está claramente a nuestra vista es que si no lo es, el problema nos parece nuevo y su solución debe ser creada sin dilación.
Desgraciadamente el problema de la explosión demográfica es tan grave y tan inmediato, que ha superado, por lo menos momentáneamente, la capacidad de reacción de la humanidad, y el desconcierto ha alentado las más inverosímiles proposiciones. De ellas extractamos algunas, señalando sus dificultades:
El ejercicio de la filosofía nos predispone a la resolución de problemas y a enfrentar situaciones nuevas. La búsqueda de las esencias crea el inefable hábito de posponer intereses personales y esquemas inservibles, en beneficio de una solución práctica y moral a la vez.
El marchar sin arrastrar el peso de viejos dogmas, ni cargar los sacos llenos de los pedrejones del materialismo dialéctico, el poner las miras adelante y arriba, y no a la derecha ni a la izquierda, nos permite a todos los humanos el recobrar el hoy menos común de los sentidos: paradójicamente, el “sentido común”.
Así, no vemos la solución en ninguno de los esquemas anteriormente propuestos, pero sí en una sabia combinación de todos, con el asesoramiento científico de los especialistas en demografía, que los hay, y buenos, pero que están entorpecidos por intereses políticos y religiosos.
Si la explosión demográfica es un mal, debemos contemplarla como a la viruela o a la peste bubónica, de modo que sería necesario elaborar vacunas e inocularlas a todos los amenazados.
En el caso que nos inquieta, se impone un control científico de la natalidad, manejado por médicos y especialistas, sin previos cateos de opinión, ni debates en los más o menos inoperantes parlamentos. Mientras los teóricos, moralistas, representantes y diputados discuten en cómodos sillones, millones de niños siguen naciendo deformes y condenados a la miseria y a la muerte prematura.
Este tema es demasiado importante para jugar como se suele hacer frente a los dilemas humanos. Hay que actuar. Es preciso aplicar una forma de control periódico obligatorio, que regule un máximo previsto de nacimientos según las condiciones de cada zona, y a la vez, activar por todos los medios el incremento de producción y la conciencia colectiva del problema.
Si estos métodos de emergencia dan resultados, ya habrá tiempo para paliarlos.
No hay justificación para prolongar esta agonía de tantos y tantos seres humanos, ni para promover el genocidio de millones en los próximos años. Si no nos atrevemos a solucionar este problema, si no tenemos CORAZÓN que vele por esos niños desvalidos de Asia, África y América, de muy poco nos valdrá haber conquistado la Luna, y jamás tendremos el derecho moral de llamarnos HOMBRES.
Jorge Ángel Livraga Rizzi.
Créditos de las imágenes: Carlos Zetina – Flickr
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