Un problema de contradicciones acompañó al Hombre desde que elevó sus primeras ciudades, bien con fines rituales o habitacionales: conciliar las necesidades de abrigo e intimidad con las del espacio vital indispensable para no perder totalmente la relación con el entorno y la dimensión mental de libertad.
Las “cajas de zapatos” en las que corrientemente vivimos, carecen de las suficientes bocas de luz, y el “smog” –peste de todas las grandes ciudades– obliga a cerrar las ventanas, tras las cuales solo puede verse un mundo sucio, brumoso y un cielo que raramente se nos muestra azul. Por razones de economía los techos son cada vez más bajos y los materiales de construcción menos nobles, los recintos pequeños, y los vistosos empapelados y encortinados han sido reemplazados por la pintura blancuzca que antes se usaba solo en los establos y por cortinillas cuyas telas, cuando no son de plástico, son simple lencería de cama puesta en vertical.
Esto ha creado la necesidad de retorno al arte de pintar los muros.
¿Arte o artesanía? Esto no puede ser contestado sino en base a la mayor o menor inspiración y perfección técnica del pintor. Aunque de ello tenemos pocas pruebas, los antiguos griegos fueron maestros en la pintura mural naturalista, y de esa vertiente surgió la maravilla del mural romano, conservado principalmente en Pompeya y Herculano, las ciudades trágicamente sepultadas por una erupción extraordinaria del Vesubio en el 79 de nuestra era.
En mi reciente visita a esas ruinas, al observar las últimas excavaciones aún no abiertas al público, pude apreciar, por los juegos de sombras y las perspectivas con que el artista decoró una gran sala, que lo había hecho en horas de la mañana, y que como si fueran espejos, lo que había representado era el propio ambiente de la habitación, con sus muebles y cortinas.
Aún más sutil es una plancha de teselas de mosaico que enfrenta al sol cuando amanece, de manera que, como un reflector, daba mayor poder a la luz naciente y un matiz verde, emparentado con el primer día de primavera, que ya trataremos en otro artículo dedicado a Pompeya.
Esta pintura pompeyana no es sino la propia de esa ciudad en época del Imperio Romano. En una pared desaparecida, se había colocado, de manera vertical, un delicado mosaico de teselas muy pequeñas, aunque se lo encontró como mosaico propiamente dicho en el suelo de la exedra de la Casa del Fauno, desafortunadamente bombardeada por los aviones norteamericanos en la Segunda Guerra Mundial. Esta maravilla se salvó al haber sido trasladada previamente al Museo Histórico de Nápoles. Tan cuidados son los detalles que, en un caballo de mirada desorbitada, se tarda en descubrir la lanza profundamente hundida en su costado. Representa el momento crucial de la batalla de Iso entre los ejércitos de Alejandro el Grande y de Darío. A este último se lo ve en fuga, con faz aterrorizada, sobre su gran carro de guerra, mientras en el otro extremo aparece el joven Alejandro, montado en Bucéfalo, en el momento de arrojar una pesada lanza. Esta es, probablemente, una obra helenística o una copia de un cuadro helenístico del II siglo a. C., llevado a Pompeya y reutilizado más de una vez para dar transparencia a las paredes o suelos, de manera que se recordase aquel importante acontecimiento.
En casi todas las casas excavadas –que son miles– tanto en Pompeya como en Herculano y villas vecinas, los muros están decorados con el “trompe d´oeil”, y así, pequeñas habitaciones se abren sobre ficticias calles y prados enjardinados en donde los árboles siempre están floridos o cargados de frutos; penetran en el fondo del mar y nos hacen ver la escondida fauna; héroes y dioses viven y existen en esa otra dimensión que está más allá de la superficie de las paredes.
También se imitan con estucos y revoques mármoles y encastres de piedras preciosas en los muros. En las casas más humildes, aun con piedras de río, se hacen figuras decorativas, aprovechando los diferentes colores y simulando más preciosos materiales.
Este arte de figurar ilusorias realidades sobre los muros continuaría hasta la caída del Imperio y se volvería a desarrollar en la Edad Media, especialmente en Bizancio y Oriente en general, así como en Rávena y en otras ciudades de Occidente las pinturas y mosaicos ayudarían a la iconografía cristiana, haciendo aparecer Cristos, santos, vírgenes y querubines que parecen mirarnos desde lo más alto de las cúpulas y los muros.
Esta imaginería reaparece en las “ventanas” de los miniados de los libros manuscritos medioevales, en donde dragones, caballeros, ángeles y diablos, pintados en los más bellos colores se cuelgan de las grandes letras iniciales o se asoman desde lánguidos paisajes atardecidos.
Los tiempos duros que caracterizan a toda Edad Media hicieron que las pinturas fueran frecuentemente reemplazadas por los tapices, que daban un toque cálido a las paredes, y además tenían la ventaja de ser fácilmente transportables en caso de abandono forzoso del castillo o palacio. Asimismo, pinturas murales y tapices, con su gran tamaño, recordaban a todos las hazañas de los antepasados y la grandeza de los reyes.
El Renacimiento va a regresar a los moldes romanos, aunque los temas suelen mezclar la religión cristiana y la grecorromana, así como el Antiguo Testamento hebreo.
“Trampas para ojos” serán también los grandes cuadros, a la manera del mural La última cena, con sus tremendas perspectivas arquitectónicas “leonardescas”, o las grandes telas de Botticelli, que nos introducen en un mundo maravilloso, extrayéndonos, succionándonos de este, material y efímero.
Con diferentes oscilaciones en intensidad se siguieron imitando mármoles y paisajes. En el siglo pasado estaba de moda fingir, a gran altura, cercanos a los altos techos, entramados de vigas y motivos exentos inexistentes, así como en el anterior lo estaba el que los techos figurasen perforaciones hacia las nubes o la noche, así como a todo un mundo imaginario y mágico que cubría sus desnudeces con paños movidos por el viento que se supone hay siempre en las alturas.
Cuando nace el “Art Nouveau”, a fines del siglo XIX, las pinturas murales y aun los mosaicos se recrean, como en el caso del español Gaudí. Luego, un período de “blancura aséptica” y de “modernismo” dejará nuestros muros carentes de pinturas. Ahora se está retornando, con la “posmodernidad”, al encuentro de esos espacios ficticios físicamente, pero reales psicológicamente.
En España, este arte ha recibido el no muy afortunado nombre de “Trampantojo”.
Es preferible que lo manejen verdaderos artistas, pero cualquier persona dotada y con algo de conocimiento puede embellecer su casa u oficina. Materiales vinílicos pueden cubrir los suelos simulando mármoles, maderas, pizarras y arenas. Otros papeles adhesivos pueden recubrir tubos metálicos y columnas, las que también pueden mejorarse con pinturas rugosas o bruñidos según la fantasía de cada uno. No faltan los que utilizan plantillas, aunque su uso no es tan fácil como parece y requiere hasta pinceles especiales.
El Hombre vuelve a sentir la necesidad de un contacto más íntimo con la Naturaleza, la material y la artística y divina. Si hoy, un materialista a destiempo repitiese aquello de que “las chimeneas son las catedrales del trabajo”, haría reír hasta a los niños, pues estamos todos hartos de suciedad, contaminación y modernismos. De cierta manera, el Tiempo Nuevo está en marcha y sólo es la inercia lo que mantiene al Mundo Viejo en el poder fáctico, aunque cada vez más debilitado y renegando de sus principios materialistas, cuyas víctimas son hoy millones de drogados y desconcertados.
Saludamos con alegría estas ventanas a la imaginación que se abren en nuestras otrora frías paredes y la recuperación de una tradición pletórica de vitalidad, luz y juventud.
Créditos de las imágenes: Clockworkplum
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