“El grito”, de Edvard Munch.

No es fácil definir la juventud. Aunque busquemos mucho, los distintos autores a lo largo del tiempo no han logrado ponerse de acuerdo en ninguna definición exacta. Además, la juventud es tan rica y tan amplia en matices, es tan plástica y tan extraordinaria, que no encontramos una manera objetiva, concreta, sintética de definirla.

Como filósofos, tenemos una fe enorme en la juventud y una gran esperanza en ese mundo futuro del que tantas veces hablamos y del que tantas cosas decimos. Pensamos que ninguno hemos dejado de ser jóvenes en el fondo, y por una u otra razón, tampoco hemos dejado de tener algunas angustias, que podrán ser más o menos juveniles, pero que tienen su raíz en los mismos problemas y en parecidas circunstancias.

En líneas generales, para definir a la juventud deberíamos aceptar lo que dicen algunos: que es un estado intermedio entre la niñez y la madurez.
Efectivamente, es un estado intermedio, pero no único ni definitivo, sino muy especial, porque sale de la llamada «dulce inconsciencia de la niñez» para entrar casi de golpe en un despertar repentino e inmediato a las propias realidades interiores, emocionales, intelectuales, físicas y psicológicas que se producen, que por muy naturales que sean, no por ello dejan de impactar fuertemente en la personalidad del joven.

Al hablar de juventud, no podemos referirnos única y exclusivamente a esos cambios físicos que se producen, y que señalan el paso de la niñez a la adolescencia, sino que hemos de referirnos también a otros cambios concomitantes, psicológicos y mentales, muy profundos.

Haciéndonos eco de viejas doctrinas tradicionales, hemos de pensar también que el cambio en la juventud va más allá todavía, y no sólo despiertan psiquis y mente, sino que reaparece el propio Yo, ese Ego Superior dormido que viene desde el fondo de los tiempos, y que necesita un momento especial en la vida para despertarse y manifestarse.

No estamos de acuerdo con aquellos que dicen que la juventud comienza con la pubertad, con la madurez sexual. Tampoco debemos hacer terminar la juventud cuando aparece la madurez y el ser humano es ya adulto. Si así fuese, deberíamos preguntarnos cuándo comienza esa madurez. ¿O es que la juventud se prolonga mucho más, no ya en sus aspectos positivos, sino justamente en los negativos, como falta de madurez para saber qué se quiere?

Vemos que no podemos poner límites. La riqueza humana es infinita, las múltiples expresiones de la evolución humana son infinitas, y no nos permiten ceñirnos a definiciones estrictas.

La juventud tiene algo de nuevo nacimiento; es como volver a nacer aunque ya se esté dentro de un cuerpo físico y expresado material y concretamente.

La juventud tiene algo de abrir los ojos a una nueva forma de vida, y conlleva toda la angustia que supone precisamente eso: el tener que enfrentarse a una nueva forma de vida. Es como si naciésemos, pero esta vez lo hiciésemos solos, absolutamente solos, porque sentimos que solos vamos a tener que resolver toda la angustia de ese nuevo nacimiento.

Como todo nuevo estado, esta nueva juventud a la que se acaba de nacer, se nos presenta como inestable, insegura e intranquila. Necesita afianzarse y no encuentra dónde hacerlo. Y ése es el porqué de la angustia a la que queremos referirnos.

Podemos enfocar dicha angustia desde dos puntos de vista: hay una angustia normal y lógica, la que es propia del crecimiento, del desarrollo de este ser humano que vuelve a nacer cuando deja de ser niño; son todos los procesos que recoge la Psicología tradicional. Otro aspecto que nos interesa enormemente, es la «otra» angustia, la que no es tan natural y propia de la juventud; es la que suma nuestro mundo circundante con todos sus problemas, y que resulta menos natural y más agobiante para la personalidad del joven. Empecemos por la primera.

La Psicología de los últimos ciento cincuenta años nos dice que, efectivamente, no se puede valorar la juventud tan sólo por unos cambios fisiológicos, hormonales, por importantes que sean, sino que hay que apreciar otros elementos, muy propios y característicos, de tipo psicológico, intelectual y moral; curiosamente, esta Psicología siempre enfrenta todos los cambios de la juventud como si fuesen patológicos, anormales. Son tantos, tan grandes y tan importantes los cambios, que el joven debe tener la sensación de que está enfermo, y que lo que le pasa es terrible.

Lo primero que experimenta el joven, es la necesidad de afianzar una nueva personalidad. De pronto, hay que expresar nuevos conceptos y no hay elementos para ello, y hay que fortalecerse en cuestiones que parecen casi infantiles, pero que son las primeras que permiten expresar una personalidad juvenil. Se rechaza todo lo que ha constituido el mundo anterior, porque significa niñez, ser pequeño, no pensar, no sentir; por lo tanto, todo lo anterior es malo, hay que dejarlo de lado, rechazarlo.

Dentro de este rechazo general, cabe inmediatamente la ruptura de la imagen que los padres tenían ante el joven; ya no son el papá y la mamá en los que refugiarse, ya no son el apoyo; y junto con la ruptura de esta imagen, caen las de todos los mayores que constituían el apoyo y el vínculo familiar más inmediato; todos los que habían sido amores hasta ese momento, se convierten en odios.

En el joven no hay términos medios: todo el amor que antes se expresaba hacia los padres, se vuelca hacia nuevos líderes. Hay nuevos aspectos que tienen que llenar el vacío que se acaba de crear, y que despierta una enorme angustia en el joven.

Se agrandan las figuras del profesor, o del sacerdote, o del amigo un poco mayor, o de algún líder político. A veces los jóvenes quieren apoyarse hasta en líderes ficticios, que son de su invención y representan lo ideal, lo arquetípico y lo perfecto. A veces se aferran a personajes históricos que representan todo lo que al joven le gustaría ser y todo su amor se vuelca en ellos. Pero en el fondo, de lo que se trata es de rellenar un hueco. Y esto, al mismo tiempo, produce una enorme melancolía y una nostalgia por ese mundo infantil que se ha ido de las manos y no volverá.

El joven, en la primera etapa, tiene una gran propensión a la tristeza interior. Siente que ha perdido un mundo, pero no se lo puede explicar nadie. Siente que acaba de nacer a otro mundo, pero en ese otro mundo nadie le comprende. Y esa tristeza tan íntima, tan profunda, jamás se manifiesta hacia fuera; a lo sumo, asoma un poco de melancolía. Por fuera hay una alegría exagerada, ficticia por completo, con risas estridentes y actitudes fuera de lugar, o agresiones o una vitalidad exagerada que precisamente fuerza la agresión.

Es más, el joven agrede a sus padres porque les culpa de la pérdida de ese mundo, y con un poco de sentido de culpabilidad espera que los padres también le agredan a él, lo que le parece que ocurre de inmediato. Y aquí se encadena una larga sucesión de angustias, de incomprensiones, con las discusiones cotidianas, los enfrentamientos constantes y el hecho de no poder convivir con aquellos que hasta poco antes constituían un núcleo cerrado y maravilloso.

Ante esta situación el joven responde de múltiples formas. En realidad es muy propio en el joven el despertar de ideas metafísicas; no en la línea de una metafísica filosófica perfectamente elaborada, sino de algo más sencillo. El joven comienza a preguntarse, por vez primera, por lo que son la vida y la muerte. Y se plantea que no es eterno, que está dentro del tiempo, que ha crecido y cambiado, que seguirá creciendo y cambiando y que desaparecerá. Y entonces se pregunta sobre lo que hay más allá.

Juntamente con estas ideas metafísicas, aparecen otras de orden moral. El joven suele ser muy estricto al principio, y de una manera y con una moral muy suya y muy personal, muy rígida, sobre todo para los demás, pero en alguna medida, también para sí mismo. Si esto se llevase a buen término, tendríamos el principio del ovillo que haría desaparecer la angustia juvenil de forma paulatina. Sin embargo, y desgraciadamente, no sucede así, y estos primeros arranques metafísicos y morales suelen promover en los familiares y allegados sólo una sonrisa despectiva o una burla un poco cruel, que marcará heridas muy profundas en el joven.

Desde el punto de vista intelectual, pueden pasar muchas cosas completamente distintas. O se abandonan por completo, y nos encontramos con esos jóvenes que habían sido brillantes y de pronto se estancan y empiezan a fracasar en los estudios, o les sucede lo contrario, encuentran en el estudio una escapatoria ideal y tratan de intelectualizar todo el problema que están viviendo, encontrando una vía maravillosa en el mundo de la ideas, y siendo capaces de detallar con precisión todo lo que ocurre en su interior. En este segundo caso se despierta una gran afición dialéctica, sin importar si las ideas que defienden son o no verdaderas. Quieren discutir, afianzarse, demostrar fuerza y habilidad. Esto les hace realmente felices.

Otra reacción típica del joven es un poco de egoísmo que los psicólogos llaman narcisismo. Centrarse en sí mismo, querer encontrar todas las respuestas en uno mismo, exigirse originalidad porque para ser uno mismo se requiere ser diferente a los demás y hasta un poco excéntrico. Hay que llamar la atención, y eso se advierte muchas veces en cosas tan sencillas como la moda. Pero es una excentricidad muy especial, porque está destinada a fastidiar un poco a los mayores. Además, requiere la aprobación de los otros jóvenes que se encuentran en la misma situación, para lo que se crean a modo de clanes en este sentido.
Un elemento positivo de esta época de la juventud, aunque doloroso y poco aprovechado, es el despertar de la amistad. Tal vez nunca como en esta época se sepa lo que es verdaderamente la amistad. Las amistades de juventud son las amistades gloriosas, las únicas donde todo es maravilloso, donde hay una confianza ideal, fantástica, y donde el amigo lo es todo: escapatoria, desahogo de los problemas interiores, y también casi -en un terreno que no pretende entrar en lo nefasto ni en lo morboso-, como una prueba para lo que será más adelante el amor. El amigo es el apoyo moral. Y más allá de estas experiencias individuales de amistad, a veces el joven encuentra otra escapatoria que es la de los grupos, donde se integra porque necesita sentirse fuerte, necesita la aprobación de los de alrededor, porque es muy difícil caminar solo.

Los intereses de los jóvenes según la Psicología, son muchos y muy variados. Les suele interesar de todo, pero de forma poco sostenida: hoy se comienza algo y mañana se deja, se inician muchas cosas y no se termina prácticamente ninguna. Lo importante es estar en movimiento, pero realmente no interesa nada; hay una apatía total, porque hay que responder al exceso de estímulo por parte de la familia o de quien les rodea, que les lanza constantemente consejos y recomendaciones sobre lo que hacer o no hacer; es un recurso defensivo.

En general, el problema es que es simplemente joven y tiene angustia. Es difícil de entender, pero es una realidad.

Ahora vamos al otro aspecto. Nuestro mundo, nuestro angustiado mundo, llueve sobre mojado y viene a sumarse a la angustia de los jóvenes. Vamos a señalar algunos de los aspectos que agravan enormemente la situación del joven.

Como filósofos, tal vez es obligado empezar por el que consideramos el más terrible, el peor de todos, que es el mal enfoque de la educación, una educación que no está destinada a los jóvenes, completamente estereotipada y que sólo tiene en cuenta los estudios en sí, pero no al ser humano que los va a recibir o realizar. El resultado es que, o bien los mayores lanzan a los jóvenes, sin preparación ninguna, a un mundo cruel y competitivo, sintiéndose éstos incapacitados para valerse por sí mismos en estas circunstancias, o bien los sobreprotegen y les tienen continuamente atrapados, impidiéndoles probar sus fuerzas y lanzarse a ese mundo en el que tarde o temprano tendrán que desenvolverse. O por exceso o por defecto, el joven resulta con una educación deficiente y no puede manifestarse en el mundo.

En líneas generales, los adultos pueden cometer el típico error de reprocharle al joven que ya no es un niño y que tampoco es maduro, lo que equivale a decirle que no es nadie. Ahora se habla mucho de marginados, pero es que, sin querer, nosotros mismos les convertimos en eso, porque ya no saben lo que son. Y del marginado psicológico a la delincuencia práctica, a veces no hay más que un paso. Es romper una barrera que puede ser más o menos grande.

Al principio se cuestionaba la autoridad moral de los padres, pero termina por cuestionarse cualquier otra forma de autoridad, con lo que la vida social se imposibilita prácticamente, y el joven no reconoce y no respeta absolutamente nada. Por si esto fuese poco, se explota cruelmente esta situación de la juventud, aprovechando esa facilidad para el entusiasmo que hay en el joven, esa facilidad para odiar y para amar, para lanzarse a las grandes aventuras, explotándosele con una propaganda absolutamente indigna, ya que suele manifestarse en forma de modas, que van desde la vestimenta hasta formas anárquicas de vida, desde las drogas hasta el ateísmo, desde la táctica de la irresponsabilidad personal hasta el rechazo de cualquier orden establecido.

Una juventud sana no podría ser explotada. Por tanto, hay que prometerle estos mil y un paraísos imposibles que nunca llegan, y que si llegan, siguen angustiando, con lo que sigue habiendo terreno para sembrar esta angustiosa propaganda, y seguir creando jóvenes que no saben qué hacer con sus propias vidas.

Por si esto fuese poco, surgen las naturales respuestas que no deben extrañarnos en absoluto. Hoy está de moda el pasotismo, pero es lógico, ya que el pasotismo no es más que un grito de angustia, una manera de decir ¿qué puedo hacer? Cuando el joven busca trabajo, se le pide experiencia. El joven quiere ser mejor, quiere ser distinto, quiere lograr un ideal, quiere formar una familia, pero el único camino es que los padres le hagan un sitio. O si no, hay que esperar mucho, y no se sabe lo que va a hacer ni cuando. Si estudia tampoco tiene la posibilidad, en la mayoría de los casos, de aplicar luego lo que estudia y tendrá luego que hacer cualquier otra cosa para ganarse la vida, para comer.

A esa angustia comienza a sumársele otra: se va marchando la juventud, y el joven comienza a darse cuenta de que no ha hecho absolutamente nada. Es lógico ser pasota en estas circunstancias. Y claro está, es lógico dedicarse a la protesta, tanto pasiva y estéril, como agresiva y violenta. Y también están las estadísticas que hablan de la «solución» a la búsqueda infructuosa que es la finalización voluntaria de la propia vida.

Antes, cuando se hacían encuestas entre la juventud sobre los aspectos que más le interesaban, destacaban en los primeros puestos los valores estéticos, los valores morales, las necesidades metafísicas y las preocupaciones religiosas. Ahora las encuestas reflejan en los primeros lugares el bienestar personal, el dinero, el amor y luego algunas cuestiones más abstractas. Pero lo primero a destacar es la seguridad, la tranquilidad, el bienestar.

¿Realmente se siente así, o es que se ha ido empujando a la juventud a sentir y pensar de esta manera?

Hay que preguntarse si realmente los grandes sueños de la juventud han muerto. Creemos que no, pero cuesta mucho encontrarlos, y cuesta mucho hacerle confesar a un joven cuáles son sus grandes sueños, ya que los profesionales de las encuestas afirman que los jóvenes no suelen contestar la verdad.

Nos inclinamos a pensar que los grandes sueños están, pero hay que saber encontrarlos. Son sueños que eliminarían poco a poco la angustia, pero que para ello necesitan convertirse en realidad. No hay ningún joven que, en lo físico, no guste de la belleza. No hay tampoco ningún joven que rechace la armonía ni el buen gusto. Cuando se rechaza es como protesta y no porque no se ame lo estético, lo hermoso, lo agradable. La otra expresión es escupir en la cara a lo que no pueden tener. Todos los jóvenes aman la salud y gustan de sentirse fuertes, pero sin embargo se estropea la salud, se atenta contra el propio cuerpo y se le destroza, como rechazo por pensar que al fin y al cabo no hay nada que hacer.

Los jóvenes pueden negarlo exteriormente, pero todos tienen en el fondo sentimientos puros y nobles. Nadie gusta de los sentimientos cambiantes, de lo que es hoy, pero no será mañana, de lo que nos mantiene siempre acongojados, angustiados e intranquilos. Todo joven sueña con la eternidad. Todo joven tiene en lugar privilegiado el concepto de Amor, aunque no lo quiera confesar. Todo joven sueña con cosas limpias, puras, brillantes y maravillosas, aunque no lo quiera reconocer.

La anarquía y el desorden existen, pero son formas de la angustia. No hay ningún joven que, en lo intelectual, no busque la sabiduría. La inquietud, el deseo de investigación, conocer cada vez más cosas, es algo propio de la juventud. Es como una ansiedad imparable de penetrar en todos los secretos del mundo.

El joven quiere saber, pero eso es difícil, porque a veces hay que empezar por quitar velos, borrar la ignorancia y encender antorchas en medio de la oscuridad. A veces hay que descubrir que la ciencia no sólo destruye, sino que también construye, que la investigación nos acerca a las leyes más íntimas de la Naturaleza, que la ciencia-ficción no basta para llenar todas nuestras horas, sino que hay auténticas leyes que podemos conocer sin caer en ficciones. A veces hay que destruir falsos conceptos y descubrir toda la belleza que hay en el Arte, con auténticos mensajes, y despejar esas otras farsas que a veces hay que aceptar porque es la moda hacerlo. A veces es necesario demostrar al joven que no es que sea ateo, sino que no hay nada bueno ni noble delante en lo cual creer y que hasta la misma imagen e idea de Dios se ha visto bastardeada y ensuciada. A veces hay que enseñar al joven que hay que empezar por recuperar la fe en sí mismo, para levantarse luego progresivamente por la escala de la fe en todas las cosas hasta llegar a Dios.

¿Quién no ha querido o quiere cambiar el mundo?¿Quién no ha soñado con esa revolución constante que nos permita barrer con todo lo malo y con todas las injusticias?

Pero es bueno hacerse a la idea de que esa revolución ha de comenzar por uno mismo; aplicándose a sí mismo al trabajo, a la responsabilidad propia y a una sana ambición que sea una fuerza constante que nos lleve hacia delante. Pero una ambición que no rechace, sino que tome cada vez más en cuenta el respeto por los demás.

No hay ningún joven que no sueñe con la felicidad. La felicidad existe y no es simplemente la satisfacción material, ni instintiva, sino algo más con lo que seguimos soñando sin saber exactamente dónde la vamos a encontrar. Decían los estoicos que la felicidad absoluta no se encuentra en esta tierra, pero que no obstante, día a día podemos encontrarla si aprendemos a buscarla con perseverancia, con paciencia, con discernimiento, sabiendo distinguir aquello que nos conviene y aquello otro que no nos conviene.

No hay tampoco ningún joven que no sueñe con la libertad, con esa posibilidad de volar, porque libertad para el joven no es hacer cualquier cosa, sino saber qué es lo que se quiere hacer, y a dónde se quiere llegar con lo que se está haciendo. No hay ningún joven que no sueñe con esa libertad interior para la que no existen barreras, para la que ni siquiera existe la muerte.

La gran pregunta que ahora nos hacemos es si todavía existen jóvenes. ¿Los hay? ¿O es que estamos condenados, a ver simplemente niños con cara de adultos? ¿No produce cada vez más susto observar en nuestros pequeños una mirada demasiado profunda para sus años, o una seriedad que incluye el reproche, desde los primeros momentos de su vida? También tenemos adultos vestidos de adolescentes que no han podido superar la angustia juvenil. Hay que salir de esta dualidad perpetua en que vive -sobre todo- el joven, que debe responder por igual a las funciones de su animal instintivo y a sus sueños más sublimes, consciente por un lado de que es capaz de realizar proezas análogas a las de los grandes libros, y por otro de que puede ser también una bestia que se arrastra por el suelo.

Hay que acabar con esa lucha. Pero para acabar con una lucha, no hay más remedio que luchar. En un viejo y sagrado texto del Antiguo Oriente, en el Bhagavad Gita, hay un hombre ideal llamado Arjuna, que se encuentra en el momento preciso de la lucha. Va a comenzar a luchar, y tiene que decidirse en ese instante. Sufre desesperadamente. La angustia de Arjuna hace 5000 años, no tiene ninguna diferencia con la angustia que presentan los actuales tratados de Psicología: es la misma desesperación.

Arjuna tiene a todo su mundo animal e instintivo a un lado suyo, y al otro, a todas sus sublimes aspiraciones, las más grandes, las mejores. Tiene que decidirse, elegir, romper con el estado intermedio, con la inestabilidad; tiene que pasar la prueba definitiva.
Cuando en las viejas civilizaciones a los jóvenes se les sometía a pruebas antes de aceptarlos como adultos en la sociedad, no se obraba de cualquier manera, ni se obraba tampoco para cumplir con determinados ritos mágicos sin ningún significado, sino que se les probaba de forma muy especial. Era la prueba del «atrévete», «decídete»; era el momento de la batalla, de la elección, de poner en juego el discernimiento. «Atrévete y es seguro que saldrás victorioso».

En los mismos errores señalados como raíz y causa de la angustia juvenil, están las respuestas que buscamos. Tan sólo hay que invertir los errores, darles un sentido contrario y volverlos solución. Soluciones de todo tipo, desde las espirituales, intelectuales, emotivas, físicas y biológicas, hasta soluciones reales, prácticas y concretas.

Hay que recordar algo muy importante, y es que más allá de la angustia juvenil, en la juventud radican las máximas potencias; y que para ser joven, no hace falta tan sólo tener un cuerpo joven, sino que hay una eterna Juventud que es la del Alma, que tiene la capacidad de manifestarse, siempre y cuando todavía haya posibilidad de soñar, y siempre y cuando haya todavía posibilidad de llevar a la práctica esos sueños.

Y hay que recordar también que se es joven, eternamente joven y sin angustias, cuando con sueños y con fuerza para arrastrar los sueños, se aprende a caminar con una Antorcha, una vieja y conocida Antorcha que los hombres de antes y los de hoy y los de siempre, llamaremos Esperanza, Esperanza juvenil y no angustia juvenil.

Delia Steinberg Guzmán.

Créditos de las imágenes: WebMuseum at ibiblio

JC del Río

Ver comentarios

  • Gracias Delia.
    Hace unos días comencé a dar un taller de investigación y creación artística con adolescentes que han abandonado la educación formal. Desde entonces me encuentro abocado a la investigación de este tan bonito momento de la vida. Esta publicación me ha corrido varios velos que siento fundamentales para el proceso que recién comienza.
    Saludos y gracias nuevamente.

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