Kant estaba convencido de que una rígida disciplina de hábitos le iba bien a su delicado cuerpo y por ello llevó una vida pautada regularmente, basada en una serie de rutinas.
Solía despertarse a las cinco de la mañana, siempre con las palabras “¡es la hora!”. Bebía una taza de té, fumaba una pipa de tabaco y comenzaba a preparar sus clases. La primera era a las siete. Solían durar hasta las 11. Entonces, Kant salía del recinto académico para comer y dar un largo paseo, junto con su amigo Joseph Green y elegía siempre el mismo recorrido. Lo daba por las mismas calles, en el mismo sentido y tratando de que fuera el mismo tiempo de duración siempre.
Esta vida tan estricta y previsible condujo a crear la leyenda de que sus vecinos ponían los relojes en hora cuando daba sus paseos diarios.
Créditos de las imágenes: Alejandra de Argos
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