Acostumbrados como estamos a ceñirnos a conceptos rígidos y excluyentes, la vida y la muerte se han constituido en dos motivos de preocupación con sus causas específicas. En principio, es la muerte la que produce mayor repulsa y miedo, ya que se adentra en planos desconocidos para nuestra mentalidad, cuando no se la considera como un infinito vacío, una nada sin contenido. De este modo, y por comparación, la vida resulta más aceptable, si bien los problemas que ella conlleva no dejan de conmovernos diariamente y, en algunos casos, llevan al suicidio como solución.
La vida tiene sus complicaciones y la muerte se rechaza de plano aún sin saber a ciencia cierta si es mejor o peor que la vida.
Sea como sea, vida y muerte se presentan como irreconciliables, aun para muchos de aquellos cuyas creencias religiosas ven en la muerte otro estilo de realidad o de “vida”. Y es precisamente esta aparente falta de correlación la que más duele, puesto que una de las más grandes aspiraciones de los hombres de todos los tiempos ha sido la de unir vida y muerte, franqueando esa barrera tan oscura y pesada que se ha tendido entre una y otra.
Todos quieren saber algo más sobre la muerte. Muchos quieren saber algo más sobre la vida pero con un interés más laxo, más dilatado, confiando en que hay tiempo suficiente como para vivir la vida y enterarse poco a poco de sus porqués.
Sin embargo es bueno recordar que las cosas no siempre fueron así. Es cierto que en todo momento existieron personas cuyas preocupaciones estaban lejos de este juego de dualidades, pero la historia señala momentos en que diferentes civilizaciones se plantearon el binomio vida-muerte sin mayores traumas, conjugándolo como una unidad vital bajo dos aspectos. Vida y muerte no eran más que dos caras de una misma moneda y ambas se comprendían y se asumían desde los primeros años con las primeras enseñanzas.
Hubo pueblos -y recurrimos una vez más al ejemplo de los egipcios- para quienes la muerte era el acceso a la verdadera Vida, en tanto que el paso por la tierra constituía una preparación para acceder a ese otro estado más perfecto, más intenso y espiritual que permitía el contacto directo con los Dioses; pero también la muerte era pasajera ya que cada ser humano debía regresar al mundo terrestre para adquirir nuevas experiencias en esta dimensión material y concreta.
En el caso de los egipcios y de otros muchos pueblos de la antigüedad (hindúes, iranios, sumerios, asirios, babilónicos, griegos, romanos, germanos, celtas y muchas de las culturas americanas precolombinas, por no citar más), no aparecía tan marcada la obsesión por relacionarse los vivos con los muertos, o la de los que se iban a morir por no perder contacto con los que quedaban en la tierra. Se sabía que la puerta entre un mundo y otro no era infranqueable y que, en todo caso, si no existía un contacto regular era para que cada cual pudiera seguir trabajando en su ámbito sin interferencias innecesarias.
Siglos de cambios de ideas y de variadas controversias religiosas (en las que tomaron parte intereses políticos y económicos también), fueron abriendo un abismo cada vez más grande entre la vida y la muerte y generando un desconcierto creciente entre los humanos. Las religiones, de una forma u otra, intentaron hacerse dueñas de las vidas y regidoras de la muerte, señalando comportamientos en la tierra que merecieran premios en el más allá, distribuyendo castigos y perdones a la manera de los tribunales ordinarios.
El acervo tradicional propio de la mayoría de las religiones, no concibe la idea de la muerte como un nuevo estado del alma, sin referirse necesariamente a ideas tales como preexistencia del alma, inmortalidad, resurrección, reencarnación, transmigración, palingenesia, metempsicosis y otras similares.
Se enfoque como se enfoque, los cierto es que había -y hay- que asumir ciertas definiciones sobre el alma o el espíritu humanos, sobre lo que muere y lo que permanece, y sobre las condiciones en que perdura lo que permanece.
Sin entrar en consideraciones sobre la naturaleza espiritual del hombre y cuáles son los principios que pueden traspasar la muerte del cuerpo, haremos un breve repaso sobre las ideas más generalizadas al respecto.
Aceptar que tras la vida habrá otra vida permanente, feliz o atormentada, según los méritos acumulados, equivale a tener que aceptar la preexistencia del alma, pues resulta absurdo pensar en la permanencia de algo que nunca existió antes de aparecer en la vida. Su calidad de permanente después, ha de venirle desde antes, salvo que debamos asumir los infinitos caprichos o acciones divinas incomprensibles para los humanos. La inmortalidad del alma fue la base para muchas religiones y filósofos de otro planteamiento: la reencarnación, es decir, el hecho de vivir varias veces en la tierra aunque bajo distintas apariencias dentro del denominador humano común, del mismo modo que la Naturaleza entera se renueva cíclicamente sin morir definitivamente en cada una de las estaciones del año.
Aquí caben a su vez varios matices: una única resurrección, no en la tierra sino en el cielo, recuperando el mismo cuerpo que se ha tenido, para gozar así de la paz eterna una vez que Dios haya juzgado a todos los hombres tras el final del mundo. Los habrá que resucitarán para vivir eternamente en el cielo; otros lo harán en el infierno y otros quedarán en un estado intermedio purgando sus errores que no habrán sido tan grandes como para merecer el infierno ni tampoco como para permitir el acceso al paraíso.
En la India, el término sánscrito “Samsara” sirve para designar la “Rueda de la Vida” que gira constantemente, tocando a veces el mundo manifestado y pasando en otros puntos por el mundo sutil donde se encuentran los que vulgarmente llamamos muertos. Esta rueda está en movimiento por las acciones de los hombres: como cada acción genera una reacción, es imposible detener el giro de la vida y de la muerte, hasta tanto la conciencia se eleve y promueva acciones inegoístas, liberadas de todos deseos personales, generosos y serviciales hacia todos los seres. Entonces se detendrá la rueda, pero eso no sucederá mañana…
Los términos griegos “Palingenesia” (palin, otra vez, de nuevo; y génesis, origen) y metempsicosis (metem, cambio; psiquis, alma), señalan ideas similares a la reencarnación que sostienen los pueblos de la antigüedad. Por diferentes razones que más o menos coinciden en la necesidad del alma de recomponerse, de recuperar la conciencia de su naturaleza, de desprenderse de los aditamentos y coacciones de la materia, el hombre debe volver a la vida terrestre regresando de la muerte; y como los cuerpos físicos son falibles, llegará la muerte como reposo y paréntesis antes de volver a empezar.
Lo que nos parece totalmente desfasado y mal interpretado es el concepto de transmigración en cuanto se explica como la posibilidad de que el espíritu humano se reencarne en cualquiera de las formas vivientes, sea una piedra, un árbol o un animal, contradiciendo con ello cualquier principio lógico de evolución y haciendo de la existencia un caos absoluto donde nada tiene un sitio ni una meta.
A partir del siglo VI, tras el sínodo celebrado en Constantinopla por el emperador Justiniano para anatematizar algunas obras y enseñanzas del filósofo Orígenes, todo lo referente a la preexistencia del alma y la reencarnación -que no estaba fuera de la doctrina cristiana habitual- entró en el silencio de lo prohibido.
Para nuestro mundo occidental pasó a convertirse en un tabú y hubo que echar de lado todas las antiguas religiones, filosofías y psicologías que habían desarrollado estas doctrinas durante siglos y siglos. Del mismo modo, los pensadores y escritores, fueran de la línea mística, filosófica o científica que abordaron tales temas, se obviaron en los estudios, se mutilaron en sus explicaciones o simplemente se calificaron de locos. Todo un pasado rico en experiencias y pródigo en muestras significativas de sabiduría, quedó a oscuras a expensas de las nuevas ideas que venían a reemplazar los viejos errores y no faltaron quienes atribuyeron dichos errores a la tarea del diablo, dedicado a tentar a los hombres con ilusiones y falsedades para poner a prueba su criterio.
Llevamos casi dos siglos en que los libros sagrados y compendios filosóficos de los mejores autores deben leerse en sentido literal, como si el simbolismo y el lenguaje cifrado nunca hubieran existido. Sin embargo, es bien sabido que toda obra tiene más de una lectura, que los símbolos han existido siempre y que precisamente es más propio del desarrollo espiritual estar más cerca del significado profundo de las palabras que de las parábolas sencillas que sirven para dar los primeros pasos y acceder a las primeras explicaciones.
Para no caer en los ejemplos orientales que pueden parecer ajenos a nuestra forma de vivir y pensar, citaremos una pequeña muestra de grandes literatos, artistas y filósofos occidentales que desde la época griega hasta el presente, no han tenido reparos en aceptar la inmortalidad del alma y la natural posibilidad de que el alma pase por diferentes vidas para adquirir diferentes experiencias. Empezaremos por el conocido Pitágoras, para seguir por Heráclito, Empédocles, Platón, Aristóteles, Cicerón, Virgilio, Ovidio, Plutarco, Plotino y los neoplatónicos en general, el emperador Juliano… La Edad Media tiende un velo sobre el pensamiento, que vuelve a reaparecer con toda su fuerza en el Renacimiento bajo la pluma de Dante, Marsilio Ficino, Pico de la Mirándola, muchos de los grandes aristócratas que ejercieron de mecenas de artistas y movimientos filosóficos tales como el neoplatonismo, el pitagorismo, la cábala, el hermetismo, la alquimia y la masonería. Sigamos avanzando y mencionando, pues, a Paracelso, Giordano Bruno, Shakespeare, Tomás Campanella, John Milton, Espinoza, Leibniz, Voltaire, Benjamín Franklin, David Hume, Kant, Lessing, Herder, Goethe, Schiller, Fichte, Hegel Schopenhauer, Thomas Carlyle, Balzac, Víctor Hugo, Emerson, Edgar Allan Poe, Tensión, Kierkegaard, Flaubert, Dostoievsky, Tolstoi, Visen, Mark Twain, Bernard Shaw, Gustav Mahler, Rudyard Kipling, Yeats, Romain Rolland, Rilke, Hermann Hesse, Kahlil Gibran, D. H. Lawrence, Priestley, Aldous Huxley y tantos otros que resultaría interminable mencionar. ¿Es que ninguno de ellos tenía suficiente criterio como ara exponer sus creencias o ideas filosóficamente asentadas, cuando no reforzadas por conocimientos científicos?
En los dos últimos siglos se ha alzado una nueva barrera entre la vida y la muerte, además de la que ya estaba tendida por la débil comprensión de la Naturaleza. La oposición entre la ciencia y la religión agudizó más las diferencias de conceptos, y si quedaba algún resquicio de libertad espiritual, la ciencia se encargó de ridiculizarlo bajo un nuevo anatema: “nada de esto puede probarse”, “no tenemos pruebas científicas de estas afirmaciones”…
Se trataba de demostrar con medios materiales realidades abstractas. Se trató –y se logró por un tiempo- de reducir la vida psicológica, intelectual y espiritual a meras secreciones de distintas glándulas. Todo se redujo al funcionamiento orgánico del cuerpo y, por lo tanto, no había más que una vida: ésta; y la muerte fue el final de todas las cosas.
Pero la ciencia no está separada de los hombres y fue la inquietud humana la que hizo derivar la ciencia hacia nuevos campos, hacia nuevas investigaciones, hacia nuevas formas de interpretar la realidad. Así nacieron numerosos “paras”: fenómenos paranormales, parapsicológicos, parafísicos, y otros similares que intentaban explicar lo que, a la vista de hechos concretos, necesitaba sin duda alguna explicación por absurda que fuese.
Lamentablemente, junto a las investigaciones serias y encaminadas a encontrar la verdad, aparecieron -como siempre, y como seguirán apareciendo- farsantes que aprovecharon la novedad para hacer buenos negocios con ello. Espiritistas de tres al cuarto, magos de pacotilla, videntes de feria e infinidad de interlocutores con el más allá hicieron su agosto en detrimento de una vía de conocimiento que pudo haberse abierto con mayor rapidez y limpieza.
No obstante, y a pesar de la maraña de embaucadores, la necesidad de saber y saber bien, sigue aportando su energía. Hoy son cada vez más los trabajos en los que se relatan casos considerados curiosos o imposibles hasta no hace mucho, pero que van dándose a conocer en la medida en que desaparece el miedo a revelarlos.
Médicos y psiquiatras, amparados por el rigor de su profesionalidad, han tratado casos muy concretos en los que los recuerdos aportados por ciertas personas en estado de trance hipnótico, no podían sino pertenecer a épocas anteriores a su actual existencia y sin posibilidad de truco alguno o de engaño premeditado. Otras observaciones se han encaminado al campo de los enfermos terminales o en estado de coma profundo que llegan a darse por muertos y que, sin embargo, “regresan” otra vez a su cuerpo, a la “vida”, relatando con mayor o menor claridad sus experiencias mientras estaban en el “más allá”. Las coincidencias en los relatos nos permiten suponer que sería muy difícil poner de acuerdo a varios millones de personas de distintos lugares, diferentes formas de educación y creencias, para que repitan lo mismo. Parece más bien que nos encontramos ante la posibilidad de abrirnos paso en medio de una frontera que siempre resultó temible e intocable, por lo menos desde que ciertos tabúes sobre la muerte han convertido en algo terrible y doloroso este acontecimiento natural y lógico en el transcurso de la pretendida y deseada evolución.
Nuevamente, y con ropajes modernos, aparece Satanás como inductor de estas experiencias, cuando no se intenta mostrarla como simples efectos de drogas o, en todo caso, como el producto de la ferviente imaginación de algunos desquiciados. Pese a todo ello, la pujanza de ciertas vivencias profundas, hace que el camino no se cierre sino que, más bien al contrario, deje paso a nuevas postulaciones.
Es innegable que existe en los seres vivos un “instinto” -por llamarlo de alguna manera- de eternidad. Todo lo que vive se resiste a la muerte, bien sea en actos simples y reflejos, bien sea bajo la forma de la angustia que aqueja a los hombres dolorosamente obligados a dejar la existencia para siempre mientras están activos sus sueños y esperanzas.
Sigue vigente el deseo de no morir, de no dejar las cosas inacabadas o de tener nuevas oportunidades de continuar. Sigue vigente el deseo de no perder definitivamente a los seres que hemos amado; es duro resignarse a pensar que nos iremos y dejaremos a tantas personas queridas sin poder comunicarnos más con ellas, o que esas personas se irán antes que nosotros a un mundo oscuro -si es que es mundo- desde donde ya no podrán ponerse en contacto con nosotros. Es duro pensar que venimos a la vida una sola vez, que tenemos muy pocos años para aprender todo lo que necesitamos para madurar y que, tras esa breve -feliz o desdichada- experiencia, no queda más salida que un paraíso un tanto aburrido para los más activos o un infierno indecente para los que no han llegado a comprender de verdad el valor de un error.
Más allá de las dificultades y las prohibiciones, de la incredulidad y la desesperación, son muchos los que intentan, por un medio u otro, pasar la barrera infranqueable. Después de todo, no hace falta volver a tocar o a escuchar a quienes se han muerto antes que nosotros, para “sentir” que están cerca, que podemos percibirlos en más de una ocasión, que existen relaciones psicológicas, afectivas, mentales, morales y espirituales permanentes. Después de todo es muy posible que quienes están del “otro lado”, también realicen intentos por llegar hasta nosotros, si no todos los días, sí en momentos especiales, tal como en la vida cotidiana en que no siempre estamos necesariamente unos al lado de otros para entendernos y comunicarnos.
La vida adquiere mayor sentido si le sumamos la muerte como un reposo natural, como un sueño que nos ayuda a digerir mil y una circunstancias antes de volver a despertar. Y la muerte tiene sentido en cuanto concebimos la Vida Una que se expresa del uno y del otro lado de la barrera.
Vida y muerte se apoyan y se complementan. Si ahora estamos vivos, por similitud y analogía, hemos venido de alguna otra forma de vida y nos dirigimos hacia otro aspecto de la vida. ¿Para qué, si no, hacer sufrir a la humanidad con ese terrible instinto de supervivencia; para qué dar cabida en el sentimiento y en la razón a algo que no existe?
Lo interesante sería convertir ese deseo de supervivencia en una clara conciencia de la inmortalidad, haciendo que cada minuto de nuestras existencias tenga el valor de un paso adelante, de una experiencia útil para siempre, de una unión constante con quienes vamos por los mismos caminos. Es posible que así cesen de una vez las interminables discusiones sobre la vida y la muerte para en cambio permitirnos estar despiertos y activos tanto en la vida y en la muerte, tanto de un lado como del otro de una puerta que se nos hace cada vez menos tenebrosa y temible. Como es la puerta de nuestra pasa, para entrar y para salir.
Créditos de las imágenes: David Numeritos
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