Ante todo debo deciros que esto de la Edad Media es algo completamente natural. Todas las cosas están pautadas por un sistema de ritmo. Hay veranos, hay inviernos, hay días y hay noches. Hay momentos felices y hay momentos desgraciados. Todas las cosas se continúan como los eslabones de una cadena, las unas con las otras. Las montañas con los valles, los valles con las montañas. Así, a través del pasado humano encontramos que muchas veces ha habido edades medias.

¿Qué significado se da a una Edad Media? Es algo que está entre una cosa y otra cosa, que está en la mitad; una especie de «bajón» o depresión en lo que nosotros consideraríamos un nivel civilizatorio; a esto le llamamos Edad Media. Como varias veces hemos mencionado, China, por ejemplo, que es milenaria y no sabemos exactamente cuándo comenzó su civilización, puesto que en épocas lejanas ya la hallamos trabajando los metales, haciendo filosofía, teniendo religión, tratados del arte militar, etc., sufrió varias edades medias.

Cuando nosotros hablamos de la Edad Media, generalmente nos referimos tan solo a la Edad Media de la cuenca del Mediterráneo, que podríamos encauzar desde la caída del Imperio romano hasta el descubrimiento de América.

Pero existieron otras edades medias. Grecia también conoció edades medias; después de la caída de Troya vino una suerte de Edad Media hasta que llegó otra vez el mundo heleno y lo que nosotros denominamos el siglo de oro de Pericles.

Todas las civilizaciones, todas las manifestaciones de la vida están condenadas a nacer, desarrollarse, expresarse y morir. No tenemos que dramatizar esto, sino verlo con toda naturalidad; y esta ley inexorable alcanza hoy también a lo que conocemos como civilización occidental. Hoy el mundo está muy comunicado y ya no podemos hablar solo de la cuenca del Mediterráneo, ni de la Creciente Fértil[1], ni de los valles transversales de los Andes.

Hoy el mundo está tan comunicado que esta suerte de Edad Media alcanza a todos los pueblos del mundo. Unos lo sentirán más, otros lo sentirán menos. Un señor que está viviendo en un gran edificio de Nueva York –vamos a suponer– en el piso número 90 o 100, si llega a venir una crisis de energía y debe subir al piso 90 todos los días, obviamente, se va a dar cuenta de lo que es la Edad Media. En cambio, el buen pastor que está viviendo en uno de nuestros valles o en alguna parte de los Andes, casi no la va a percibir, porque él nunca ha salido de una Edad Media. Sigue yendo en burro, sigue tomando su vino simplemente, sigue caminando, sigue amando, sigue odiando y no se ha complicado mucho la vida. A ese hombre casi no le va a tocar; a él no le va a importar. En los lugares donde no hay luz eléctrica, ¿qué importa un apagón? En los lugares donde, todavía hoy, se saca el agua de la fuente del pueblo y acercan los cubos y se los van llevando, ¿qué les importa que por los grifos no corra el agua? La nueva Edad Media, el gran crash de los sistemas, puede alcanzar y golpear más fuerte en los lugares en que materialmente se ha evolucionado más.

Veamos un poco qué posibilidades existen de ello y cómo se podría superar o paliar esto. Todos vosotros sois conscientes de que estamos a las puertas de una nueva Edad Media; lo que pasa es que a veces lo decimos con unas palabras y a veces lo decimos con otras.

Estamos en la actualidad ante un derrumbe de una serie de valores que no son reemplazados con la rapidez necesaria por unos valores nuevos. Nuestros abuelos tenían unas creencias, unas aceptaciones, una forma de vida determinada y organizada. Nosotros, y especialmente las nuevas generaciones, hemos rechazado de manera completa esa forma de vida y esas creencias, pero no hemos podido reemplazarlas rápidamente por otras creencias y formas de vida. Quiero aclarar que una cosa es protestar por algo y otra cosa es reemplazarlo.

Vamos a entendernos bien. Si hay un sistema que funciona, vamos a suponer ahora el sistema de amplificación del sonido de esta sala, y si nosotros por razones políticas, sociales, religiosas, o por los tiempos, tenemos que reemplazar este sistema de amplificación, no lo vamos a reemplazar por uno semejante; pero si no hay o no conocemos o no podemos instalar otro mejor, de qué sirve estar diciendo: «Yo critico al amplificador, porque no me gusta el amplificador…». Lo único que haríamos es protestar, quejarnos de no tener otro amplificador. Así, hay un «aparato» de la sociedad que nos va abandonando paulatinamente, y este aparato de la sociedad no tiene pronto reemplazo.

Muchos jóvenes pensarán que esto no es cierto, que lo que yo digo no es verdad, porque se les ha enseñado otra cosa, porque los grupos de endoculturación les han mostrado de qué manera se podrían manejar los pueblos magníficamente, de qué manera la culpa de todo lo que pasa la tienen tan solo cuatro o cinco personas, o de qué manera la culpa de lo que pasa hoy la tienen aquellos que nos precedieron. Veamos un poco estas teorías así, pensando en voz alta.

Supongamos que lo que nos pasa hoy, aquí, en España, a nivel social, económico, político, religioso, el que haya hombres muertos por la calle o cualquier otro problema, es culpa del sistema que hubo antes. Es una suposición, muy bien. Mas, entonces, todo lo que pasó cuando estaba el otro sistema fue culpa del sistema que hubo antes; y de todo lo que le pasó a la Segunda República, tuvo la culpa el sistema anterior, y así llegamos a Adán y Eva, al primer hombre y a la primera mujer, al sistema del pecado original; pero eso no es nada nuevo.

Este sistema del pecado original ya nos lo habían enseñado nuestros abuelos hace muchos años. Lo de descargar sobre nuestros padres todas nuestras culpas lo encontramos, incluso, en los modernos psicólogos: si Fulano es drogadicto o tiene alteraciones emocionales, su padre y su madre tienen la culpa; y se va descargando la culpa sobre el padre o sobre la madre, o sobre la sociedad, como en la época de Diderot y de la Revolución francesa, que echaban la culpa de todo lo que pasaba a la sociedad. Entonces decían: «Ahorcaremos al último rey con la tripa del último cura», y creían ellos que donde no hubiese reyes ni curas todo estaría bien, no habría ladrones ni enfermedades, no habría plagas. Era la teoría del «buen salvaje» del siglo XVIII. Mas, en la actualidad sabemos que no abundan los reyes y tampoco los curas –sobre todo, si los consideramos en su sentido esencial–, y así y todo está lleno de ladrones, criminales, personas malas; hay enfermedades, injusticias, gente que se muere de hambre. O sea, que todo lo que había pensado esa gente no era correcto, porque lo habían visto desde una proyección histórica completamente falseada.

A nosotros nos ha pasado un poco lo mismo. Nuestros padres han vivido lo que yo llamaría «la época de Flash Gordon», en que se pensaba que para el año 2000 íbamos a ir en cohetes a sacar metales de los distintos planetas; íbamos a recorrer todo el universo, descender al fondo del mar, tener riquezas y todos los medios. Toda la gente iba a estar satisfecha, completa y bien alimentada, bien vestida, bien instruida. ¡Pero todo esto era una novela al estilo Flash Gordon! La realidad es completamente diferente. Jamás ha habido más analfabetos de los que hay en la actualidad; jamás ha habido tantas diferencias económicas, políticas, sociales, como hay en la actualidad, y hoy nos hallamos en un sistema descentrado.

Hay más de cuarenta aviones Concorde, pero solamente vuelan cuatro. ¿Por qué? Porque no hay suficiente material económico como para poder hacerlos volar. Y me he enterado en estos últimos días, estando en América, que la línea que unía Caracas con París se cerró. El avión supersónico va siendo reemplazado en los proyectos por el avión de fuselaje ancho e infrasónico, el que puede llevar mucha gente a poco costo, amontonada como ganado. ¿Sabéis que las grandes compañías de aviación han puesto la «tercera clase»? Al principio solo había primera, luego pusieron la segunda y ahora otra inferior. Se va oscureciendo lo que enseñaron las novelitas de Flash Gordon, donde todos íbamos a viajar en grandes sillones, donde de paredes electrónicas nos iba a salir la comida, donde podríamos reclinarnos en camas viendo los astros a medida que transitábamos por el espacio. No, ahora vamos a estar en cuclillas, como si fuéramos momias de Paracas[2], y hasta estaremos unos encima de otros, y cuando queramos un café lo vamos a tener que pedir como favor.

Cuando se fundó Iberia, por ejemplo, después de los años veinte, los aviones que hicieron la primera línea Madrid-Barcelona no podían ir a más de 200 km/h. Entonces, obviamente, tardaban unas tres horas en llegar a Barcelona. Hoy los aviones que unen Madrid con Barcelona van a 500 km/h. Pero ¿vosotros creéis que hoy viajamos más rápido que aquellos primeros? No, viajamos a la misma velocidad. ¿Por qué? Porque si yo salgo de aquí, de la Gran Vía, por ejemplo, lo primero que me encuentro es una masa de metal formada por una enorme caravana de coches que casi no se mueve. Así, tengo que esperar para poder llegar al camino que me va a llevar al aeropuerto; con buena suerte, tal vez en una hora puedo llegar. Al llegar allí, lo primero que hay es una gran cola. Uno se pone en la cola esperando para que pesen la maleta; luego, se escucha la llamada de la voz dulce y meliflua de la señorita que nos dice: «Comunicamos a todos los señores pasajeros del vuelo 9839 que por razones técnicas este avión se retrasará quince minutos». ¿Qué son quince minutos? Pero cuando pasan los quince minutos, la misma voz deliciosa nos va a decir: «Por problemas técnicos que no podemos resolver vamos a tener un pequeño retraso de otros treinta minutos». Obviamente, yo voy a llegar a Barcelona en poco más que si hubiera ido en burro. Allí no terminan los problemas: hay que esperar aun estando sobre el avión, porque la torre de control tiene que dar el permiso para que pueda volar; y esto si es que a algún loco no se le ocurrió llamar por teléfono y decir que tenemos cuatro kilos de goma-2 debajo de cada ala, porque también podría ser…

Vamos notando, pues, que se van estrechando nuestras posibilidades. Algunos habéis conocido los viejos automóviles Hispano-Suiza. No podían superar los 100 km/h. Entonces se soñaba con el día en que se condujesen automóviles que fueran a cientos y cientos de kilómetros por hora. Se prepararon modelos como el Thunderbird y el Thunderville que alcanzaban los 500 km/h, ¡esa era la época de Flash Gordon! En la actualidad vosotros tenéis automóviles que pueden alcanzar más de 120 km/h, pero como cada vez nos vamos quedando con menos petróleo, ¿qué importa que mi coche pueda ir a 200 km/h, si no puedo pasar de los 120 km/h según la ley? ¿Qué importa que haya autopistas de varios carriles, donde aparentemente podría ir un coche a grandes velocidades, si todos tienen que ir a 120 km/h? De tal forma, vemos que hay una trabazón progresiva en todos estos sistemas.

Como decía antes, los más jóvenes tal vez no crean mucho lo que les estoy diciendo, porque en algunos de los grupos sociales y políticos se les enseña algo completamente diferente. Se les enseña aquello de la culpabilidad y de algo que yo llamaría «maquetismo», soluciones en pequeño.

Pero el maquetismo no es cierto. Nosotros podemos hacer ahora una reproducción exacta de la torre Eiffel, por ejemplo; la hacemos exactamente en proporción, colocando sus patas sobre una tabla o algo por el estilo y la vamos a someter a un movimiento. Este movimiento a la maqueta no le afecta en absoluto, queda igual; pero ese movimiento, en la misma proporción, aplicado a la verdadera torre Eiffel que está en París, produciría algo que está en la escala misma del terremoto. O sea, que lo que funciona en “maquetismo”, lo que funciona en pequeño, no funciona en grande. Y el contacto humano que tengo ahora con vosotros, el poder estar juntos, es porque somos pocos y puedo incluso dejar de hablar por el micrófono y caminar entre vosotros; puedo estar más junto a vosotros. Esto se da en un pequeño grupo, pero no se puede dar en un gran grupo. Esto que hago yo de hablar a un pequeño grupo en un par de salas, hablar a 300 o 400 personas, lo puedo hacer aquí familiarmente; si fuesen 20000 o 30000, o si fuesen 300000, mi voz no llegaría a la gente y no podría hablar caminando entre vosotros. Una cosa es el maquetismo y otra cosa es la realidad.

Os propongo, entonces, que nos atengamos un poco a la realidad. Y cuando hablo de realidad no estoy hablando de ningún positivismo comtiano ni tampoco de ninguna forma de materialismo; muy al contrario, estoy hablando de aquello que es real, que es cierto, que perdura.

Nos encontramos ante un grave problema, un problema que podemos enfrentar o no, que podemos tratar de resolver o no, pero que nos afecta a todos. Cuando queremos hablar por teléfono y os encontráis que las líneas están ocupadas; cuando queremos viajar en avión y tardáis seis veces más de lo que tendríais que tardar; cuando nuestro poderoso automóvil no puede superar los 120 km/h en la autopista; cuando la gente recibe amenazas de muerte y su cabeza puede volar en pedazos, y el comisario dice: «Yo lo siento. No hay suficiente policía para poder defenderle, qué vamos a hacer», nos encontramos entonces ante una serie de bloqueos de un sistema que se va deteriorando poco a poco.

El crecimiento demográfico hace que cada vez haya más gente; pero esa mayor cantidad de gente, si no se adecúa a una nueva forma, al vivir en un mismo lugar pero utilizar los mismos esquemas, cada vez tiene menos; cada vez estamos más amontonados, más molestos, más nerviosos, y eso lo podemos notar todos los días.

La gente se va deteriorando poco a poco. Aquí mismo, en la Gran Vía, hace cuatro años uno podía caminar solo por la noche, incluso una dama podía hacerlo. Hoy todos sabemos lo que hay: drogadictos, señoras «de antigua profesión», pobres…

Obviamente, el mundo se va deteriorando poco a poco, el mundo ha cambiado bastante; y no precisamente basándose en las leyes del amor, de la concordia o de la comprensión, sino en un amontonamiento, un desorden, en que todos nos estamos poniendo nerviosos. Todos empezamos a defendernos a nosotros mismos, a defender no solo el patrimonio, sino nuestra propia vida, nuestra forma de pensar.

La propaganda nos invade; ya no podemos elegir ni un cepillo de dientes; la propaganda nos fuerza a elegir. Ya no podemos elegir un automóvil, porque cuando abrimos el periódico vamos a encontrar el nuevo modelo que va a permitir ahorrar un cuarto de litro de gasolina por cada 100 km, además hay cuatro colores para elegir y cómodos plazos de pago, ¿quién es tan tonto como para no comprarlo?

Y cuando hay elecciones políticas, ¿el hombre es libre de decidir algo? ¿Libre de qué? Cuando baja por la escalera del metro tiene que hacerlo en esquíes, porque está lleno de papeles por todas partes. Carteles le gritan desde las paredes, en la TV le dicen lo que tiene que hacer, cómo lo tiene que hacer y con qué mano lo tiene que meter; en la radio le repiten, de día y de noche, qué es lo que tiene que votar, cómo lo tiene que hacer y de qué color lo tiene que elegir. Todo esto nos va disminuyendo, nos va convirtiendo en números, en trocitos de madera, en astillas de Humanidad. En lugar de darnos dignidad, fuerza y dimensión, todo eso nos la va quitando: vacila nuestra fe, vacilan nuestras fuerzas.

Hoy todo es confuso. Hoy no está bien visto por mucha gente tener la bandera de España. ¡Cómo no se va a tener la bandera de España en España! Yo vengo de EE.UU., de Nueva York; allí hay un montón de banderas de EE.UU., y están ondeando. Vi la bandera peruana en Perú; vi la bandera de Venezuela en Caracas; vi la bandera de México en México. ¿Y por qué no voy a ver la bandera de España en España?

Hay, pues, una serie de cosas que nos van confundiendo, que nos van tornando en seres sin capacidad de elegir. Se nos habla, por ejemplo, de las ventajas de un rey que no reine. ¿Serán las mismas ventajas que las de un fuego que no calienta, de un agua que no apaga la sed, de unas gafas que no aumentan la posibilidad de ver? Todas las cosas se van distorsionando; todas las cosas se van empequeñeciendo…

Ante esta nueva Edad Media, ante este golpe de una nueva barbarie, ante estos nuevos merovingios o carolingios, estos hombres de navajas y empujones, ante estas señoras que tienen tan triste y tan antiguo oficio, ante todas estas dudas, ¿qué podemos hacer? ¿Cómo podemos dejar a nuestros hijos, a nuestros descendientes, a los que creyeron un día en nosotros, un mundo que no solamente sea nuevo, sino que sea mejor?

Porque se ha identificado la palabra «nuevo» con la palabra «mejor», ¡y eso es mentira!, eso es una patraña. No todo lo nuevo es mejor, así como todo lo viejo tampoco es mejor. Lo nuevo puede ser mejor o puede ser peor. No todo lo nuevo es verdaderamente instructivo. A veces los hombres se desconciertan ante lo nuevo y no saben qué hacer. No basta con hacer cosas nuevas; hay que hacerlas mejor. Y precisamente para hacerlas mejor nosotros proponemos algo.

Proponemos lo que se propuso toda la vida. ¿Quiénes fueron los que salvaron, en la última Edad Media, tantos tesoros de la anterior civilización? Los salvaron las ordenes monásticas, cristianas y musulmanas, que pudieron traer hasta nosotros libros de Platón, Aristóteles, Séneca, que se habían perdido; conceptos artísticos que habían desaparecido; ideas que ya no existían más.

Hoy, nosotros, al crear Nueva Acrópolis, estamos formando un módulo de supervivencia –para decirlo en palabras modernas– donde cada uno tiene que tratar en lo posible de rescatar del medio ambiente todo aquello que sea válido para sí y para los demás. Rescatar buenos libros, buenas obras de arte, buenas costumbres, el buen sentido de la amistad, del amor, del honor, del deber. Rescatando eso, cada uno de nosotros conformamos en nuestra totalidad una especie de módulo de supervivencia para estas épocas difíciles que llegan, épocas que nada tienen que ver con una maldición divina, sino con algo natural.

Los astrólogos dicen que hemos entrado en la Edad de Acuario desde 1950, y que esto nos precipita primeramente a una «edad del hielo». Acuario comenzaría por una edad de hielo o agua sólida; después, de agua líquida y luego de agua vaporosa. O sea, que la parte más dura de esta Edad de Acuario, que va a durar más o menos unos dos milenios, la estamos pasando ahora precisamente, en la primera parte de la Edad de Acuario. Pero digan la verdad o no los astrólogos, o digan cualquier cosa, la realidad es que vemos que el mundo se endurece, que los sistemas están fallando. Hay una serie de deficiencias, y tenemos que aprender a vivir, aun a través de estas deficiencias.

Y la solución no está en la parte material, sino en la parte moral, en la parte interior; la solución es tratar de bajar el grado de agresividad que tenemos todos. Y tener también a la vez una actitud activa ante aquello que está demoliendo demasiado rápido nuestra sociedad, sin dar tiempo a su reemplazo.

No podemos ser simples elementos contemplativos. Cuando vemos que cerca de nosotros se comete alguna injusticia, no pensar: «A mí qué me importa», sino ser activos y tratar de impedirlo. Hay una gran indiferencia impresa en el mundo, un gran egoísmo; y ese gran egoísmo es también una forma degradante de Edad Media. Pero vamos a transformar ese egoísmo en un sano individualismo. Vamos a recrear las damas y los caballeros medievales, no con la adarga al brazo; no hemos de volver a eso. Hemos de volver a las sanas y buenas costumbres que tenían aquellas damas y aquellos caballeros que supieron legarnos nuestra civilización, nuestras creencias y aquello que todavía nos mantiene vivos.

Es por esto por lo que debemos crear una Nueva Acrópolis, una nueva ciudad alta. Mirar hacia arriba y hacia adelante. Tener fe, una fe serena, una fe por la fe. Hoy hay en la gente un halo de debilidad, de temor, de escapismo. Los hombres mayores, a veces, cuando escuchan estas palabras dicen: «Yo ya hice mi parte» y bajan la cabeza. Los jóvenes se ríen porque viven de cara al futuro, pero el futuro no existe. El futuro lo tenemos que hacer nosotros con nuestras manos.

No existe el futuro, lo único que existe es el presente, es lo que está hoy. No me habléis de utopías, de grandes ciudades o de campos bucólicos donde los hombres se aman entre sí, donde no hay más hambrientos, ni más desesperados, donde nadie persigue a nadie. ¡No! Esas eran las utopías que ya en la época sumeria se hablaban, donde el león no persigue a la gacela, donde el águila no come a la paloma. Pero mientras haya águilas y palomas, el águila perseguirá a la paloma. Y no es que el águila sea mala, es que necesita comer. Porque la paloma también persigue los granos y los pequeños bichos, o sea, toda una cadena biológica. Vemos, entonces, como utopía que nos vengan a arreglar los problemas el destino, la casualidad, Dios, o como lo queramos llamar.

Soñemos, más bien, con aquello que podamos construir nosotros aquí y ahora. De qué manera podemos enderezar nuestro propio carácter, de qué manera podemos hacernos más fuertes, de qué manera podemos educar nuestra memoria, de qué manera podemos aumentar nuestra cultura y robustecer nuestra fe; tener entre nosotros un vínculo fuerte. Dignificarnos, aprender otra vez a trabajar, a cantar y a orar. Dejar el culto a la suciedad y a todo lo malo y bajo; esas tonterías de niñatos de comprarse unos pantalones vaqueros carísimos y rasparlos luego con una piedra para parecer pobres. ¡Eso son disfraces, señores! Eso no es el mundo que tiene que venir. Eso son simples disfraces. Seamos naturales, espontáneos. Vivamos como tenemos que vivir, de una manera alegre, sana y buena. Estemos limpios física, psíquica y espiritualmente. Sepamos hablar entre nosotros. Volvamos de nuevo a escuchar poesía y buena música, a mantener sanas conversaciones, a honrar la bandera y a creer en Dios. Volvamos a aquello que es el fondo de nosotros mismos.

Y esto no es un salto atrás; es un salto adelante, porque detrás hay un borde y otro borde está delante, lo que tenemos son dos abismos. ¡Para poder dar realmente un salto hacia adelante, para poder tender un puente a través de la desesperación y el desengaño, tenemos que basarnos fuertemente en aquello que hemos dejado atrás para proyectarlo hacia adelante, como brazo de gigante que pueda traspasar estas épocas de miedo, oscuridad y angustia!

Notas:

[1] Región histórica que se corresponde con parte de los territorios del Levante mediterráneo, Mesopotamia y Persia”.

[2] Localidad situada en el sur de Perú, donde se desarrolló la cultura de mismo nombre, famosa por sus características tumbas, los fardos funerarios, los mantos que los recubren y la aplicación de técnicas de trepanación y deformación artificial del cráneo.

Créditos de las imágenes: Alvaro Araoz

JC del Río

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