En mi último viaje a Inglaterra tuve la fortuna de visitar la antigua catedral de Winchester. Milenario centro de peregrinación y religiosidad, uno de los vórtices mágicos del planeta, el lugar en que en el siglo XI se levantó la actual catedral gótica sobre fundamentos normandos que aún son visibles en el crucero, fue asiento de santuarios hundidos en el más remoto pasado, anterior aun a los romanos.
En sus subsuelos aún brotan tres fuentes, y su especial construcción le permite una acústica formidable a través de toda su nave, como lo comprobamos al escuchar su famoso órgano, y más aún en la curiosa costumbre de echar las campanas a volar durante más de una hora seguida durante toda la tarde. Como las campanas se programaron para que suenen a la manera de arpegios, parecen manos de ángeles que tañesen colosales arpas, más allá de las altas bóvedas. El efecto es difícilmente transferible: para el que no lo haya vivido, es casi imposible imaginarlo.
Pero mi artículo no se refiere a la catedral en sí, sino a un humilde hombre, William Walker, buzo profesional nacido en 1864.
Las aguas, durante casi mil años, habían carcomido los cimientos de la catedral y, a principios del siglo XX, esta parecía condenada a la destrucción, pues grandes grietas se abrían en sus muros y toda esa maravilla gótica se hundía sobre sus bases. Los medios técnicos de la época y la disposición de las murallas sumergidas no permitían la inyección de materiales sustentadores y los ingenieros se hallaban ante un problema aparentemente sin solución. Entonces surge la figura heroica de William; él se ofrece a descender por un pequeño orificio y cargar en sus brazos uno a uno los sacos de cemento necesarios para afianzar las estructuras sumergidas. Pero el metraje cúbico que calculan los ingenieros necesario para sostener el enorme edificio escapa a las posibilidades lógicas de una acción meramente manual y menos de una sola persona. El buzo no se arredra y con su pesada escafandra aireada a mano por sus compañeros en los sótanos de la catedral, se sumerge en las heladas aguas.
En la catedral, se levanta su estatua en bronce mostrando sus manos extendidas, herramientas únicas en su titánica obra. Hoy, una placa reza: «Catedral de Winchester, construida a la gloria de Dios; 1087-1093. Preservada del peligro por la gracia de Dios; 1905-1912».
Saquemos ejemplo de William Walker. Él trabajó y dejó su vida en su humilde pero trascendental esfuerzo para que otros pudiesen seguir orando bajo los techos primorosos de nervaduras y escuchando el coro de campanas. Descendió a los gélidos abismos para que personas que no alcanzó a conocer pudiésemos gozar de tanta belleza. Durante siglos, esa joya mística albergará a millares y millares de creyentes en Dios. Como la vieja catedral, nuestro mundo actual se derrumba sobre sus cimientos al ser embestido por las olas de la Edad de Acuario. Hagamos surgir nuestra vocación de buzos; sumerjámonos en las heladas ondas con los brazos cargados con las firmes rocas de nuestras obras, y allí, en la oscuridad, ensamblémoslas unas con otras para sostener el mundo. Recemos con nuestras manos en la cotidiana labor. Ya vendrán otros a gozar de las bellezas de un mundo acunado por rítmicas campanas.
Artículo aparecido en la revista Nueva Acrópolis de España núm 285, en el mes de octubre de 1999.
Créditos de las imágenes: Winchester Cathedral
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