El verdadero tesoro, escondido y difícil de alcanzar, es nuestra esencia divina, el conocimiento consciente de nuestra propia inmortalidad como seres espirituales. Las penalidades, trabajos y peripecias sufridas por el héroe o el aventurero que parten en busca de un tesoro, y que pueden ser también equiparados con las operaciones de los alquimistas en su búsqueda de la transmutación, son el simbólico significado de esta idea de la palabra “tesoro”.
El tesoro está generalmente oculto en una cueva y custodiado por un dragón que nunca suele dormir. Esta situación simboliza las dificultades inherentes a su búsqueda y a la victoria sobre el monstruo, pero sobre todo simboliza la necesidad del esfuerzo humano, o incluso sobrehumano, que requiere la aventura emprendida para lograr alcanzarlo. El tesoro nunca es un don gratuito del cielo, sino que más bien se consigue al término de una odisea erizada de dificultades y pruebas, de aventuras de las que hay que salir victorioso más tarde o más temprano, hasta lograr el objetivo. Es semejante a la búsqueda del grial que deben emprender los caballeros del ciclo artúrico.
Las pruebas, la búsqueda, los combates con los monstruos, las tempestades, los salteadores de caminos y obstáculos de todo tipo, que el héroe va a encontrarse en su deambular por el mundo, son símbolos todos ellos de orden moral y espiritual.
El tesoro escondido es símbolo de nuestro ser superior, de nuestro Ego divino encerrado en la materia, y la vida interior es el sendero por el que hemos de caminar para llegar hasta él. Los monstruos que lo guardan no son otra cosa que los aspectos negativos de nuestra propia personalidad, nuestros propios defectos que obstaculizan la ruta que nos hemos trazado en el mapa que nos sirve de guía, y que hemos de vencer transmutándolos en prácticas virtudes.
El “mapa del tesoro”, imprescindible para saber dónde está la meta y situarnos en el punto de partida para llegar a ella, es fácil de conseguir: lo dibujamos nosotros mismos, trazando nuestro itinerario dentro del mundo en que nos movemos y planificando en él nuestro proyecto de vida, procurando, eso sí, no salirnos del camino o, si nos salimos, tener el coraje de volver a empezar.
En el Budismo Tibetano hay un dibujo tradicional, utilizado por los fieles para la práctica de la meditación Samatha, que es una especie de “mapa del tesoro” y que permite, de una manera fácil y pedagógica, trabajar viajando sobre el camino del despertar de la propia conciencia. En este dibujo, la mente del caminante está simbolizada por un elefante que al principio camina por delante, llevado y dirigido por un mono, símbolo de la distracción permanente de nuestra mente inestable. El elefante, que puede ser el más devastador pero que, domesticado, se vuelve el más útil y obediente de los animales, llega a ser dominado al final del trayecto por la conciencia ya despierta del caminante-discípulo, que montado sobre él, alcanza la perfecta concentración y unificación con su Ser superior.
Una vez ya lograda su meta, inicia el camino de retorno, como en el mito platónico, para enseñar a sus hermanos. Es ahora el sabio que se ha liberado de sus cadenas, el filósofo que, una vez conocido el engaño en el que ha estado sumido, vuelve para despertar a sus hermanos que aún permanecen encadenados en la oscuridad de la caverna.
Créditos de las imágenes: Roman Kraft
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