El tablero o arcidriche es la representación del mundo manifestado, regido por la dualidad, lo blanco y lo negro, yin y yang. Consta de 64 escaques o casillas, y el 64 es la cifra de la realización de la unidad cósmica, el mandala que sirve de esquema para la fijación de los ritmos universales y los ciclos cósmicos. 64 son también los hexagramas del Libro de los Cambios chino, recopilado por Confucio, el llamado I Ching. Los ocho signos, con sus ocho mutaciones, constituyen los 64 estados cambiantes o de transición, imágenes que permanentemente se transforman cada vez que se cambia una de las líneas, lo cual simboliza el continuo y cambiante juego de la vida. “Nada es estático” dice Hermes Trimegisto en “La Tabla Esmeralda” que, en sus siete principios, recopila toda la antigua sabiduría egipcia. El tablero simboliza el lugar donde tienen su acción, tanto las fuerza cósmicas, como la lucha que el hombre debe librar en su interior, el campo de batalla o kuruchetra de que nos habla el Mahabarata.
Es un juego en el que se ponen en acción la inteligencia y la concentración, por lo que es más fácil aprender sobre el tablero el método lógico y práctico de actuar, que en un manual de estrategia teórica. Como es bien sabido, y según afirma el profesor Klaus, decano de Filosofía de la Universidad Humboldt, “El hombre aprende mejor las cosas jugando que recibiendo lecciones abstractas sobre ellas”. Y aquí reside, sin duda, la principal virtud del llamado “rey de los juegos”: en que educa jugando y practicando, pues ejercita a la vez el dominio de sí mismo, el control reflexivo y la disciplina analítica, introduciendo los hábitos de la lógica progresiva. Un diálogo en parte científico y en parte mágico, analítico e intuitivo a la vez, elocuente y silencioso, se instaura en este singular duelo cerebral que es el juego del ajedrez.
Créditos de las imágenes: Staxringold
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