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San Agustín

Aurelius Augustinus nació en la ciudad de Tagaste (Numidia), en el año 354 d.C. Su madre, devota cristiana, que sería conocida como Santa Mónica, intentó inculcarle la fe desde temprana edad, a lo cual el joven Agustín se resistía por considerarla intelectualmente confusa.

Su familia invirtió gran parte de su fortuna en su educación. En el año 370 se trasladó a Cartago, una de las mayores ciudades del Imperio en aquella época, para ser instruido como hombre de estado, y pronto se distinguió como un gran retórico. Allí se entregó apasionadamente al estudio y a la vida licenciosa sobre la que luego realizaría una profunda reflexión en sus “Confesiones”.

En su continua búsqueda espiritual, se vio atraído en un primer momento por el Maniqueísmo, forma religiosa que propugnaba como principios universales el Bien y el Mal en lucha por el dominio del Cosmos. Sin embargo, tampoco esta forma de pensamiento logró responder satisfactoriamente a sus inquietudes y, tras una serie de avatares, resolvió abandonarla.

Durante nueve años dirigió su propia escuela de gramática y retórica en Tagaste y Cartago. Se dice que en esta ciudad leyó el “Hortensius” de Cicerón, obra que le llevó hacia la filosofía, como forma racional de comprensión del mundo.

Se marchó a Roma donde abrió una escuela. Más tarde, en Milán, ejerció como profesor de retórica. Allí fue muy bien acogido, especialmente por San Ambrosio, obispo de la ciudad, a quien Agustín anhelaba conocer, dada su renombrada autoridad en el tema. Asistía frecuentemente a sus sermones, de una brillante inteligencia, que llegaron a calar profundamente en su corazón y en su mente.

Platón le llevó al conocimiento del verdadero Dios, como él mismo dijo, tanto como las enseñanzas de Plotino, fundador del Neoplatonismo, quien había muerto en Roma un siglo antes del nacimiento de San Agustín. Esta Escuela le mostró una vía de unión mística con Dios a través del ejercicio de la inteligencia pura.

Fue precisamente la influencia continua de su madre, y la lectura apasionada de Plotino quienes le dieron su orientación definitiva y le llevaron a estimar la figura de Jesucristo. Pero fue un extraño suceso que se produjo durante su estancia en Milán, el que cambiaría radicalmente el curso de su vida: Agustín y su amigo Alipio recibieron la visita de un africano llamado Ponticiano, quien les habló de la vida de San Antonio y de la historia de la conversión de dos hombres tras la lectura de su vida. Profundamente impresionado por estas palabras salió al jardín junto a su amigo, presa de una profunda alteración interior, yendo a sentarse bajo un árbol donde, de pronto, escuchó la voz de un niño que cantaba una canción que decía: “Toma y lee, toma y lee…”. Y, a la manera de lo que ocurriera en el relato de Ponticiano, cogió el libro de las Epístolas de San Pablo que se hallaba sobre la mesa, sintiendo en la lectura de uno de sus pasajes la llamada inequívoca hacia la conversión al cristianismo, aceptándolo como la única filosofía verdadera y entregándose a partir de este momento a la vida ascética.

En el año 388, tras la muerte de su madre, regresó a su ciudad de nacimiento donde comenzó a impartir instrucción mediante discursos y escritos y a vivir en retiro espiritual. En el año 391 fue ordenado sacerdote por el obispo de Hipona, Valerio, quien nombró a Agustín predicador. Más tarde, San Agustín fue consagrado obispo coadjutor de Valerio, y a la muerte de éste, le sucedió como obispo de Hipona. Allí realizó además las tareas judiciales que por entonces eran competencia de los obispos.

En Hipona, al igual que lo hiciera en Tagaste, vivió en comunidad y retiro espiritual, con San Alipo, San Evodio y San Posidio, entre otros. Fue entonces cuando estableció, junto a la renuncia a bienes y propiedades, unas reglas que exigió a los religiosos que convivían con él, contribuyendo a regularizar la forma de vida en común, tal y como la primitiva Iglesia había aprobado como instituida por los Apóstoles. Dichos principios ascéticos de la vida religiosa se conocen como la Regla de San Agustín.

Encontrándose el áfrica romana asediada por los vándalos, y estando cercana ya su muerte, pidió a sus discípulos que cubriesen las paredes de su habitación con la inscripción de los salmos penitenciales y que los recitasen en su presencia.

Obras
En sus obras Contra los académicos y Sobre el libre albedrío, San Agustín combatió a los escépticos, maniqueos y pelagianos, doctrinas a las cuales, en su denodada búsqueda de la verdad, acudió en su juventud.

Contra los académicos, De la Felicidad, Del orden, Soliloquios, son las primeras obras que han llegado hasta nosotros. Escribió también un tratado sobre la Música, Del maestro, De la verdadera religión –uno de sus escritos filosóficos más relevantes-. En Soliloquios, habla acerca de la investigación: “Yo deseo conocer a Dios y el alma. Nada más? Nada más absolutamente”.

En su obra “Confesiones”, expone los excesos de su conducta juvenil y se perfila su personalidad de pensador, constituyendo el objeto fundamental de la obra la especulación puramente teológica.

Ante el hecho histórico de la caída de Roma, el saqueo en el 410 por las tropas de Alarico, y la imputación que algunos hacían de este hecho al éxito del cristianismo, pues existía la creencia de que la fuerza del Imperio Romano estaba vinculada al triunfo del paganismo, San Agustín escribió su famosa obra “La ciudad de Dios”. En ella habla de dos ciudades enfrentadas hasta el final de los tiempos con el fin ostentar el poder: una es humana y la otra celeste y espiritual. La Ciudad del Hombre, que en ese momento histórico estaba representada por Roma, por propia definición, no podía ser nunca la ciudad del espíritu, pues pertenecía al dominio humano: el dominio del César, frente al dominio de Dios.

En “Retractaciones”, con la misma sinceridad que en sus Confesiones, analiza los errores de juicio en los que había incurrido a lo largo de su vida, constituyendo una guía esencial para la comprensión de su obra.

A través de sus sermones y escritos, contribuyó San Agustín a una importante profundización de la fe cristiana, ocupando un indiscutible lugar entre los Padres de la Iglesia.

Pensamiento
La investigación teológica deja de ser en San Agustín meramente objetiva, para interiorizarse y acomodarse al mismo hombre que la realiza. Recoge lo mejor de la patrística precedente y los conceptos teológicos fundamentales, enriqueciéndolos con un toque humano que antes no tenían, al convertirlos en elementos de vida interior y unirlos a las inquietudes y necesidades propias del hombre, fundamentándolos en la investigación.

Plantea en la especulación cristiana la exigencia de la investigación, al igual que en el seno de la filosofía griega hiciera Platón, si bien, a diferencia de éste, la sitúa en el terreno de la religión. San Agustín contribuyó con su pensamiento a afianzar la orientación platónica de la filosofía hasta el resurgimiento del aristotelismo en el siglo XIII. En concordancia con Platón y los Neoplatónicos, San Agustín mantenía la creencia en los universales, pues las cosas que vemos y apreciamos son meras sombras de la realidad, de modo que, a través del mundo aparentemente real, con la luz del intelecto, podemos discernir la realidad última que, como decía Platón, es clara, matemática e incorpórea.

Para San Agustín, el hombre busca en la intranquilidad de su finitud y se mueve hacia el Ser, el único que puede brindarle la felicidad, la cual reside en la sabiduría; por ello su búsqueda a través de la filosofía es imprescindible para la necesaria comprensión y captación de la realidad. La fe, exclusivamente, no puede desempeñar la función de una filosofía cristiana, dado el carácter incompleto y rudimentario de la fe.

Sostiene que el conocimiento se obtiene tanto a través de los sentidos, del mundo material, como del mundo inteligible. El primero es semejante a la verdad y hecho a su imagen, mientras que el mundo inteligible es verdadero en sí mismo. Al igual que en Platón, el conocimiento del mundo inteligible se adquiere independientemente de la experiencia. La iluminación divina concede a la mente del hombre las necesarias reglas de juicio para conformar las imágenes y conceptos que la mente precisa para llegar a la verdad.

Considerando lo expuesto, apreciamos como característica primordial en San Agustín la de ubicar la filosofía dentro de la perspectiva religiosa.

Su búsqueda se dirige constantemente hacia Dios y el alma. Para él, Dios está en el alma y se revela en la más recóndita intimidad del alma misma. Buscar a Dios significa buscar el alma y buscar el alma significa replegarse sobre sí mismo y reconocerse en la propia naturaleza espiritual, confesarse. Si el hombre no se busca a sí mismo, no puede encontrar a Dios. La misma estructura del hombre interior posibilita la búsqueda de Dios; el hombre, hecho a imagen de Dios, puede buscarle, amarle y referirse a su ser. Esta es la fórmula de su experiencia.

Para San Agustín, los tres aspectos del hombre se manifiestan en las tres facultades del alma humana: la memoria, la inteligencia y la voluntad, que constituyen la vida, la mente y la sustancia del alma.

Enseña que la verdad no puede ser creada por el hombre, sino que se encuentra dentro de cada uno, en el preciso instante en que se consigue escuchar las enseñanzas del “Maestro Interior”, como transmisor de la palabra de Dios. Sería, pues, el dominio del alma y del corazón de cada uno, lo que constituye el dominio de la Ciudad de Dios, el dominio imbatible.

La historia del hombre y de la humanidad, se mueve en la alternativa materia-espíritu. Esta lucha está constituida por el reino de la carne y el reino del espíritu, la Ciudad terrena y la Ciudad de Dios. Ambas ciudades están mezcladas desde el comienzo de la historia de la humanidad y así permanecerán hasta el final de los tiempos. Depende de cada uno reconocer a cuál de ellas pertenece.

Es preciso señalar que esta Ciudad de Dios, surgida de las cenizas de la antigua Roma, es un proceso de continuidad y resurgimiento, inspirado en los griegos, fundamentalmente en Platón, quien logra en la filosofía de Plotino un renovado aspecto místico-espiritual que supuso un hito en la historia del pensamiento de la humanidad.

Para San Agustín, el Cristianismo constituía la vieja promesa de la Ciudad Celeste, a la que se refería el Sermón de la Montaña. Pero no obstante la caída de Roma, y la introducción del Cristianismo que San Agustín veía como una conquista de la Ciudad Divina sobre la Ciudad del Hombre, los bárbaros continuaron sus incursiones y cuando instauraron sobre la antigua sociedad las nuevas estructuras feudales basadas en el empleo de la fuerza, los cristianos vieron más clara aún la necesidad de volver la vista hacia esa Ciudad Celeste de la que habla Agustín.

JC del Río

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