Una parte importante del mundo –nuestro mundo– vive a expensas de los medios de comunicación. No es una parte mayoritaria, pero en todo caso es la que tiene suficiente peso como para acaparar la atención general y convertirse en el centro de los acontecimientos.
Es más: si tuviera que escribirse la historia de nuestro tiempo y el enfoque histórico dependiera de los medios de comunicación, se contarían unos hechos que atañen a las zonas del planeta y a los países que rigen el destino de la humanidad entera, es decir, que se hablaría de unos pocos en detrimento de los muchos que, como es habitual, se quedarían en la triste sombra del anonimato, en la oscuridad del desinterés y del egoísmo. Lo curioso es que el egoísmo y el desinterés no son naturales en el corazón del hombre común, sino que crecen bajo el ala de la información que se le ofrece, imitando inconscientemente a los personajes que así actúan, pudiendo hacerlo de otra manera.
Muchas veces se ha pretendido cambiar el mundo, y este siglo no ha sido ajeno al intento. En cada momento, individual o colectivamente, se han empleado unos u otros medios para lograr ese cambio; y ahora vemos que, a pesar del empeño de algunos y de la hipocresía de muchos, las cosas siguen igual. Dicho de otro modo: la única igualdad que hemos conseguido es que las cosas sigan como antes; que persista la desigualdad, la injusticia, la explotación de los débiles en todos los sentidos, la corrupción, y que sigan siendo las minorías las que determinan el curso de la historia o, al menos, de lo que se cuenta en ella.
Es aquí donde entran en juego los medios de comunicación, el papel que podrían cumplir y el que mayormente cumplen.
Sin llegar a definiciones profesionales, recurriremos a las enciclopedias y diccionarios que, en ocasiones como esta, nos ayudan a retomar el origen de las palabras, de los conceptos, y compararlos con su trayectoria, curiosa curva digna de tomarse en cuenta.
De estas pocas y sencillas explicaciones se deduce que los medios de comunicación deben informar públicamente de aquellas cosas que son dignas de comunicarse, que tienen que hacer partícipe a la gente de sus descubrimientos o de las cosas que saben, y aun, reflejar el parecer de la gente. Que deben existir elementos comunes entre quienes emiten las informaciones y quienes las reciben, para que así puedan ser comprendidas.
¿Es esto lo que tenemos? ¿Es así como nos relacionamos con los medios de comunicación que, hoy por hoy, abarcan todo el material escrito, visual, audiovisual, auditivo, informático y cibernético?
Evidentemente no; la realidad se ha vuelto mucho más compleja, o lo que creemos realidad es alguna otra cosa, hábilmente disfrazada para proporcionar una satisfacción momentánea, un desahogo, una evasión o una manipulación…
Los medios de comunicación informan al público, es cierto; pero ¿qué características tiene esa información? ¿A qué público se dirigen? ¿Qué pretende finalmente?
Lo que esperamos y queremos es que la información cumpla con el requisito de comunicar, y que también nos permita comunicarnos los unos con los otros. Como decíamos antes, la acción y el efecto de comunicar y comunicarse.
Aquí debemos detenernos un instante: la acción la tenemos al alcance de nuestras manos, sobre todo en aquellas regiones más favorecidas por la fortuna, en las que abundan revistas, periódicos, emisoras de radio y televisión, sistemas sofisticados de comunicación a distancia, ordenadores, informatización de datos, teléfonos de todo tipo.
¿Y los efectos?
La acción es tan desbordante y nos sobrepasa a tal punto, que el efecto no se hace esperar. Por lo general no sabemos qué elegir, qué ver, qué leer, qué datos acumular. Han nacido el “zapeo” televisivo, la “navegación” por Internet, la lectura rápida y superficial, la saturación de noticias hasta el punto de olvidarlas o no concederles la importancia que tienen. Cuando se está hastiado o aburrido, todo, hasta los mayores dramas, nos hartan. “¡Uf, otro asesinato más; no sé dónde iremos a parar!”
No recuerdo con exactitud –efectos de la información masiva– de dónde procede este relato; probablemente de algún libro donde se narran las peripecias de un viajero de un pueblo antiguo, sencillo y apartado de la “civilización”, impactado por las formas de vida de Occidente. Este hombre viene a decir que por este lado del mundo estamos todos locos; tenemos tanta información que ya no nos sirven las visitas de casa en casa, pues no tenemos nada que contarnos, nada que participarnos. Y este es otro efecto pernicioso; la comunicación anula la posibilidad de relacionarnos los unos con los otros, como no sea para comentar superficialmente lo que todos ya sabemos. La conversación se ha visto sustituida por el chismorreo; el pensamiento, por la repetición robotizada de lo que vemos y oímos, en fin, de lo que recogemos en los medios de comunicación.
No hay tal comunicación: se saben muchas cosas, pero tal vez se sepan mal; se conocen, pero distorsionadas; hay una masificación de noticias que no cumplen con su cometido: ni estamos cabalmente informados ni podemos comunicarnos sanamente con los demás. Las personas se evaden del mundo y se aíslan cada vez más para convertirse en receptáculos de esa enorme cantidad de datos que no hacen a la cultura ni a la educación mientras conformen un conjunto incoherente, tal como se recibe a diario.
Si contamos con que hace falta un código común al transmisor y al receptor para que la comunicación sea efectiva, hay que reconocer que el código procede del emisor, y que los pasivos receptores se adaptan fácilmente a él, sin mayor análisis. No hay tiempo ni oportunidades para ello. El que lo hace va contra corriente o se le considera ajeno a los avances civilizatorios.
Sin embargo, estamos ante uno de los efectos más nocivos de la comunicación: la pasividad del receptor que se ajusta a modas y modelos –es decir, códigos– de la misma manera con que podría ceder ante una droga. No hay voluntad. El público está tan codificado como las noticias que recibe. No hay reacción, salvo la que esperan los codificadores: compulsión emocional que lleva a la indignación, a la admiración, a un remedo banal de conocimiento, al deseo de poseer, de competir, de ser joven, de dar una opinión o de discutir en vacío, de volcarse por un personaje, de rechazar a otro, en fin, de sentir que uno es alguien, cuando en verdad lo es mientras siga la onda manipuladora.
En el pasado mes de noviembre, Paul Virilo escribía en París en Le Nouvel Observateur que nos desplazamos hacia una sociedad nómada a través de los medios de transmisión, el nomadismo del “cibermundo”. “Reunirse a distancia, un concepto tan paradójico como el de hacer virtualmente el amor, testimonia una situación de dislocación: estar allí sin estar. Para empezar, la ciudad, lugar de encuentro, se convierte en algo inútil. Se impone la ciudad mundial virtual…” Continúa el autor de este trabajo explicando que esta inutilidad de las ciudades también afecta a la convivencia de los individuos y, por consiguiente, a la experiencia democrática que necesita de ese contacto en el espacio, y no solamente de contactos virtuales en el tiempo. Sigue argumentando que, sin advertirlo, entramos en un sistema global de comunicación, pero totalitario en esencia, ya que la comunicación está concentrada en unos poquísimos grupos de poder.
De la informática, que realiza un tratamiento automático de la información, pasamos a la cibernética, que, usando como modelo la compleja perfección del sistema nervioso humano, crea sistemas mecánicos y electrónicos que pretenden sustituir al propio hombre.
Y lo peor es que el hombre se deja sustituir, abandonando en manos de los aparatos lo que podría y debería hacer por sus propios medios, o saber hacer aunque quiera ganar tiempo y eficacia. Es que una cosa es contar con medios que nos simplifiquen la vida y otra es perder la vida y la iniciativa a manos de esos medios.
Es interesante recordar la raíz etimológica de la palabra cibernética: proviene del griego kybernan, “gobernar”, que algunos explican como “arte del piloto”, tal vez en recuerdo –si se recuerda– de las fiestas cibernesias instituidas por Teseo en homenaje a los pilotos navegantes que lo condujeron hasta la isla de Creta. Pero veamos esta otra acepción de “cibernética”: parte de la política propiamente dicha que trata de los medios de gobernar.
No por nada el filósofo Platón describió con tanta maestría el hoy llamado “Mito de la Caverna”, en el que unos pocos amos poderosos se aprovechan de la oscuridad de la caverna (el mundo material) y de la ignorancia de la gente, para montar un cruel sistema de engaños e ilusiones que la mantienen entretenida e inactiva ante los hechos verdaderamente decisivos. La prueba está en el triste final que le espera al que escapa de la caverna, descubre la verdad y la comunica a sus compañeros todavía prisioneros.
Retomamos las anteriores definiciones:
No por nada se habla de la “red” de Internet, de la Telaraña Mundial (www). Recogemos de un artículo de José Antonio Millán (Madrid, octubre 1996) que los habitantes de Internet son palabras, sonidos, imágenes, datos…” ¿Quién los ha puesto allí?: cualquiera. ¿Qué utilidad tienen?: depende de cada uno… ¿Quién manda en la Internet? Nadie.”
Cuesta creerlo. “Nadie” no puede haber montado semejante red. “Nadie” no hace partícipe a los otros de lo que tiene, sino de lo que quiere.
No, eso no es lo que consumimos: el corazón escondido de quienes informan no “descubre” verdades sino que inventa noticias consumibles. Si ellos fueran detrás de los auténticos descubrimientos, de las verdades claras y limpias, no habría tanta basura en el mundo y en las mentes de la gente. Lo que se vende es el escándalo, la porquería, lo escabroso, el hurgar en las “vidas privadas” que hace tiempo dejaron de serlo, porque todo el que destaca mínimamente está sujeto a la indagación de su intimidad.
Lo que se hace saber es lo que se puede vender. Sin embargo, algunos opinan que es importante intervenir en la vida privada de los grandes personajes para conocer las atrocidades que se ocultan detrás de nobles fachadas. ¿Y quién juzga al periodista o comunicador que se atreve a juzgar a los demás? Para emitir semejante opinión, para arrojar la primera piedra, habría que estar totalmente limpio de culpas. ¿Quedan muchos en esta condición, una vez inmersos en la red? No, nadie busca el parecer de los otros; lo que se busca es condicionar su parecer, motivar sus opiniones, llevarlas y traerlas como frágiles barcas ante un caprichoso viento. Efectivamente, es el “arte del piloto”…
Sí, nos dan a conocer los atroces sufrimientos humanos en muchos rincones de la Tierra, y no siempre rincones lejanos. Pero es una forma astuta de promocionar la compasión sin buscar soluciones reales a los males que aquejan a esos pobres desgraciados. Los que manejan los grandes grupos de información bien podrían utilizar parte de sus fortunas en ayudar y educar a los desamparados, antes de promover campañas de solidaridad –que igual surgirían del fondo del alma humana, naturalmente compasiva– que tiene el efecto de un remiendo sobre una tela desgastada y rota.
¿Qué es lo digno de comunicarse? Sé que en principio contestaríamos: todo. ¿Pero se puede decir todo, sin más? ¿Se puede decir todo, según a quien? ¿No hay casos en que el todo hace más daño que un poco, si no hay una formación para asimilarlo y comprenderlo?
No hay que olvidar que los medios de comunicación, al menos allí donde prosperan, llegan a todos, y se dicen a todos las mismas cosas, sin reparar en que sean niños o adultos, ignorantes o cultos, sensibles o endurecidos, nobles o mentirosos.
Estamos ante un arma poderosa, de doble filo. Por una parte es evidente que hace falta información, que debemos saber lo que pasa en todos los sitios y con todos los seres vivos. Pero, por otra parte, una información sin una formación adecuada, sin una educación que convierta la información en algo útil, es un sutil veneno que engendra monstruos. Así se aprende a engañar, a robar con más acierto, a matar con métodos más refinados, a aprovecharse de los inocentes y los débiles; así surgen niños a los que no les importa matar y padres a los que no les importa vejar a sus propios hijos.
Este siglo nos ha proporcionado indudables ventajas y avances. La ciencia de la comunicación ha producido verdaderos prodigios. Pero estamos bogando a la deriva, en un mar con oleaje, sin pilotos y sin timón. Falta el arte del piloto, del que sabe conducir, del que debe gobernar la nave, y no en beneficio propio, sino en el de los que viajan en el barco.
Todavía nos queda por recorrer un largo camino de educación, de valores humanos, de espiritualidad, de refinamiento sensible de las emociones, de aprender a pensar despaciosamente, desarrollando el criterio y no la opinión instintiva. Hay mucho que hacer para que la comunicación cumpla con su cometido y no sea un medio de confusión.
Hoy todo es confuso. Tal vez ha llegado el temido momento de la “lógica confusa” donde todo es y no es al mismo tiempo. Pero quienes no comprendemos esta lógica, buscamos un sitio para cada cosa, tanto en el tiempo como en el espacio y un porqué para cada hecho. Queremos saber, no simplemente estar informados. Queremos disipar las nieblas de la confusión porque entendemos que vivir es navegar y no hay nada más hermoso que llegar, cargado de bienes y regalos, al puerto de destino.
Créditos de las imágenes: Christopher Ott
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