¿Qué es esto de hablar de los grandes ciclos estelares en pleno siglo XX? Esto suena a Astrología, y efectivamente, quiero referirme hoy a algunos viejos principios de esta antigua ciencia.
No va a ser una charla ni sobre Astrología, ni sobre la forma en que esta disciplina fue desarrollada en la antigüedad, ni sobre lo que buscaba o pretendía en líneas generales, dado que de esto todos, mal que bien, algo sabemos; sino que vamos a tocar otros aspectos de aquella vieja Astrología que aunque no les llamemos así, todavía nos siguen interesando.
Si hacemos caso de la forma en que la ciencia actual catalogó a la vieja Astrología, llamándola “madre loca de una hija cuerda” (la hija cuerda es la Astronomía), hablar de Astrología es hablar de locura, porque nos estamos refiriendo a la madre loca. Mas, loca o no, fue madre y nos dejó una serie de principios muy interesantes que no podemos rechazar del todo, sino investigar nuevamente para ver qué podemos extraer de ellos.
Como dije en un principio, no vamos a hacer “ciencia astrológica”. Vamos a recordar qué buscaba la Astrología, cómo se definía aquella vieja sabiduría que nos sigue interesando, ya que no hay revista o periódico que no traiga su pequeña sección con los horóscopos, la cual, como quien no quiere la cosa, leemos prontamente para ver qué nos depara la suerte durante los próximos siete días.
La Astrología trataba, como su mismo nombre lo indica, del estudio de los astros como seres vivos, pero fundamentalmente de la relación que estos mantenían con todas las demás entidades vivientes de la Naturaleza, considerando que no solo los seres humanos existían, sino que dentro del conjunto universal, todo está vivo, aunque se exprese en distintas fórmulas vitales.
De lo anterior se deduce que están vivas las piedras, los animales, las plantas, los hombres, las estrellas, etc., y esta vitalidad común les hace relacionarse e influenciarse mutuamente. La Astrología estudiaba cómo influyen los astros vivos sobre los seres vivos.
Para poder entender este sistema de influencias tenemos que comprender que aquella “astrología loca” de la Antigüedad concebía el universo como una gran totalidad, un conjunto, un macrobios, es decir, una gran vida, en oposición al microbio, la pequeña vida del cual en alguna medida nosotros somos un exponente.
Dentro de esta gran universalidad, reconocía una fuente común para todas las cosas. Si hay un origen idéntico, hay por tanto una gestación aproximadamente igual para todas las cosas, una energía colectiva para todas las cosas. De esto se derivaba una ley común rigiendo a todos los elementos vivos del universo. Universo es «unidad», una ley, un sistema. Por lo tanto, donde existen muchos seres regidos por una misma ley, organizados bajo un mismo sistema, existe también coordinación, existe simpatía.
No tiene nada de irracional que seres coordinados por afinidad se influencien mutuamente. En la vida corriente nos parece muy natural que cuando dos personas se resultan simpáticas –es decir, están coordinadas, relacionadas– ejerzan cierta influencia la una sobre la otra, compartiendo opiniones, sentimientos, estados de ánimo, pensamientos.
Esto que consideramos tan sencillo cuando se da de persona a persona, nos resulta mucho más extraño si lo tenemos que aplicar en gran escala en el universo. Sin embargo, se trata de la misma cosa: correcciones, simpatías. Es un sistema que los antiguos llamaban precisamente “Ley de Correspondencias”. Todo se corresponde en el universo.
Vamos a imaginar al universo como si fuese una enorme red, un entramado con hilos que se cruzan en todas direcciones. Vamos a suponer que por todos estos hilos corre la misma energía, la cual se acumula en los cruces de los hilos, en los nudos, en los puntos vitales. Todos estos puntos vitales forman parte de la misma red, están bañados por la misma energía, y están relacionados porque forman parte del mismo entramado. En esta red, un punto es señal del otro. Si nosotros podemos ver cómo se encuentra uno, es posible darnos cuenta, con un poco de habilidad y de deducción, cómo están los otros puntos de la red.
Esto es lo que hacía la Astrología: mirando cómo estaba un astro, podía ver cómo estaban los reflejos correlativos de todos ellos en la Tierra; mirando cómo brillaba una estrella, podía ver cómo brillaba un ser humano; mirando cómo se conjugaban las figuras en el ciclo, podía ver –a veces– cómo se conjugaban las figuras históricas sobre la Tierra.
Si vamos a hacer honor a la verdad, los auténticos astrólogos nunca han dicho que los astros determinen lo que sucede sobre la Tierra. Un astro no tiene una voluntad interior malévola o benéfica, aunque hablamos de astros positivos y negativos; pues entonces resultaría que uno influye para bien, otro para mal y los seres humanos no tenemos más remedio que soportar esta situación.
Nunca se ha dicho esto así. Posiblemente se ha expresado algo similar en plan de divulgación, de la misma forma en que leemos horóscopos de revistas o periódicos. Una publicación que hace que miles y miles de seres nacidos bajo el mismo signo, en el mismo día, compartan durante una semana un destino común. Ojalá eso fuera así, pero sabemos que, efectivamente, no es así.
Por lo tanto, nunca se ha dicho que los astros determinen la vida de los seres humanos. No. La señalan. Y no la señalan para que pase algo, sino que indican por correspondencias.
Podemos darnos cuenta por correspondencias que si detrás de la ventana vemos caer lluvia es probable que el ambiente esté húmedo y esa humedad penetre poco a poco dentro del recinto en el cual nos encontramos ahora. La lluvia no ha hecho más que señalar la humedad, no la ha provocado ni por afán de bien, ni por afán del mal. Ella marca la aparición de la humedad, así como el fuego indica la aparición del calor.
¿Cuál es el movimiento de los astros? Sabemos que no se mueven de manera lineal. Hemos aprendido que el espacio es curvo, que los cuerpos celestes se mueven describiendo círculos, y que estos determinan, si se miden matemáticamente, círculos repetitivos, donde un astro vuelve a ocupar la misma posición –salvado el espacio-tiempo– completando lo que nosotros llamamos ciclos. Este término nos da inmediatamente una sensación de redondez, de círculo, de punto que vuelve a encontrarse consigo mismo al final del camino.
Por poco que observemos la vida de los seres humanos, la historia de los pueblos, nos daremos cuenta de que también se rigen por ciclos. No son líneas como estamos acostumbrados a pensar ahora. No es una línea general en avance, una historia de éxitos y logros perpetuos y continuados, sumados unos tras otros.
Es muy fácil repasar la historia y darse cuenta de que todo está ceñido a ciclos, que por momentos denotan ascensos y posteriormente descensos. Si comparásemos esos períodos circulares con la vida diaria, los aceptaríamos de la misma forma que admitimos estar dormidos, estar despiertos; como nos es familiar el día y la noche, el invierno y el verano. Todo son círculos, repeticiones.
Decían los antiguos que si los astros describen ciclos en el cielo, como en un espejo se reproduce otro ciclo en la Tierra, y –según ellos mostraban– así generalmente sucedía. ¿Estos ciclos eran evitables? No.
Si nosotros en estos momentos quisiésemos modificar la rotación de la Luna alrededor de la Tierra –de momento– no podríamos hacerlo; y aún intuimos que si lo lográsemos, nos acarrearía con ello abundantes desgracias.
Así como los ciclos estelares obedecen a una ley matemática inexorable, hay grandes épocas determinantes en la historia de los pueblos que obedecen a reglas fijas e inquebrantables.
¿Qué hacían los antiguos cuando estudiaban Astrología? ¿Evitar los ciclos? No. Aprovecharlos inteligentemente. Leyendo el gran Libro de la Naturaleza se daban cuenta si venía una etapa positiva, entonces se sacaba todo el beneficio posible; es decir, se potenciaba esas ventajas. Si venía un período negativo, conociéndolo de antemano, se podían paliar algunas dificultades.
O bien, cuando se sabía que no existía ninguna posibilidad de escapar a ese ciclo, se moría, pero al menos se sabía por qué. Aunque esto pueda parecernos curioso, tenemos ejemplos históricos a los cuales referirnos.
Recordando, por ejemplo, al pueblo egipcio, se han encontrado gran cantidad de alegorías de sus sacerdotes, donde dicen conocer perfectamente el eclipse de la civilización egipcia; donde se preocupan de manera personal de esconder y recordar sus mayores secretos, sabiendo que el tiempo se ha terminado, que eso es inexorable, que podrá haber alguna vez un renacimiento, pero que, de momento, el ciclo se ha cerrado.
Tanto es así que hasta nuestros días nos seguimos preguntando qué hay dentro de la Gran Pirámide, qué es eso del laberinto que menciona Herodoto y dónde está. Pues si Herodoto es el Padre de la Historia y es llamado “el Veraz”, no pudo mentir justamente al hablar del gran laberinto. Es señal de que si los sacerdotes se propusieron cerrarlo, deben haberlo hecho porque no lo hemos encontrado.
Conocieron su ciclo, murieron, supieron por qué. Soñaron con reencarnar, con reaparecer, con volver… El destino dirá.
Obviamente nosotros hoy ya no aceptamos esto de Astrología, pero la seguimos buscando de cualquier manera, dado que, como sea, el hombre quiere saber qué le va a pasar. Aunque desde el punto de vista religioso no crea en nada, su egoísmo personal le lleva a querer saber su futuro.
El ser humano desea conocer qué es el mundo que le rodea. No solo este planeta; ahora nos interesan muchos otros cuerpos celestes. Aunque sus creencias religiosas le digan que todo esto surgió por casualidad, hay en el ser humano una inquietud por palpar esta casualidad.
¿Dónde estoy plantado? ¿Qué es esta Tierra? ¿Qué son los otros planetas? Así el ser humano trata de averiguar, y se reemplaza la antigua Astrología por una nueva ciencia donde todo tiene que ser probado matemáticamente, pero donde se están buscando las mismas cosas.
¿Qué nos va a pasar? ¿Dónde estamos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Por qué pasan las cosas que pasan? ¿Por qué todo esto? ¿Tienen sentido? ¿No tienen sentido? ¿Podemos creerlas? ¿No podemos creerlas?
Ahora vale el número; ahora no hay destino, ahora hay estadística. Antes el hombre se sentía en manos del destino, ahora se siente en manos de un cómputo estadístico. Estudiaba el cielo, los astros; ahora a nosotros nos interesa la biología, la pequeña célula.
Cuando miramos hacia afuera, tenemos una doble actitud: o conquista de los mundos espaciales, o temor por esas extensiones siderales desconocidas, que quién sabe si no tengan incluso habitantes raros, difíciles de comprender, mejores o peores que nosotros.
Lo cierto es que se está produciendo una paradoja notable: cuanto más avanza esta Astrología científica, esta ciencia de los efluvios planetarios y estelares, se descubre, con verdadero horror, que son más y más las coincidencias con aquellos principios de los antiguos astrólogos y alquimistas se despreciaban al principio.
Resultado: una crisis de razón. Si por la razón, si por las matemáticas, si a través de la ciencia establecida, estamos llegando a los mismos resultados aunque apliquemos otras palabras, ¿qué sentido tiene lo que estamos haciendo? Esta crisis de razón hace que el ser humano crea y no crea, busque y no busque, y se sienta en ese difícil y terrible estado intermedio del cual todos desde el fondo del alma pretendemos salir.
¿Qué quiero decir con esto de que se cree y no se cree, se busca y no se busca?
No me gustan las estadísticas, pero si las hiciésemos, nos encontraríamos con que algunos aceptan la Astrología y otros la rechazan. Si preguntásemos por qué seguimos creyendo o por qué continuamos escuchando, la respuesta sería: «Por las dudas; a lo mejor aparece algo, encuentro cosas nuevas, hay ideas que me den la respuesta».
Ese “por las dudas”, ese “tal vez”, ese “quién sabe” del estado intermedio en que vivimos, es porque hemos rechazado todo conocimiento pretérito –que era nuestro conocimiento– y porque no nos encontramos todavía del todo seguros en el nuevo.
Hablemos un poco de los períodos estelares, y concretando mejor, de los ciclos planetarios. Para evitar grandes definiciones, vamos a recordar que en la Astrología tradicional se llama ciclo planetario a una unidad de medida que está basada en el recorrido de dos planetas a lo largo del zodiaco; un planeta lento y uno rápido.
Vamos a suponer que los dos arrancan en conjunción, en el mismo punto de partida. El planeta rápido hará su ciclo a mucha mayor velocidad, y el lento tardará bastante más en completarlo. Al cabo de un cierto tiempo, estos dos planetas van a volver a encontrarse en el mismo punto del cual algún día partieron. Cuando vuelven a encontrarse, se ha cerrado un ciclo.
Mencionemos un ciclo que todos conocemos: el de la Luna. Partimos de una luna en conjunción con el Sol, de una luna nueva. Nuestro satélite en 28 días va a hacer todo un recorrido que le permite al cabo de ese tiempo volver a estar en la misma posición con relación al astro rey. Ese es un ciclo lunar, uno de los más cortos. Hay otros que son mucho más amplios, porque incluyen planetas de recorrido más largo.
Suele decirse que cada uno de estos planetas de órbita extensa –los últimos de nuestro sistema– tienen la particularidad de regir los grandes ciclos, los acontecimientos importantes. No las cuestiones personales relacionadas con los seres humanos, sino los eventos claves de la Historia, como el desarrollo de las civilizaciones, la expansión de grandes naciones, de extensos bloques, de amplios grupos humanos regidos por importantes intereses, intereses típicos.
Se nos cuenta que Urano en sus ciclos suele determinar engrandecimientos rápidos, crecimientos, anexiones, fuerza. Como ciclo planetario, Urano se relaciona con el florecimiento, por ejemplo, de los Estados Unidos. Urano marca los Estados Unidos con una serie de características típicas: su especial manera de concebir el humanismo, su no menos particular actitud al concebir el liberalismo, su sentido de riqueza, su fuerza, su ánimo expansionista, su ansia de viajes espaciales, su sentido de gran imperio, su afán de hacerlo todo rápidamente.
Neptuno es un planeta que en sus ciclos, indican los viejos astrólogos, suele marcar movimientos colectivistas. Hoy, todas las cartas astrológicas unen a Neptuno con la Unión Soviética y con su sentido mesiánico de un colectivismo fundado en una irreal capacidad de igualar a todos los seres humanos.
Plutón es un planeta muy desconocido, de características muy extrañas, al que –como todos los demás planetas– se le ha hecho coincidir con un viejo dios de los griegos: el dios, no de los infiernos –porque no es exactamente así– sino de los submundos, de todo aquello que está bajo tierra, lo que no puede verse lo que está escondido. Plutón suele relacionarse con China, con el sentido bélico de la China. También tiene conexión con la era atómica y con la etiología, dado que Plutón que es muy lento, tarda más o menos unos veinte años en recorrer cada uno de los signos del Zodíaco. Casualmente, se descubre que cada veinte años tocan a la humanidad una serie de enfermedades rarísimas que coinciden con los signos que se están recorriendo.
Vamos a suponer que Plutón pasa por Géminis que es un signo doble, e inmediatamente aparecen patologías extrañas en los pulmones. Plutón pasa por Cáncer, y aparece el cáncer. Plutón entra en Virgo –que era el símbolo de las mieses, de las cosechas, de la Naturaleza– y resulta que los seres humanos estamos enfermando la Naturaleza, las cosechas y las mieses casi sin darnos cuenta, pero lo estamos haciendo.
Todos estos ciclos planetarios los traemos a colación, por cuanto muestran viejas tradiciones con respecto a la órbita de Plutón. Los largos ciclos de Plutón son los que han regido la aparición de la civilización actual, esta que nosotros llamamos “civilización occidental”, que no incluye específicamente solo a Occidente, sino además el resto del mundo europeo y también una gran cantidad de naciones americanas y aún asiáticas, que están regidas por el mismo canon civilizatorio.
Así como Plutón rigió el surgimiento de Occidente y su progreso, marca con sus recorridos lo que ha de suceder con esta civilización. Hablar de la decadencia de Occidente no es nuevo, lo dijeron muchos y mejores pensadores que yo antes de que yo lo traiga a colación esta tarde.
¿Cuál es “el ciclo” de la decadencia? Es muy sencillo y se reconoce rápidamente: cuando la destrucción prima sobre la construcción. Aún en el momento actual que estamos viviendo es una descomposición que tiene todas las apariencias de ordenamiento. Es un deterioro tan acelerado, tan precipitado, que tiene el aspecto de lo que podríamos llamar el “canto del cisne”. Hoy todo está bien, mejor y más arriba que nunca. Es probable que también la caída sea más fuerte que nunca.
Sin tratar de ser demasiado pesada, querría explicar el porqué de este ciclo y qué ha pasado en el cielo según la Astrología para que esto lleve a la decadencia de Occidente.
Para los filósofos –especialmente los pensadores antiguos como Platón– las grandes edades de la humanidad se dividían siempre en cuatro grupos:
1) Lo que se puede llamar una Edad de Oro, comenzando un ciclo de manera positiva.
2) A continuación, una edad donde las cosas están bien, pero comienzan a decaer en la misma relación con que la plata lo hace con respecto al oro.
3) Seguidamente, una Edad de Cobre, donde todavía hay brillo.
4) Y una Edad de Hierro, al final del ciclo es caída y muerte de este.
Una vez cerrado un ciclo, reaparece otra vez una Edad de Oro.
Suele decirse que todas las Edades –la de Oro, de Plata y la de Cobre– son aceptables en comparación a los tremendos males que supone la Edad de Hierro; o sea, la etapa decadente, la de final del ciclo.
Cuando las Edades son positivas –cuando son de Oro, de Plata, de Cobre– hay una serie de pares de signos en nuestro Zodíaco tradicional, que se unen de una determinada manera.
Todos conocemos más o menos los nombres de los signos, así que sin hacer mayores aclaraciones me referiré a ellos. Vamos a suponer un triángulo con el vértice hacia arriba. En la parte superior tenemos a Capricornio. En la base del triángulo –opuesto a Capricornio– aparece su signo exactamente contrario en el Zodiaco: Cáncer. En el Oriente, está Aries, que es fuego y fuerza. Y en Occidente, tenemos Libra y su relación con la Luna.
Cuando las civilizaciones están en orden, estos valores también lo están. Mas, ¿cuáles son estos valores?
Cáncer –la base del triángulo– representa lo infantil, aquello que está en crecimiento, el pueblo en su número, lo que debe ser educado, conducido. Capricornio, en la cúspide del triángulo, simboliza el poder; esa facultad que se ejerce en soledad absoluta –aunque en beneficio de todos– porque se revierte sobre la base del triángulo.
¿Por qué Capricornio está en la cúspide del triángulo? Porque nos explicaban que para llegar a ejercer el poder, el ser humano, el sabio, el gobernante, debía ascender solo esa montaña. Solo, despojado de toda vanidad, desprendido de todo lazo, de todo apego; tan solo como para poderse mirar desde su propia alma, y desde allí, tener la visión necesaria que le permitiese dirigir todo lo demás.
Los valores en una Edad de Hierro están invertidos. El triángulo nos ha quedado con el vértice en la parte inferior. Tenemos Capricornio abajo; o sea, el poder y la cúspide en el suelo. Cáncer, ha cambiado a arriba. Aries –el fuego y la fuerza– está en Occidente, donde declina el Sol. Libra y los valores de la Luna, han pasado a Oriente.
Decían los astrólogos, que el final de Occidente habría de estar señalado por alguna nación que tuviese precisamente a Cáncer en su cielo superior y a Libra en su ascendente.
Curiosidades o no, el horóscopo de China indica que este país tiene Cáncer en su medio cielo superior, Libra en su ascendente, o sea, en el Oriente. De ahí que muchos autores opinen que la nación que va a regir los finales de Occidente –paradójicamente no siendo occidental– ha de ser la China.
Vamos a analizar qué es lo que pasa en nuestra Edad de Hierro. Hemos visto que se invierte ese triángulo de valores que aparece, como un reflejo lo que sucede en el cielo, en el Zodiaco. No hablemos ahora simplemente de signos astrológicos. Nombremos el término “inversión”, que es una de las características de nuestro tiempo, y citemos la palabra “aceleración”, que es otra de las peculiaridades de esta etapa.
Nos explicaban los antiguos que la Edad de Hierro tiene una particularidad: acelerarse, como todo lo que cae. Algunas veces hemos rodado por una pendiente; cuando empezamos a caer, el descenso tiene una determinada velocidad. Mas a medida que bajamos por el declive, vamos tomando mucha más velocidad, porque a la propia inercia de nuestro cuerpo, se suma la inclinación normal que nos permite desarrollar cada vez más aceleración.
Esto es lo que pasaría con nuestra civilización en su Edad de Hierro. Aceleración de los tiempos, todo se precipita. Mas, lo hace de una manera muy curiosa: haciéndonos creer que en lugar de derrumbarnos, nos elevan Sin embargo, la realidad es que todo decae.
Mencionamos antes el “canto del cisne”, otro ejemplo. Para quienes –por sus funciones médicas– han estado en relación con enfermos muy graves que están a punto de morir, siempre les ha llamado la atención un proceso que se repite casi por regla general.
Aquel que siente que la vida le abandona, trata de dejar la cama desesperadamente, va a asegurar que se siente mejor que nunca y que desea caminar; le apetece abrir las ventanas, salir. Quiere ese impulso vital que se le está escapando, aunque no sea nada más que del cuerpo. Busca ese impulso vital y se levanta. Cualquiera diría: «¡Está mejorando!» Mas es lo último que va a hacer. Detrás de esto, viene –efectivamente– la muerte.
Otro tanto sucedería con nuestra propia civilización.
Una característica que mencionamos es la aceleración; todo se precipita, todo se amontona, todo se junta. La otra –terrible–, es la inversión. Inversión de valores, con lo cual estamos viviendo –como suponían los antiguos que caminaban los hombres de las antípodas– prendidos con los pies a la tierra y la cabeza colgando hacia abajo.
Podríamos señalar miles de factores de inversión. Citemos algunos que pueden parecer hasta ridículos, pero que me voy a atrever a mencionar, porque quedan dentro de eso que llamamos inversión de valores.
Cuando las cosas están en orden, la jerarquía no es una mala palabra, sino que es un valor. Cuando la situación está en desorden, el rango es un insulto y lo único que se busca es masificación. No hay jerarquización; hay número. No hay realidad; hay cantidad. No interesa oponer la verdad a la mentira, porque si la falsedad es sustentada por más cantidad de gente, entonces vale más que la autenticidad.
A Platón una vez le preguntaron sobre el mismo tema y contestó: «Si un vidente dijese que la copa de los árboles es verde y cien ciegos asegurasen que no lo es, seguiría teniendo razón el único vidente que afirma que la copa de los árboles es verde». Platón une la jerarquización con la sabiduría con estar seguro de algo. Por el contrario, la masificación es sinónimo de opinión.
La opinión no es sabiduría; es un estado intermedio entre esta y la ignorancia. La opinión está en la mitad: “A mí me parece que…, no estoy seguro, me parece que…” La prueba está en que podemos cambiar de opinión; es la cosa más normal. Por lo tanto, la opinión no es verdadera, porque es fácil modificarla.
Como es mucho más sencillo opinar que saber y son más los que opinan que los que saben, he aquí que se entroniza la opinión y se mata la sabiduría. Se elogia el número y se aplasta la verdad. Esta es una de las tantas pruebas de inversión de valores.
Ahora hablaremos de las consecuencias que trae consigo, esta situación de inversión de valores.
La primera es la negación de Dios –se le llame como se le llame– puesto que Él es la cima de toda jerarquía, es la cúspide de toda pirámide, es el principio de todo sistema organizado. Por lo tanto, no hay Dios, porque si se acepta que lo más importante es la base del triángulo y no su vértice, se quita al que está arriba para quedarse con lo que hay abajo.
La segunda es que ahora se habla mucho y no se hace nada. La verborrea que se ha convertido en una enfermedad delirante: se dice, se opina, se conversa… y no se realiza nada, porque a la hora de ejecutar nos encontramos con miradas evasivas y con manos que escapan con más palabras que dicen: “Bueno, yo, en realidad, me gustaría, pero mira, ¡tengo tantos problemas!, la vida es muy difícil, etc.”. Y se sigue hablando…
Volvemos a recordar a los sabios: cuanto más se menciona algo, más se carece de ello. Hoy se habla mucho de igualdad; señal de que no nos sentimos iguales, sino no lo diríamos tanto. Se insiste mucho en la libertad; indicio de que no nos juzgamos libres, sino no lo expresaríamos tan a menudo.
Cuando el ser humano tiene algo, se siente satisfecho de haberlo adquirido, porque está consigo; cuando le falta y está insatisfecho, lo menciona continuamente. Por esto hablamos sin interrupción de igualdad y de libertad, sin darnos cuenta de que estamos llevando delante de nuestras cabezas una pancarta que significa: “Señores, ni me siento igual a los demás, ni me siento libre”.
¿Necesitamos igualdad y libertad? Sí. Mas quién sabe si las estamos buscando por el verdadero camino, puesto que perseguimos lo idéntico en lo externo, y esto es imposible: si nos miramos a un espejo, todos somos diferentes. Olvidamos la igualdad esencial. Vamos detrás de la libertad por fuera ignorando que estamos encarcelados a un cuerpo, y así olvidamos la libertad esencial…
Otra inversión de los tiempos: se habla de felicidad. Todo el mundo la propone, quiere ser feliz. ¿Cómo ser feliz cuando nadie ocupa ni en su casa ni en la sociedad el puesto y la responsabilidad que le corresponde? Cada cual hace lo que puede, lo que buenamente le sale al paso, a veces llevado por la más negra desesperación, pero no es lo que debería hacer, no es lo que siente que quiere realizar. Es lo que acepta, porque no le queda otro remedio, que es muy diferente. Nunca diríamos que esa persona es feliz.
Además, muchos llevados por la verborrea que antes mencionábamos, admiten la felicidad como planta del futuro: «¡Sea usted feliz comprando esta casa! La pagará en cómodas cuotas de 785 mensualidades y un adelanto del 92%; usted va a ser feliz dentro de 785 meses». «¡Sea usted feliz adquiriendo este automóvil en 7 años». Será feliz, porque cuando lo haya terminado de pagar ya no le servirá para nada.
Será feliz mañana, siempre mañana. Son valores que se pasan al futuro, porque son materiales y el “después” los gasta. Cuando en el porvenir nos enfrentamos a nuestra prometida felicidad, ya no está.
La inversión de valores asume características tan paradójicas, que en el siglo de las comunicaciones estemos incomunicados.
Hace muy poco tiempo y desde este mismo estrado, nos hablaba el profesor Livraga de los problemas que supone hoy día tomar un avión para ir a un sitio. Yo creo que en un carro de caballos llegaríamos mucho más pronto. Esto no quiere decir que la aviación sea mala, no fallan los sistemas técnicos, fracasa la organización humana al aplicar la técnica, porque cuando el personal entra en huelga, los aparatos, por muy buenos que sean, no funcionan y no llegan. Con ello perdemos y esperamos horas y horas.
También hoy por hoy, en vez de escribir una carta es mejor llegar caminando al sitio donde la queremos enviar, golpear la puerta de quien sea y decirle lo que hubiéramos expresado en el papel.
¿Llamar por teléfono? Esa es otra aventura. Casi podríamos establecer una lotería en base a las llamadas, pues de diez llamadas, difícilmente se consiguen cuatro.
Comunicación, mucha; incomunicación, total.
Hablar de decadencia de costumbres como inversión de valores sería hasta sobrante. Lo hemos tratado muchísimas veces. Ha desaparecido la más básica moral, el buen gusto, la sensibilidad artística, el lenguaje, el cuidado de las formas, de la presentación para el obligado respeto por los demás. Todo está invertido. Ahora existe la base de la pirámide que ha subido: hagamos lo que queramos. Si le viene bien al que tengo al lado, bien; y si no que se pegue un tiro.
Respecto a esto último, existe la posibilidad de que si alguien no se dispara un tiro, haya otro que lo haga primero, que esa es también otra de las leyes de inversión.
Todo se nos ha dado vuelta. Estuvimos acostumbrados durante cientos y cientos de años de Historia a hablar de un poder que viene a los seres humanos por consagración. Ahora esa facultad llega por voto.
Era tradicional que el poder se viera afianzado con el tiempo. Volvamos al ejemplo de Egipto. Se reservaban al faraón festividades a los 10 años de reinado, a los 20, a los 30. Cada vez que había una fiesta, señalaba la consolidación de su mandato. Ahora el tiempo destruye el poder.
Estábamos familiarizados con la palabra estabilidad. Ahora no; vivimos la inestabilidad. Mas como el término inestabilidad no es elegante, hablamos de cambio, que sí parece ser más distinguido. Sin embargo, debemos tener cuidado, pues nuestras variaciones no son motivadas por la evolución, sino por una constante inestabilidad.
A nadie le interesa hacer algo firme, puesto que el cambio es tan brusco, tan acelerado, que no vale la pena comenzar nada, porque el que venga detrás –por los cambios– no prosigue lo realizado hasta ese momento. Esto nos quita ilusiones, nos elimina esperanzas, nos mata los deseos de trabajar.
El cambio se ha convertido en un nuevo lema: el de la revolución permanente, el de la variación perpetua. ¿Cuánto tiempo puede vivir un ser humano cambiando? ¿No necesitará, de tanto en tanto, afianzarse en lo que ha hecho?
Otras veces hemos puesto como ejemplo, que cuando caminamos, alternativamente pasamos el peso del cuerpo de un pie a otro. Apoyamos uno y luego el siguiente. Hay un período de cambio en el intermedio, en el cual cuerpo está en desequilibrio, está inestable, y tratar de salir rápido de esta inestabilidad, porque sentimos que podríamos llegar a caernos.
¿Cuánto tiempo alcanzamos a permanecer sin dar ese paso que necesitamos? ¿Cuánto más podremos hablar de innovación perpetua? ¿Cómo confundirlo con evolución? Un cambio no es mejor que el otro; es igual y –a veces, puede ser peor.
He aquí que estamos ante una inversión de valores que los astrólogos solían señalar con la aparición de Plutón en el cielo. Así es que contrariamente a las tendencias que ahora nos hablan de la Era de Acuario, vamos a disertar en su lugar sobre la Edad de Plutón.
Hablemos Plutón que apareció en nuestro cielo allá por el año 1930-31 y que coincidió curiosamente con la aplicación de la energía atómica. Este Plutón tiene aspectos positivos y negativos, pero cuando se vive en la Edad de Hierro, naturalmente resalta las características negativas.
Mencionemos algunos puntos positivos. Plutón es fuente de energía; los mismos griegos llamaron Plutón a lo que era “plutos”, muchos, cantidad, riqueza. Por lo tanto, era un principio de fuerza. Mas bajo su otro nombre, con el apelativo de Hades, Plutón regía los submundos, todo lo que está dentro de la Tierra, lo que está escondido.
En este sentido, Plutón era el Señor del Misterio, el que guardaba las puertas, los umbrales, los grandes secretos; el que cuidaba la sabiduría como tesoro preciado; y el que hacía que el ser humano pudiese convertirse en maestro o en profeta con aquellos conocimientos en su mano.
Se hablaba de Plutón en relación con los muertos. Traspasando este símbolo, encontramos que la conexión reside en todo lo que ha sido, lo pasado, lo que ha vivido, lo que ha sido valioso, lo que puede recuperarse.
Ahora, citemos a Plutón en sus aspectos negativos. Esa tendencia nociva es muerte simbólica y físicamente: corrupción, contaminación, sexualidad desorbitada, guerra, violencia.
Por lo tanto, si estuviésemos en una Edad de Oro, veríamos todo lo bueno de Plutón, pero como vivimos una Edad de Hierro, reaparece todo lo malo.
Plutón rige en el zodíaco el signo de Escorpión. Tiene un opuesto que es Tauro. Este último simboliza la materia y la generación, y por extensión las mieses, la tierra. Y Escorpión –el mismo animalito nos lo señala– es muerte.
La oposición Escorpión-Tauro en nuestro momento es muerte de la materia. La hemos conseguido categóricamente. Hemos encontrado una fuerza que es capaz de destruir a la materia en su mismo corazón: se ha dividido el átomo; hemos matado a la materia.
Queramos o no, nos guste o no, lo que decían los astrólogos lo estamos haciendo exactamente como si se nos hubiese trazado un camino sobre la Tierra, y por él transitáramos de una manera inconsciente.
Otro de los peligros que nos han señalado siempre en Plutón, es la polución para la Naturaleza, no solo física, sino también psicológica, mental, espiritual. Todo tipo de polución.
¿Qué es lo que hacemos nosotros ahora con nuestro medio ambiente? Como Escorpión se opone a Tauro, rompemos la materia, ensuciamos la Naturaleza. Diariamente crecen las estadísticas de mares contaminados, ríos infectados, nieblas industriales, petróleo que lo barre todo y que ensucia costas, gases tóxicos en las ciudades, plásticos que no se destrozan nunca.
Esto se torna prácticamente irreversible. contaminamos, ensuciamos, matamos nuestra propia materia, casi como si inconscientemente fuésemos hacia la destrucción de nuestro mundo, de nuestra civilización.
Es por esto por lo que podríamos hablar del fin de un ciclo, pero del comienzo de otro. Nunca hay una etapa que muera y señale un fin definitivo. Todo declive, toda caída, toda bajada, es por la misma inclinación y por la curva descendente, un impulso que permite volver a subir nuevamente.
El fin del ciclo tiene características dramáticas para nosotros. Plutón nos hace desear cada vez más. Más posesión, más riquezas, más promesas, más acumular, más tener. La propaganda colabora debidamente con ello: «Compre, tenga, use, utilice; usted necesita, lo quiere, lo sabe; y si usted no lo compra, es que es el último infeliz de la Tierra; así que cómprelo, porque todos lo tienen, todos lo utilizan, todos lo saben…»
Esta necesidad de Plutón, esta ansia de riqueza avalada al mismo tiempo por la propaganda, crea insatisfacciones tremendas a los seres humanos. Frustraciones que al no poderse cumplir escapan por dos vías:
1) La que vemos desgraciadamente en la juventud: drogas, hastío, no querer saber nada de nada.
2) La violencia; nada importa, todo se rompe, se destruye. Nada interesa, no se quiere saber nada.
Todo ello es la insatisfacción que salta por alguno de los dos costados.
Al mismo tiempo que estamos insatisfechos, nos “plutoniamos”” más: somos más y más sobre la Tierra. El crecimiento demográfico es muy bonito en una novela, pero es terrible en la realidad. Cada vez vivimos más personas, apretadas y amontonadas, lo cual –aparte de los problemas psicológicos y espirituales que aparecen, puesto que nos torna nerviosos, sensibles e histéricos– crea dificultades físicas que no vamos a poder solucionar de ninguna manera.
Hay científicos actuales –de los que trabajan con números– que nos están indicando que el aumento de la población va a traer aparejado un probable aumento de temperatura, que podría resultar en la disolución de los hielos, cambios de mares, movimientos de continentes, basculación en la Tierra.
Nos lo indican diariamente, pero total, como la Atlántida fue un mito, ¿quién dice que a nosotros nos pueda pasar algo por el estilo? Eso son cosas de Platón, de las novelas, de los griegos, de los americanos que lo cuentan a veces, pero ¿quién va a creer en estos aztecas?
Luego, estamos ante una posibilidad de una nueva Atlántida, ante todas las probabilidades de una moderna Torre de Babel. Ya no sabemos ni hacia dónde vamos, ni qué queremos, ni por qué hacemos lo que hacemos. Nadie se entiende con nadie. Todo es incomprensión, desolación, soledad, aunque estemos pegados unos con otros.
Decíamos que comenzará un nuevo ciclo. ¡Claro que comenzará! Empezará justamente invirtiendo todo esto que hoy nos está pasando a nosotros.
Se nos ha dicho –y no hace mucho tiempo– que en nombre de la razón, Dios ha muerto… y nos hemos quedado tan tranquilos. Le hemos levantado el templo a la diosa razón y hemos ido de su mano durante varios años, buscando y buscando. He aquí lo que hemos conseguido. Según nosotros, está todo muy bien, muy agradable, muy encantador.
Podemos taparlo. Como cuando las amas de casa apresuradamente barren y ponen las cosas debajo de la alfombra, porque está sonando el timbre, pero saben que tienen lo que han barrido debajo de la alfombra…
Indudablemente esta razón no nos ha servido para nada. Nos han hecho débiles, torpes, ignorantes, ciegos, y es por esto por lo que hoy nos atrevemos a proponer algo diferente.
Si en nombre de la razón Dios había muerto, vamos a decretar que ha vuelto el falso raciocinio. Esos argumentos que nos han guiado hasta ahora, no nos interesan, no nos sirven, no nos conducen, no nos enseñan, no son lógicos. La diosa razón era tan falsa como los ídolos que se montaron sobre los altares de la antigüedad, y que hemos aprendido a despreciar.
No queremos que se oiga hablar de esta razón. Deseamos un Mundo Nuevo, efectivamente, pero no que venga hecho; anhelamos un Mundo Nuevo formado por nosotros, en la medida en que nos sentimos nuevos y mejores.
Queremos seres humanos fuertes, porque hayan aprendido a ser humildes ante su alma y ante Dios; activos que sepan construir mejor que destruir; sabios no por la razón, sino por la comprensión de la Naturaleza; con fe, con voluntad. Con ellos vamos a hacer surgir el nuevo ciclo. Es tan simple, tan sencillo como levantar los ojos al cielo.
Hay una estrella que despunta en lo más negro de la noche. Ella indica un camino; está escribiendo en el cielo; escribe arriba y es tarea nuestra escribir aquí, en la Tierra, entre los seres humanos, para que el futuro sea obra de Hombres. Los Hombres que supieron mirar hacia el Cielo y hacia Dios.
Créditos de las imágenes: Kristopher Roller
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Excelente enseñanza, que grato es saber que aún existen personas que saben exactamente en que momentos nos encontramos y nos lo enseñan.
Mil gracias.