Para el hombre siempre ha sido un enigma su origen. Y esta ignorancia de algo tan importante le ha llevado a golpear las puertas de todas las posibles soluciones.
Durante los ciclos de predominio de la mentalidad religiosa, cada pueblo asimiló y ofreció su propia versión sobre el origen del hombre y de sus civilizaciones, atribuyéndolos a la intervención de un dios o de dioses más o menos “personales”.
La tradición védica nos habla de las emanaciones de Brahma, origen de las castas; la egipcia, del torno de alfarero de Toth; la maya, de los “hombres de tierra”, la tradición sumeria, de la creación del hombre por obra de Marduk; la china, de Pan-Kuh; la hebreo-cristiana, del Adán de barro salido de la invocación de Jehová; la griega, de Prometeo y de la reposición de hombres hecha por Deucalión; y así tantas versiones que coinciden en lo esencial, si bien difieren en sus aspectos exotéricos, representaciones y nombres.
El punto de coincidencia es que Dios hizo al hombre. Pero… ¿cómo?
En otros momentos históricos en los cuales el hombre renegó de lo religioso y sus creencias en esas características, las reemplazó por creencias científicas, como en el siglo XVIII y XIX, en que el materialismo creciente hizo concebir una humanidad que tan sólo conformaba una especie de los mamíferos vertebrados, cuyas particularidades diferentes se atribuyeron a la casual modalidad de evolución tomada por los homínidos.
Estas hipótesis se impusieron en el siglo XIX y la mayor parte del XX. La cómoda fórmula de los “positivistas” y “evolucionistas” sobre una “humanización” de la bestia y las etapas con que el hombre realizó luego su camino fueron:
Una humanidad regida por la superstición y la magia.
Una posterior, dominada por las religiones.
La siguiente, conducida por la filosofía y la metafísica.
Finalmente, la actual, que alcanza el positivismo científico y a través de esa ciencia y de la “Diosa Razón”, accede a la perfección biológica, social y política.
El tiempo en que un sabio de los Estados Unidos de América se preguntaba, en los albores del siglo XX, si quedaba algo para inventar, ha pasado. Y la fórmula histórica materialista también ha pasado.
Los principios arrancados a Hegel sobre las “contradicciones”, al perder su dinamismo dialéctico, se fosilizaron en afirmaciones más o menos dogmáticas: la imposible contemporaneidad, en una misma cultura, de dos o más de los “estratos” positivistas, fue una. El convertir una “hipótesis de trabajo” en una inamovible verdad, fue otra. Todo aquello que negase estas cuatro divisiones era visto como “anticientífico”. Pero a medida que avanzó el siglo XX, las nuevas experiencias sociales y los descubrimientos arqueológicos y sus interpretaciones históricas fueron demoliendo los esquemas “lineales” del evolucionismo, como ya antes había caído el “escepticismo” inglés y el “enciclopedismo” francés.
Se descubrió, por ejemplo, que civilizaciones fuertemente religiosas, como la egipcia, poseían a la vez un avanzado nivel científico y un contenido mágico asombroso; y colmando el vaso, que nuestra civilización científica retomaba, bajo otros nombres, la alquimia (transmutación de los elementos) y la hechicería (parapsicología e hipnosis).
La incógnita del origen del hombre se profundizó nuevamente. El “cráneo de Piltdown” guardado celosamente durante la segunda Guerra Mundial en los sótanos del Museo Británico como pieza excepcional, testigo irrefutable del “eslabón perdido” entre los homínidos y el Homo sapiens, resultó, ante las nuevas técnicas de Carbono 14, una vulgar superchería, una broma de estudiantes de principios del siglo XX, que habían unido fragmentos de cráneo de mono con otros de hombre fósil no más antiguos del Magdaleniense. Y hace pocos años, las famosas “piedras de Ica”, Perú, que mostraban en sus grabados animales prehistóricos junto a figuras de “platillos voladores” y “trasplantes cardíacos”, que sirvieron de base al “bestseller” “El Enigma de los Andes”, fueron investigadas por la policía peruana, demostrándose que los hacía un campesino, que el autor de este artículo conoce personalmente, residente en Ocucaje, aprovechando unas piedras “morenas” grabadas con un tenedor en base a figuras de comics.
Asistimos, así, al derrumbe de “nuevas” hipótesis sobre el origen del hombre. Pero el “materialismo” no quiere perder sus bazas y, ante el fracaso de sus teorías decimonónicas, ha presentado la idea de que los hombres formaron sus religiones y sus culturas antiguas en base a otras civilizaciones “científicas” venidas de las estrellas.
¿Qué busca con ello?
Muy sencillo: reverdecer sus viejos dogmas de la incompatibilidad de las altas culturas mágico-religiosas con todo conocimiento científico y con los grandes logros técnicos. Los ideólogos del materialismo han logrado una fórmula válida para las masas sedientas de verdad, sin deterioro de sus afirmaciones antirreligiosas que comenzaron con aquello de que “la religión es el opio de los pueblos”. ¿Qué la Gran Pirámide presenta características técnicas y científicas extraordinarias en medio de una cultura mágico-religiosa?… Pues para ellos no hay problema: la hicieron o mandaron hacer extraterrestres que ya estaban en la cuarta etapa positivista o científica. Y así todo, desde Stonehenge a Sacsahuamán, desde el Pilar de hierro de Delhi hasta las inmensas losas de Pumapunku, de Tiahuanaco (Bolivia).
Lanzada la idea con un tremendo carisma subliminal, nuestra juventud –que a pesar de las apariencias es la más crédula de los últimos siglos- ha aceptado en gran parte que el origen del hombre, con sus hoy parcialmente conocidas civilizaciones anteriores, es de factura extraterrestre-mecánica, o sea, que unos tecnócratas en cohetes interestelares con sus “satélites de desembarco” en forma de platillo, fueron las inteligentes criaturas que hicieron todas las grandes obras, y que el mamífero vertebrado de poca inteligencia y mucha fe los tomó como dioses. Así habrían nacido las religiones, como deformaciones bastas de esas tecnologías extraordinarias importadas desde otros planetas de lejanas galaxias. Teniendo esto por cierto, resulta que las alineaciones astronómicas del Carnac francés son una “computadora”; el misterio metafísico de la Gran Pirámide una especie de “antena repetidora” o una “conservadora gigante”; el enigma teológico-astrológico de las líneas de Nazca, “pistas de aterrizaje”; y las figuras en cavernas que aparecen aureoladas, de la misma manera en que se ve al Cristo o al Budha, representaciones de “seres extraterrestres con casco espacial”.
A favor de estas fantasías se suelen citar las flacas traducciones de textos antiguos, en donde se mencionan seres sobrehumanos que descendieron del cielo para dotar de inteligencia a los hombres. Si bien se leyesen, se vería que no se mencionan artefactos espaciales, pues lo que señalan –y muy oscuramente-, es la inserción de un “Fuego divino” en los hombres para dotarlos de discernimiento. Los “manasaputras” del esoterismo hindú encarnan entre los hombres con figura humana y luego de mucha resistencia se avienen a comunicarles –iniciarlos- los misterios y secretos conocimientos. Pero son entidades espirituales que no necesitan de máquinas para trasladarse. Y en cuanto a los “vimanas” o naves voladoras que habrían utilizado los atlantes, los viejos textos nos hablan de pesadas embarcaciones aéreas construidas por los mismos hombres, cuyo vuelo era tan bajo que tenían que rodear las montañas.
Sí, existen elementos para aceptar, en principio, la existencia de civilizaciones anteriores a la nuestra, que desaparecieron entre inmensos cataclismos geológicos y sus interregnos de barbarie y “Edades de Piedra”. Pero toda esa epopeya es obra del hombre, iluminado por los dioses… pero no por los focos de yodo de cápsulas fabricadas con metales raros. Rebajar a un simple fenómeno de destellos la iluminación religiosa y a una serie de trucos electrónicos los Misterios iniciáticos, es una burda invención con claras finalidades políticas de quienes quieren “lavarnos el cerebro” para que aceptemos el invento decimonónico de las cuatro categorías de culturas y que “la religión es el opio de los pueblos”. Es negar al hombre su fuerza espiritual creativa y su posibilidad de establecer contactos con otros planos más espirituales de la Naturaleza.
Desgraciadamente, esto ha traído una gran confusión –que denunciamos- entre los buscadores de la Verdad.
No negamos la posibilidad de la existencia de los “OVNIS”, pero si son máquinas, no podemos tampoco afirmar su existencia hasta que podamos observarlas tranquilamente en alguna institución científica. Tampoco negamos la posibilidad, y aun la probabilidad, de que existan en el Cosmos otras criaturas inteligentes; pero ello no nos lleva por fuerza a aceptarlas como creadoras de la humanidad, ni que una de las más bellas y grandiosas cualidades que posee el hombre, su religiosidad, tenga que ser el fruto de una estúpida admiración por sofisticados artefactos. Todavía nos parece más maravilloso el vuelo de una gaviota sobre el mar que el lenticular cohete que quema el césped sobre el que se apoya. Ese rechazo de lo natural en beneficio de una mistificación de astronautas telépatas que se complacen en detener el motor del tractor de un pacífico labriego, es una concepción netamente materialista, artificial y polucionante.
La humanidad no es hija de las bestias ni tampoco de encasquetados invasores con pistolas de rayos. La humanidad, con todo lo bueno y lo malo que la caracteriza, es hija del misterio, que no ha de necesitar de lentejas supersónicas para llegar hasta nosotros.
Si es cierto aquello de que “por los frutos los conoceréis”, están a nuestra vista los desastres ecológicos que produce una civilización alienada por las máquinas y los artefactos interplanetarios. No nos dejemos engañar proyectando lo que vemos como origen de todas las cosas. Cuando un griego veía en la noche una luz fugitiva decía que era el carro de un dios del Olimpo; cuando un medioeval contemplaba algo que no podía explicar, les daba la autoría a los ángeles o al diablo. Hoy, ante nuestras incógnitas, extrapolamos de nuestra civilización tecnocrática el concepto de astronautas venidos de Ganímedes.
El misterio, como en el cuento del genio metido en una botella, sólo puede darnos las gracias si lo liberamos de los envases a la moda.
Nuestra filosofía nos hace altamente respetuosos de todo aquello sagrado y mistérico que alumbró la frente de los primeros hombres en ese Paraíso Terrenal, que perdimos y que un día recobraremos. Pero lo recobraremos en base a nuestras virtudes, a la pacificación de nuestros instintos, a nuestra superación espiritual y moral. No sacrificaremos nuestra libertad interior en la cómoda espera de hombrecillos del espacio que vengan a destruirnos o a domesticarnos. No reneguemos de nuestras milenarias tradiciones espirituales en aras de una multitud de “alienígenas” que, si existen, estarán resolviendo sus propios problemas, porque también serán imperfectos, ya que están manifestados, y tan hijos del misterio como nosotros, como los pájaros, los peces y los floridos árboles que estamos ahogando con nuestras basuras mientras soñamos con subir al cielo espiritual asidos a un rayo láser o a un río de protones manejados por enanitos verdes o rojos.
Jorge Ángel Livraga
Créditos de las imágenes: liu xin
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