La Naturaleza es un macrobios[1] admirablemente pensado y calculado para que las interacciones de sus componentes mantengan un equilibrio, una ecológica armonía, en donde puedan convivir todos sus elementos, en sus diferentes características de vivencia y supervivencia activa, en todas sus dimensiones. Durante millones de años se mantuvieron –reguladas por aún misteriosos mecanismos simbióticos– la pureza de las aguas, del aire, la naturaleza de las piedras, las proporciones de color y radiación. Correcciones periódicas como las glaciaciones, los hundimientos, traslaciones de casquetes continentales, la oscilación de los polos, mantuvieron posibilidades aceptables de vida y evolución, así como de selección perfeccionante.
Pero el ser humano, en el último siglo, entregado a una alienación transformista, ebrio de producción y de consumo, obsesionado por un pseudo-confort material, ha modificado poco a poco las condiciones, y el equilibrio se está perdiendo. La acumulación de los subproductos de una actividad irracional, en donde el movimiento ya no es un medio para llegar a alguna parte sino un fin en sí, pudre las aguas, tala los bosques, envenena los aires. Si aquello de que “la actividad es la ley de la niñez” es cierto, jamás fue el hombre tan niño como ahora.
La señal de alarma la dieron los científicos hace medio siglo, pero ya ha entrado en el conocimiento público las características del peligro, y por todo el mundo se alzan voces que protestan contra esta contaminación incontrolada. Es más, un verdadero pánico subconsciente se está apoderando de las masas, y el éxodo hacia los campos, la huida de las grandes ciudades envenenadas, ha comenzado. Es evidente que, si el siglo XX vio la marcha de millones de seres humanos en sentido convergente sobre las megalópolis, el XXI contemplará la contramarcha, y algunos futurólogos prevén el abandono y ruina de no pocos centros urbanos.
Desgraciadamente la reacción ante los contaminantes termoquímicos, la radiación y poluciones, es más bien “literaria”, y en la práctica todos hacemos muy poco. Es normal escuchar una diatriba feroz contra la contaminación ambiental de boca de un ciudadano que, acto seguido, retorna a las oficinas de su fábrica que sigue volcando toneladas de hollín sobre sus semejantes, o que, simplemente, en lugar de lavar sus manos con el tradicional e inocuo jabón perfumado, lo hace con un detergente superactivo del cual un 90% no se usa, sino que pasa con pena y sin gloria a envenenar los ríos y los mares, con la consiguiente muerte de animales y plantas.
Pero aunque intelectualmente estos peligros los conocemos todos, existe sin embargo otro mayor, aunque obedece al mismo fenómeno universal. Es la contaminación moral e intelectual, que también aparece como subproducto de nuestra civilización técnica, materialista e infantil… por no decir “minusválida”.
Así como al hombre actual le encantan las explosiones nucleares, el verter océanos de gases en la alta atmósfera para llegar una hora antes a un lugar en el cual no se sabe qué hacer en el primer día, o llamar a las chimeneas humosas “catedrales del trabajo”, también gusta –con un masoquismo colectivo digno de mejor estudio– de la literatura y las películas de cinematografía pornográficas, de la guerrilla caótica y del oscurecimiento de las costumbres.
El fenómeno de contaminación se nos muestra entonces como teniendo raíces psicológicas, intelectuales, morales e ideológicas. No sólo contamina el desaprensivo industrial, sino el simple muchachito que vimos la otra noche en la Plaza Mayor poniendo sus pies sobre la mesa de un bar; el “rebelde” que da un anticurso venenoso como corona de la elaborada y limpia cátedra de un inocente profesor universitario; el estólido antisocial que lanza huevos podridos contra el crucifijo de una iglesia.
Notas
[1] Del griego macro, gran, y bios, vida. Marción, uno de los grandes filósofos neoplatónicos de la escuela de Pérgamo y de Alejandría, afirma que todo el universo está vivo, y lo llama «macrobios», el gran ser vivo.
Créditos de las imágenes: Chris LeBoutillier
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