Este es un punto que hemos tocado en diferentes oportunidades, pero que permanece oscuro, pues es normal y corriente que por «cortesía» se entienda una serie de valores y actitudes pasados de actualidad, extremadamente «burgueses», que no concordarían con nuestro concepto del hombre nuevo.
Esta suma de buenas costumbres, que embellecían la vida y la hacían más soportable, degeneraron muchas veces en excesos que llegaron a convertirse en verdaderas pantomimas, haciendo culto a la mentira, cuando no a la traición. Tales excesos son, desgraciadamente, los más conocidos y existe, sobre todo en la juventud actual, una repugnancia visceral hacia tales normas por considerarlas vacías de verdad y de moral.
Así, los roles naturales de los niños, hombres, mujeres y ancianos se han desvanecido en el gran caos imperante, en el derrumbe interior de nuestra forma civilizatoria. Y se loa lo espontáneo, confundiéndolo con la grosería y la animalidad, con el desprecio tácito de quienes nos rodean, procurando cada cual para sí las mejores ocasiones y circunstancias. No se cuida el vocabulario, por creer que lo soez y feo es más auténtico que su contrario. Ciertas corrientes psicológicas y sociales impulsadas por los automarginados, los perezosos y embrutecidos, se han convertido en modelos, y la «moda joven» sigue siendo para ellos la falta de higiene física y mental, la grosería y la violencia inútil, como expresión de «machismo» o de feminismo.
Aunque para los desinformados parezca nueva, esta actitud nació a finales del siglo XVIII con la «teoría del buen salvaje»… pero hace mucho tiempo que sabemos que no todos los salvajes son buenos y santos. Mantener esto no pasa de ser un arcaísmo de los que carecen de la dinámica histórica suficiente.
Debemos recrear una nueva cortesía, inspirándonos en lo mejor de la tradición iniciática, que permitió a miles de generaciones una convivencia realmente humana que les llevó a conocerse a sí mismos y a percibir a los dioses a través de un prudente culto a la verdad, la belleza y la confraternidad. Pues así como los hombres evitan la compañía de los animales feroces y repugnantes, los dioses se alejan de los humanos degradados y desagradables, agresivos y soeces. Tal es la ley de la Naturaleza que promueve una selección de los más aptos.
Esta cortesía tiene su origen en la fuerza de nuestra voluntad, que debe imponerse sobre toda adversidad y mal humor. Asimismo, en nuestra capacidad de amar a nuestro entorno como reflejo de Dios… de ese Dios que está en nosotros mismos. Quien ofende a otros se ofende a sí mismo… y pone en marcha la letárgica máquina de acción y reacción que los filósofos indos llaman karma.
Teniendo buena voluntad se superan muchas caras largas y evitamos verter sobre los otros nuestro pesimismo o imprimir en nuestras contestaciones el mal humor que a veces puede asaltarnos, dada nuestra imperfección y debilidad.
Un saludo cariñoso, una sonrisa a tiempo, un minuto «perdido» en atender a otra persona, no constituyen un hato de mentiras, sino una expresión de nuestra buena voluntad, de nuestro ser filosófico. Y el saber soportar el mal humor de otros es una forma de Alquimia capaz de transformar el plomo en oro, ya que sin caer en ninguna complicidad, podemos oponer el brillante escudo de nuestra cortesía y de nuestro autocontrol al mal momento que esté viviendo y expresando otra persona, ayudándole a salir de su angustia o su soledad.
El que los caballeros den ciertas prioridades a las damas y que estas den lugar a que los caballeros tomen sus iniciativas, es parte importante de la aplicación cotidiana de la cortesía. El no levantar la voz innecesariamente y controlar los movimientos del cuerpo, especialmente de la lengua, también lo es. Generalmente nos arrepentimos más de lo que hablamos que de lo que callamos. Mas… también hay que saber callar, no diciendo verdades a medias ni guardando silencios hoscos y actitudes «olímpicas» que en nada corresponden a nuestra humana pequeñez.
Poco a poco se establecerá, naturalmente, una nueva cortesía. Recreemos una nueva dignidad para todos.
Seamos generosos.
Seamos alegres.
Seamos fuertes.
Jorge Ángel Livraga
Créditos de las imágenes: Melvin E
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La sinceridad es el alma de la cortesía, pero ésta requiere sus formas armónicas, su modo de hacer en cada lugar y circunstancia, como tan bellamente lo explica el profesor Jorge Angel Livraga. Y los que tuvimos la fortuna de conocerlo sabemos todos que él era la encarnación misma de la cortesía y la delicadeza, realmente principesco.
Y desde luego tras la cortesía, un corazón ardiente, luminoso, tal como termina el artículo: "Seamos generosos. Seamos alegres. Seamos fuertes"